Un tiempo después de que empezara a escribir en su diario sobre el senhor Vaz, Hanna convocó a las mujeres y a todos los demás trabajadores del burdel. Los reunió una mañana, muy temprano, cuando el local solía estar vacío y la mayoría dormía tras haber despedido a los últimos clientes. Muchos de éstos se habían marchado en los coches de caballos y algunos en automóviles, que los trabajadores negros que contravenían la prohibición de pasearse por la ciudad después de la puesta del sol enceraban y abrillantaban por la noche. La policía hacía la vista gorda, pues si dejaban en paz a los trabajadores nocturnos, obtenían a cambio el derecho a las mujeres de los diversos burdeles que ofrecían sus servicios en la concurrida rua Bagamoio.
Hanna pensó que los coches recién lustrados que partían al alba rumbo a la frontera sudafricana eran señal de que los hombres que visitaban el burdel querían eliminar su rastro por completo. Era como si también los vehículos se ensuciasen con el negocio del burdel. De modo que en aquellos carruajes y automóviles relucientes regresaban a un país donde era censurable desde un punto de vista moral y casi punible, con pena de prisión, que un blanco tuviese relaciones con una mujer negra.
Hanna reunió, pues, a las mujeres y a los vigilantes en torno al jacarandá del jardín. También le había pedido a Andrade que acudiera y se había llevado a Carlos, sin la chaqueta blanca de camarero. En efecto, últimamente había decidido permitirle que fuera quien en realidad era, o sea, un chimpancé separado de la manada que viviría en algún punto del corazón ignoto de la sabana. Carlos pareció ponerse nervioso al ver que volvía al burdel. Sin embargo, se serenó después de haber aporreado varias veces la tapa del piano y fue a sentarse, como solía, en el regazo de Zé.
Zé no parecía consciente de que su hermano hubiese fallecido recientemente de forma inesperada. Asistió al entierro, pero en ningún momento dio muestras de pena o de dolor. Estuvo sentado al piano afinando unas cuerdas que no parecían alcanzar la armonía que él ansiaba.
Hanna comenzó explicando que, en realidad, a partir de aquel momento nada cambiaría. En líneas generales todo seguiría igual. Como viuda del senhor Vaz, tenía el propósito de mantener las normas, las obligaciones y las ventajas que su marido había aplicado, gracias a las cuales aquel lugar siempre había gozado de la mejor fama. Seguiría siendo generosa a la hora de conceder permisos y, como su marido, tampoco ella pensaba tolerar que hubiese clientes que se comportasen de un modo agresivo o improcedente en general.
No obstante, y como era natural, no todo permanecería inmutable, dijo aproximándose al final del pequeño discurso que había preparado y aprendido de memoria en portugués, a fin de cerciorarse de que no perdía el hilo de las palabras y las ideas. Ella era una mujer. No poseía la misma fuerza física que su marido. Y no podía, por tanto, intervenir personalmente llegado el caso. Por esa razón, pensaba contratar a otros dos vigilantes robustos capaces de proteger a las mujeres y garantizar su seguridad.
Había otro aspecto que debía experimentar un cambio necesariamente, debido a su condición femenina. A ella le resultaría más fácil hablar con las mujeres de aquello que éstas se reservaban para sí cuando su marido estaba al frente del negocio. Esperaba que llegasen a entablar otro tipo de relación de mayor confianza. En su opinión, era un cambio que sólo podía ser beneficioso para todos, dijo antes de poner punto final a su breve alocución.
Un prolongado silencio la envolvió entonces. Lenta e ingrávida como una pluma cayó al suelo una solitaria flor de jacarandá. Hanna notó que aquel silencio contenía algo que la llenaba de inquietud. No había contado con que nadie se pronunciara, pero aquel silencio la atemorizaba. No era el silencio habitual entre blancos y negros, se componía de algo que ella no era capaz de interpretar.
Con un gesto de la mano, les indicó que daba por concluida la reunión. Podían marcharse. Las mujeres recogieron las sillas y entraron en el local, Judas empezó a barrer la explanada, pero Hanna lo despachó de allí. Zé regresó junto al piano, con Carlos durmiendo en su regazo.
De repente, Hanna tomó conciencia de lo que significaba aquel silencio. Nadie deseaba la confianza que ella ofrecía. Era un silencio preñado de una animosidad invisible, ahora lo comprendía. Aunque, al mismo tiempo, no lo entendía en absoluto. ¿Acaso no se daban cuenta de que ella, como mujer, se hallaba más cerca? ¿Que todo lo que había dicho era verdad, en medio de aquel mundo de hipocresía y mentiras?
Se había llevado el diario y empezó a escribir vacilante, como si no confiase en su capacidad de interpretar sus propias ideas. «Aquel que le arrebata la libertad a otro no puede esperar su confianza».
Leyó lo escrito. Dejó el diario en el cesto de mimbre donde llevaba el pañuelo y la cantimplora, que nunca olvidaba. La llevaba llena de agua hervida durante horas y embotellada una vez fría.
Las mujeres volvieron a sus habitaciones. Ninguna se acomodó en los sofás donde pronto empezarían a requerirlas los clientes. Hanna comprendió que se habían retirado para no correr el riesgo de que les dirigiese la palabra y empezara a mostrarles la confianza de la que acababa de hablarles.
«Confianza», se dijo. «Para ellos no es más que una amenaza a la que no quieren verse expuestos».
Y allí se quedó, de pie, con el cesto en la mano, sin saber si aquella forma de reaccionar le causaba ira o decepción. ¿O se sentiría agradecida de no tener que llevar a cabo aquello que tan equivocadamente se había propuesto?
De repente, advirtió a su lado la presencia del letrado Andrade. Pese a lo temprano de la hora, el hombre tenía la cara empapada de sudor. La gota que le colgaba de la nariz llenó a Hanna de impaciencia y de repulsión. Tuvo que controlarse para no atizarle en la cara con el pañuelo que llevaba en el interior de la blusa.
—¿Quiere algo más de mí hoy?
—Nada, salvo que me digas lo que te ha parecido.
Andrade se sorprendió. Nuevas gotas de sudor fueron a sumarse a la que ya tenía en la nariz. Hanna había notado que no le gustaba que lo llamara por el apellido. Pensó que, seguramente, lo tomaría como una falta de respeto, pero Hanna sabía que aquel hombre cobraba bien sus servicios y que, seguramente, no querría que lo sustituyera por cualquiera de los jóvenes abogados hambrientos de Lisboa que buscaban suerte en las posesiones portuguesas en África.
—¿Qué me ha parecido el qué?
—El discurso. La reunión. El silencio.
La repulsión iba en aumento. Las gotas de sudor que le afloraban a la cara le daban náuseas.
—Ha sido una buena exposición del estado de la cuestión —dijo Andrade reflexivo.
—No estás ante un tribunal. Di lo que te ha parecido. La reacción.
—¿La reacción de las putas? ¿Qué se les puede pedir, salvo silencio? Ellas no tienen que abrir la boca, sino otra cosa.
Hanna pensó que la desfachatez de Andrade casi la hacía sonrojarse de vergüenza. Se convirtió de nuevo en aquella niña junto al río, que era incapaz de mirar a los ojos a un desconocido. Al mismo tiempo comprendió que, naturalmente, el letrado tenía razón. ¿Por qué creía que podía pedir algo más aparte de silencio? Ella misma había visto al senhor Vaz convocar a las mujeres, aunque ninguna de ellas formuló jamás una sola pregunta ni pidió aclaración alguna. Y mucho menos expresar desacuerdo.
Andrade se marchó bajo el sol abrasador y se sentó en el automóvil, que conducía un chófer negro. Hanna había acordado con él que el chófer volvería a buscarla al cabo de una hora.
Hanna subió la escalera y abrió la puerta de la habitación en la que pasó las primeras noches, tras fugarse del barco de Svartman. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Nada había a lo que pudiera regresar, ni siquiera al recuerdo de las primeras noches solitarias, la hemorragia y Laurinda, que acudía a atenderla siempre con paso silencioso.
Salió de allí sin comprender por qué había subido a la primera planta. Luego se sentó en uno de los sofás de terciopelo rojo a esperar la llegada del chófer. Carlos se había despertado y había trepado al jacarandá. Allí estaba, observándola, como si esperase que también ella trepara y se colgara de alguna rama.
Hanna contempló las puertas cerradas. Pensó que nada sabía de lo que en realidad les pasaba por la mente a aquellas mujeres. Las conversaciones que en alguna ocasión había mantenido con Felicia ahora le parecían imposibles. Al convertirse en la dueña del burdel se había abierto un abismo entre ella y aquellas mujeres, a las que se sentía tan próxima como permitían los límites de la raza.
De repente, se adueñó de ella el desasosiego y sintió que le faltaba el aliento. Se agarró al brazo del sofá para no desmayarse. «No puedo quedarme aquí», constató para sus adentros. «No tengo nada que hacer en este lugar. En un continente extraño cuyos habitantes o bien me odian o bien me temen».
Aún estaba confusa, pero tenía una idea más o menos clara de lo que debía hacer. Al día siguiente llamaría a Andrade y le pediría que buscara un comprador para el burdel. No faltaría gente interesada en el negocio y dispuesta a pagar por el buen nombre y la fama del establecimiento. Luego se marcharía de allí tan pronto como pudiera. Con el dinero que ya poseía y con el que obtuviera de la venta tenía el futuro asegurado. Dejaría África como una mujer adinerada. La suya habría sido una estancia breve. Dos matrimonios fugaces, dos defunciones inesperadas y luego, nada.
«En realidad, sólo tengo un problema», se dijo. «¿Qué va a ser de Carlos? No puedo llevarlo conmigo a un país tan frío, se moriría congelado. Pero ¿quién podrá hacerse cargo de él si no quiere volver a los bosques de los que partió en su día? Si ni siquiera desea seguir siendo mono …».
Hanna no lo sabía. Cuando llegó el coche y llamó a Carlos, el mono bajó del árbol de un salto y se arrojó en sus brazos.
Pero en el momento mismo en que saltó se estremeció, como si se hubiera quemado al apoyar el pie en la tierra dura. Carlos olfateó el suelo y se alejó corriendo de allí, como asustado de la tierra.
Hanna lo observó intrigada. ¿Por qué se había asustado de la tierra que había bajo el árbol? Pero Carlos no le reveló nada. Simplemente, se sentó a su lado en el coche e hizo una mueca al sentir en la cara la brisa marina.