40

Aquella noche, Hanna tomó la resolución de aceptar al senhor Vaz. Para ello fue decisivo el hecho de que no soportaba más la idea de seguir viviendo en viudedad. Además, se le ocurrió que tal vez un día llegase a sentir por él lo mismo que por Lundmark.

Al día siguiente, le dio su respuesta. El senhor Vaz no la acogió con sorpresa, sino más bien como si la considerase una formalidad que daba por supuesta.

Se casaron tres semanas después con una ceremonia sencilla celebrada en la vicaría, junto a la catedral. Tres personas a las que Hanna no conocía fueron los testigos. El senhor Vaz se había llevado además a Carlos, ataviado con su frac, aunque el sacerdote se negó a permitir que el mono asistiese al casamiento. De hecho, consideró la presencia del mono en el templo como una blasfemia. El senhor Vaz tuvo que ceder. Carlos se quedó esperando fuera durante la ceremonia, encaramado al campanario. Después cenaron en el hotel más elegante de la ciudad, que estaba en la cima de una colina y que tenía vistas al mar. Allí no hubo problema para que Carlos los acompañara, pues disponían de una sala privada.

Pasaron la noche de bodas en una suite del hotel. Hanna percibió al entrar un aroma a lavanda.

Cuando apagaron la luz, sintió en la cara la calidez del aliento de su nuevo marido. En un instante de desconcierto, fue como si Lundmark hubiese vuelto con ella. Sin embargo, no tardó en llegarle el olor a gomina del pelo negro de Vaz y tomó conciencia de que quien yacía a su lado era otro hombre.

Esperó a que pasara lo que tenía que pasar. Hanna se abrió, se preparó, pero el senhor Vaz, ahora Attimilio, no logró penetrarla. Lo intentó una y otra vez, pero le faltaban fuerzas, parecía tener la estaca de madera resquebrajada.

Finalmente, el hombre se dio media vuelta y se encogió como avergonzado.

Hanna se preguntó si habría hecho algo mal, pero cuando, al día siguiente, se armó de valor y le preguntó a Felicia, supo que lo ocurrido no era tan infrecuente. Llegado el momento, el senhor Vaz demostraría sin duda que poseía el vigor en el que se basaba su negocio. Sólo existía una amenaza real contra los prostíbulos: que un día, de pronto, todos los hombres se volvieran impotentes.

Hanna no comprendió con detalle la explicación de Felicia, pero al menos entendió que ella no era culpable de lo ocurrido.

Varios días más tarde se mudaron a la casa de piedra, ya amueblada. Había un piano magnífico y reluciente en una habitación que olía a mimosa y a otras hierbas desconocidas para ella.

Una noche, algunas semanas después de la boda, cuando Hanna estaba sola con la criada, tocó una tecla del piano y la prolongó pisando uno de los pedales.

Fue como si, en la penumbra de la habitación, pudiera recrear la figura de cuantos había dejado atrás. Jonathan Forsman, Berta, Elin, sus hermanos y el oficial al que había acompañado hasta la sepultura seis meses atrás.

Pero no podía decirse que experimentara melancolía o añoranza. Una corriente fría de horror atravesó el aire. Surgió de ninguna parte cuando el sonido del piano se extinguió. ¿Qué había hecho al unirse en matrimonio a un hombre al que apenas conocía?

No lo sabía, pero se obligó a pensar: «No puedo dar marcha atrás; ahora estoy aquí.

»Aquí, precisamente, y en ningún otro lugar».