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Transcurrido un tiempo de vanos intentos nocturnos por realizar el acto amoroso, Hanna empezó a comprender que Attimilio estaba a punto de caer en una desesperación inmensa. Volvió a hablar con Felicia, pero en secreto, un día que el senhor Vaz había partido rumbo a Pretoria, ciudad en la que invertía parte de los beneficios del burdel. Una vez al mes recibían la visita de un abogado. Los dos hombres se encerraban en el despacho de Attimilio sin que ella llegase a averiguar nunca qué asuntos dirimían allí dentro. El abogado, que era renco y se llamaba Andrade, hablaba en voz tan baja que Hanna nunca oía lo que decía.

Felicia le aconsejó que fuese a pedir ayuda a un jeticheiro.

—Hay hierbas e infusiones —aseguró la mujer— capaces de curar a los hombres que no son capaces de hacer lo que más desean.

—Pues yo no conozco a ningún jeticheiro —confesó Hanna—. No conozco a ningún curandero que pueda darme lo que necesito.

Felicia extendió la mano.

—Eso cuesta dinero —explicó—. Si me lo das, yo misma te buscaré lo que necesitas. No tendrás más que diluirlo y mezclarlo en la comida o en la bebida. Yo no conozco todo el ritual, pero sí sé que sólo debe administrarse cuando sopla el viento del oeste.

Hanna reflexionó un instante.

—Pero eso es muy infrecuente —observó. Felicia parecía sopesar las palabras de Hanna.

—Tienes razón —convino—. Será mejor que lo hagas con luna llena. También es un momento idóneo. Siempre se me olvida que aquí nunca soplan vientos de tierra adentro, sólo provenientes del mar o de los hielos del sur. Los que vivimos en Baia da Boa Morte no sabemos nada sobre los vientos de la sabana.

Hanna no había oído jamás el nombre de aquella laguna. Sólo sabía que la ciudad se llamaba Lourenço Marques. Attimilio le explicó una noche que se llamaba así por un general portugués que habría podido medirse con Bonaparte en ingenio y valor. Hanna ignoraba quién era aquel Bonaparte, así como el porqué de que la laguna tuviera un nombre tan extraño.

Pero ¿había oído bien? «La Laguna de la Buena Muerte». ¿Era ése el nombre que Felicia le había dado a la albufera que ella veía resplandecer al sol cada mañana?

—¿Por qué se llama así esa laguna?

—Quizá porque es un nombre muy hermoso. Me figuro que las aguas azules donde nadan los delfines son como un cementerio para quienes gozan de una buena muerte. Eso es algo que todos esperamos, ¿no?

—¿Y qué es una buena muerte?

Felicia la miró extrañada. Hanna pensó que aquella mujer adoptaba una expresión muy particular siempre que oía una pregunta que sólo podía formular un blanco.

—Cada uno se imagina su muerte —aseguró Felicia—. ¿No me contaste que el hombre con el que vivías, el oficial cuyo nombre me resulta impronunciable, también halló su sepultura en el mar?

—Su muerte fue todo menos buena —objetó Hanna—. Y él no quería morir.

—Cuando me llegue la muerte, no pienso oponer resistencia —afirmó Felicia—. A menos que vengan a asesinarme. Yo quiero morir en paz. En la buena muerte nunca hay agitación.

Hanna no sabía qué decir sobre la muerte de Lundmark ni acerca de las fantasías que se hacía sobre su última hora. Le dio a Felicia, eso sí, el dinero que pedía. Varios días después, Felicia apareció en la casa inesperadamente, después de que Attimilio se hubiese marchado. Envuelto en un retazo de tela que la mujer trataba con respeto y quizá también con temor, traía un polvo verde casi brillante. Olía intensamente a algo semejante a la brea que Hanna recordaba del puerto de Sundsvall.

—Debes mezclar el polvo con lo que el senhor Vaz beba por la noche, antes de acostarse.

—Es que no bebe nada por la noche, no quiere que lo despierte la vejiga.

—¿Y comer, no come nada?

—Un mango.

—Pues tendrás que abrirlo con cuidado, aplastar bien el polvo en la pulpa y cerrar de nuevo la piel.

Hanna llamó a Anaka y le pidió que le llevara un mango. Acto seguido, realizaron juntas la operación y comprobaron que no quedaba ninguna huella.

—¿Eso es todo? —quiso saber Hanna.

—Tú debes rociarte el pubis con unas gotas de limón. Luego estarás lista para recibirlo.

Hanna se sonrojó cuando Felicia mencionó el limón. Y se sonrojó por la facilidad con que hablaba de aquello que para ella aún pertenecía al campo de lo innombrable.

—Eso es todo —aseguró Felicia—. El jeticheiro con el que he hablado ha curado a muchos hombres impotentes. Vienen a verlo de muy lejos. Incluso han cruzado el mar desde la India para convertirse de nuevo en hombres aptos para las cosas de esta vida. Pero me dijo que, si no funciona, cosa que sucede en ocasiones, existen otras medicinas más fuertes para despertar los instintos.

Puesto que la luna estaba menguante, no le quedó otro remedio que esperar. Attimilio siguió intentando unas cuantas veces consumar el matrimonio, pero sin conseguirlo. Después, cuando, resignado, se tumbaba de costado en la cama, Hanna le acariciaba muy despacio el pelo negro, que todas las mañanas dejaba una nueva mancha grasienta de gomina en la almohada. «Quererlo, lo que se dice quererlo, no lo quiero», pensaba Hanna. «Pero me inspira ternura. Me quiere bien. Jamás será un Lundmark en la cama, pero quizás un día, con la ayuda de Felicia, llegue a ser un hombre de nuevo».