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Para cuando llegó la luna llena, la ciudad acababa de sufrir un periodo de fuertes tormentas. Carlos había vuelto a fugarse, pero regresó, del mismo modo misterioso, aunque esta vez con una cinta roja en el cuello. El senhor Vaz decidió empezar a encadenarlo, pero las mujeres se rebelaron y el hombre abandonó la idea. Carlos retornó su papel como sirviente y, previo pago de un plátano o una manzana, encendía los cigarros de los clientes. Pero, según Felicia, Carlos tenía en los ojos un brillo diferente. Algo pasaba con él.

Llegó, pues, la luna llena, cesaron los vientos, y el senhor Vaz regresó a casa tras un largo día en el burdel. Hanna había preparado el mango y lo acompañaba mientras él comía la fruta sentado a la mesa del comedor con expresión distraída. Hanna se roció el pubis con gotas de limón en el cuarto de baño, antes de acostarse con su marido. Y cuando ya parecía que iba a dormirse, le acarició el brazo despacio. Al cabo de un instante, él se volvió hacia ella e intentó penetrarla con el mismo afán desbocado que otras veces. Sin embargo, tampoco en esta ocasión salió airoso, pese a que, según pudo comprobar Hanna, se estaba esforzando más y mejor que nunca.

Cuando el hombre se dio por vencido, estaban los dos empapados de sudor. Hanna pensó que, al día siguiente sin más dilación, pondría al corriente a Felicia de que, para ayudar a Attimilio a salir de su miseria, se precisaba una medicina más potente.

Comprendió que se había dormido cuando oyó su respiración breve y acelerada. Era como si, en realidad, no tuviese tiempo de dormir.

Cuando Hanna despertó aquella mañana, Attimilio estaba muerto. Lo halló tendido a su lado, blanco y ya frío. Supo que algo había sucedido en cuanto abrió los ojos, antes de que Anaka llegase con el desayuno. Rara vez, por no decir nunca, estaba él en la cama cuando ella se despertaba, sino que lo encontraba afeitándose en el baño.

Yacía en la misma posición en que se había dormido. Hanna se levantó de la cama de un salto, le temblaban las piernas. Había enviudado por segunda vez. Cuando llegó Anaka, la encontró sentada en la silla señalando al hombre que yacía en la cama.

Marta —acertó a decir— o Senhor Vaz e corto.

Anaka dejó la bandeja, se arrodilló y, antes de salir de allí a toda prisa, salmodió una retahíla que quizá fuese una oración. Hanna pensó que Attimilio había muerto de un modo totalmente silencioso. No gritando, como Lundmark.

Fue como si hubiese muerto de vergüenza al haber fallado, una vez más, en el intento de hacer el amor con su mujer.

Dos días después del caótico entierro celebrado en el nuevo cementerio de la ciudad, al que también asistió Carlos, con traje oscuro y un gran sombrero negro, Hanna recibió la visita de Andrade, el abogado de Attimilio. El hombre se inclinó y volvió a presentarle sus condolencias antes de sentarse frente a ella en el sofá de terciopelo rojo que el senhor Vaz había encargado ni más ni menos que en Ciudad del Cabo. En contra de su costumbre, Andrade le habló ahora alto y claro. Hanna había dejado de ser un apéndice del senhor Vaz.

El letrado Andrade le explicó sin ambages:

—Existe un testamento. Está firmado y compulsado por mí y por mi colega Petrus Sabodini. Es un documento sencillo que no deja lugar a dudas. No cabe especular sobre las consecuencias. —Hanna lo escuchaba, aunque ni se le pasó por la cabeza que lo que tuviera que decirle le incumbiese en modo alguno—. Existe, como digo, un testamento —repitió Andrade— según el cual usted hereda la totalidad de los bienes de Attimilio. De modo que, aparte del hotel y del negocio que lleva aparejado, es usted propietaria del resto de sus negocios, entre otros, un almacén de telas y nueve asnos guardados en una dehesa a las afueras de la ciudad. Hereda usted, además, importantes propiedades en Pretoria y en Johannesburgo. —El señor Andrade dejó sobre la mesa un buen fajo de documentos y se levantó. Volvió a inclinarse y añadió—: Será para mí una gran satisfacción seguir siendo en el futuro el abogado de la señora Vaz.

Hanna no fue consciente de lo ocurrido hasta que Andrade no se hubo marchado. Se quedó inmóvil en el sillón, conteniendo la respiración. Se había convertido en propietaria de un burdel. Además de una manada de asnos y de un mono que, cuando no estaba encendiendo los puros de los clientes que visitaban la casa de citas, huía no se sabía adónde.

Se levantó y salió a la terraza. A través de los prismáticos divisó el tejado de la casa que alojaba el burdel. Además, adivinaba la silueta de la ventana de la que fue su habitación mientras estuvo enferma.

En el fondeadero se mecían despaciosas varias embarcaciones, pero en aquellos momentos no le interesaban. En cambio, se llevó a Carlos a casa ese mismo día, pues no quería estar sola, y también se llevó la gran lámpara del burdel, ya que Carlos solía dormir en ella.

A partir de ese momento, Carlos compartiría con ella la casa de piedra mientras permaneciese en aquella ciudad blanca y humeante a orillas de una bahía llamada la Laguna de la Buena Muerte.