Cada mañana salía a la azotea que coronaba la planta alta de la casa. Desde allí podía contemplar la ciudad y cómo se extendía por las lomas de las colinas, hasta las grúas del puerto, que ardían en la calina, y el mar azul salpicado de embarcaciones que aguardaban la llegada del río. Se había comprado un catalejo más potente que el que tenía. El senhor Vaz contrató a un ebanista para que construyera un trípode donde apoyarlo.
Hanna continuaba oteando el horizonte para divisar los buques, pero ya no lo hacía con la esperanza de avistar en el fondeadero alguno con bandera sueca. Ahora era más bien al contrario. Cada mañana temía descubrir allí una embarcación que pudiera llevarla a casa. Temía que, llegado ese día, empezaría a pensar que el barco había llegado demasiado tarde.
Attimilio, como aún le costaba llamarlo, salía de casa a las ocho todas las mañanas y se subía a uno de los coches de caballos, que lo conducía a la zona portuaria. Regresaba a mediodía, almorzaban juntos y luego él dormía la siesta, hasta que llegaba la hora de volver con las mujeres.
Hanna no tardó en comprobar que su nuevo matrimonio difería de un modo decisivo del tiempo que compartió con Lundmark. Ahora casi siempre estaba sola, mientras que Lundmark se encontraba cerca en todo momento a bordo del barco del capitán Svartman. Su nuevo marido la trataba con gran respeto y siempre con igual amabilidad, pero rara vez estaba en casa. Comía y dormía por las noches y no desistía de aquellos intentos fallidos por conseguir aquello que también Hanna, en gran medida para sorpresa suya, había empezado a echar de menos. Pero aparte de esto, no compartían nada más. Ella trataba a veces de indagar sobre su vida pasada, pero él contestaba con evasivas, si es que lo hacía. No se enfurecía ni tampoco parecían incomodarlo las preguntas. Sencillamente, no quería hablar. Hanna pensó que era como si se hubiera casado con un hombre sin historia.
Andando el tiempo, Hanna pensaría en aquella época como en un periodo de una ociosidad infinita. Apenas tenía nada que hacer, ninguna tarea de la que ocuparse. Un anciano negro, completamente sordo, cuidaba el jardín. Se llamaba Rumigo y contaba con la ayuda de uno de sus innumerables hijos. Hanna se quedaba a veces contemplando cómo trataba las flores, los árboles y los arbustos con sus dedos delicados.
Y en la casa estaba Anaka, que ya había servido en casa de los padres de Attimilio. Empezaba a hacerse mayor, pero trabajaba siempre con el mismo empeño, parecía no dormir nunca. Vivía sola en una cabaña situada en la parte posterior de la casa. Allí la veía Hanna en ocasiones, fumando en pipa antes de retirarse a descansar. Pero a las cuatro de la mañana, Anaka se despertaba de nuevo y a las seis les servía el desayuno.
Cuando Hanna se dirigía a Anaka, ésta se arrodillaba de inmediato. Attimilio le había explicado que aquel gesto no era necesariamente indicio de servilismo o de sumisión, sino más bien una tradición, un modo de demostrar respeto. A Hanna le costaba aguantar tanta genuflexión y trató de convencer a Anaka de que dejase de hacerlo. Cuando Attimilio le explicó que haría lo mismo ante un hombre negro de posición superior a la suya, Hanna capituló. Y las genuflexiones continuaron.
En la casa había otra mujer, una joven que, según Attimilio le explicó, era hija de la costurera de su madre. Tenía un nombre portugués, Julietta, y ayudaba a Anaka en todo aquello para lo que ésta no tenía tiempo o fuerzas. Hanna calculaba que Julietta tendría catorce o quince años.
Vivía los días como en un estado de semivigilia. Hacía un calor agobiante, de vez en cuando interrumpido por un aguacero fugaz. La mayor parte del tiempo se la pasaba abanicándose, sentada en alguna de las habitaciones en que la brisa marina entraba por las ventanas. Se decía que estaba esperando, aunque no sabía qué. A veces le sobrevenía la desagradable sensación de no ser necesaria en absoluto. Los criados negros hacían cuanto precisaba aquella casa. Su misión consistía en no hacer nada.
Attimilio le había advertido que no debía dudar y ser clara si se sentía insatisfecha con el trabajo de los criados. De vez en cuando, Hanna debía ponerse unos guantes blancos y pasearse por la casa pasando un dedo por los marcos de los cuadros y de las puertas para comprobar que todo estaba impecable.
—Si no los vigilas, no lo hacen bien —aseguraba Attimilio.
—Pero si esto siempre está limpio.
—Porque lo controlas. El día que dejes de hacerla, ellos dejarán de ser metódicos. Hanna no podía comprender ni aceptar los exabruptos de Attimilio contra los negros. Aún veía aquel miedo tras sus duras palabras, pero la presencia de Hanna en la casa no modificó su conducta.
Una noche, Attimilio llegó a casa tras un desagradable suceso acontecido en el burdel. Uno de los clientes había disparado un revólver y había herido superficialmente en el brazo a una de las mujeres. Entonces soltó una retahíla iracunda contra el país en el que vivía.
—Éste sería un buen continente —gritaba— si no vivieran en él tantos negros.
—Pero ¿no fue un blanco quien disparó? —objetó Hanna insegura.
El senhor Vaz no respondió, sino que se disculpó y se retiró a su despacho. A través de la puerta cerrada, Hanna oyó las marchas militares portuguesas en el gramófono. Cuando se agachó para mirar por la cerradura, lo vio recorrer airado la habitación blandiendo un sable. Hanna no pudo por menos de soltar una risita. El hombre que ahora era su marido parecía un soldadito de plomo. Uno de los soldaditos con los que vio que jugaban los hijos de Jonathan Forsman.
Pero enseguida la invadió un sentimiento de renovada preocupación. Se había convertido en lo mismo que las demás mujeres blancas de la ciudad: un ser ocioso, indolente, siempre abanico en mano.