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Varios días después de la declaración del senhor Vaz, se difundió por la ciudad el rumor de que habían avistado un iceberg imponente cerca de la costa norte y que ahora iba a la deriva rumbo sur, con las corrientes marinas. Hanna se lo oyó contar a Felicia, que, exaltada, se había quitado la escueta indumentaria que solía llevar y se había vestido con ropa de paseo más decente. Acababa de estar con un cliente, un maquinista de tren de la lejana Salisbury que visitaba el burdel dos veces al año. El maquinista sintió el mismo entusiasmo que Felicia y que todos los demás ante el rumor de la llegada del iceberg. El senhor Vaz ya se había marchado al puerto cuando Hanna bajó la escalera. Pero Judas, que era quien ahora llevaba el sombrero deshilachado, la esperaba junto al primer peldaño.

Las calles estaban llenas de gente que se dirigía a la playa o que trepaba monte arriba, para llegar a la parte más alta de la ciudad, con la esperanza de ver el iceberg antes que los demás.

Sin embargo, la montaña de hielo no apareció en el horizonte. Hacía un día caluroso y agobiante. Los curiosos oteaban expectantes los confines del mar, empapados de sudor bajo las sombrillas. Algunos se sintieron decepcionados al pensar que el iceberg ya se habría derretido bajo el peso del calor. Pero los mayores decían que, seguramente, el rumor habría nacido fruto de la invención de unos cuantos, como en tantas otras ocasiones. Nadie había visto jamás un iceberg. En cualquier caso, cada diez años aproximadamente circulaba la noticia y toda la ciudad se ponía en movimiento.

De camino al puerto, Hanna se dio cuenta de algo en lo que no había reparado con anterioridad. Los blancos transitaban las aceras y empujaban a todos los negros, hombre o mujer, que amenazaban con acercárseles demasiado.

Por un instante parecía que se le hubiese revelado otra sociedad que, como si estuviera en pruebas, volvía a desaparecer enseguida.

La misma noche en que el misterioso iceberg se convirtió en el recuerdo de una decepción que no tardaría en esfumarse del todo empezó a llover sobre la ciudad. Comenzó como una lenta llovizna que fue cobrando fuerza paulatinamente. Hacia las tres de la madrugada, el estruendo despertó a Hanna. La lluvia azotaba con violencia los tejados de latón. Se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia era un muro blancuzco que se recortaba sobre el fondo negro de la noche. Sin embargo, hacía el mismo calor que durante el día. Extendió la mano y dejó que el aguacero le sacudiese la piel igual que un látigo, y notó que el agua estaba muy caliente, como si hubiese empezado a hervir en su descenso a la tierra.

Finalmente, logró conciliar el sueño de nuevo, pero cuando se despertó al alba, comprobó que la lluvia caía con igual intensidad y que había inundado las calles.

Cuatro días persistió la lluvia. Cuando cesó de repente, ya había empezado a anegar el suelo de piedra del burdel, pese a que todos tuvieron que ponerse manos a la obra, coser sacos que llenaron de arena y guijarros para impedir el violento avance del agua. Puesto que habían cortado todos los accesos por tierra, sólo acudían al burdel los marineros. El senhor Vaz les negaba la entrada. Se hallaban en una situación de emergencia y el establecimiento permanecería cerrado un tiempo. Un joven que apareció chorreando y que lucía el uniforme de la marina francesa objetó que también él se hallaba en una situación de emergencia. El senhor Vaz y Esmeralda se compadecieron de él y le permitieron instalarse allí.

Una vez hubo cesado la lluvia, a la que sucedió una densa bruma de vapor, el aire se llenó del incesante aletear de hordas de insectos. Cerraron todas las ventanas y los espacios abiertos y sellaron las rendijas y ranuras. Cuando el vigilante de la puerta entraba a coger algo, Carlos se abalanzaba sobre él de inmediato y se comía todos los insectos que traía en el cuerpo. Los de color blanco se habían acomodado formando una especie de corona clara sobre la cabeza negra del vigilante. Y Carlos se los comía. Era obvio que, para el mono, aquello era una exquisitez.

Poco a poco, todo volvió a la normalidad. La gente empezó a salir despacio del encharcamiento. Les humeaba el cuerpo, como si también se hubiesen llenado de agua por dentro. Durante el alboroto causado por la noticia del iceberg y los días de lluvia persistente, el senhor Vaz no la molestó con preguntas sobre su declaración. Hanna tuvo tiempo de pensar mientras la lluvia azotaba la ciudad. El senhor Vaz había sido sincero, ni asomo de duda al respecto. Pero ¿quién era el senhor Vaz? ¿Quién era aquel hombre menudo que ostentaba una pulcritud irreprochable en el pelo, el bigote y las uñas, llevaba la ropa siempre planchada y era capaz de ponerse en evidencia y estallar en furibundos ataques de ira si se manchaba de café? «Es un hombre amable», se dijo Hanna. «Seguramente, me dobla con creces la edad. No me inspira nada de lo que había entre Lundmark y yo. Me infunde seguridad en este medio extraño, pero la idea de hacer el amor con él, de permitirle que entre en mi lecho, me resulta imposible».

Es decir, Hanna había resuelto que rechazaría la oferta cuando cesara la lluvia, cuando los insectos hubieran abandonado el lugar y el burdel abriera de nuevo sus puertas.

Y entonces huyó Carlos. Una mañana, el mono había desaparecido.

Ya había ocurrido con anterioridad, se ausentaba durante unas horas y se refugiaba en un mundo secreto del que nadie sabía nada. En la ciudad no había más chimpancé que Carlos, pero en ocasiones se presentaban en los parques grupos de babuinos en busca de alimento. ¿Iría Carlos en pos de su compañía?

En esta ocasión, sin embargo, el mono no regresó. Transcurrieron tres días, pero seguía sin aparecer. Las mujeres del burdel salieron a buscarlo. El senhor Vaz envió tras su pista a todo el que encontró. Incluso prometió una recompensa, pero nadie había visto al animal, ni cuando se marchó ni en el lugar al que hubiese ido.

Hanna se daba perfecta cuenta de que el senhor Vaz estaba muy afectado. Por primera vez desde que ella llegó vio que, tras la máscara de temple, mostraba preocupación y añoranza. Aquel espectáculo la conmovió y pensó que el hombre que la había pedido en matrimonio se encontraba, como ella, muy solo. Pese a hallarse rodeado de mujeres, se había encariñado con un mono perturbado que había ido a parar a sus manos por el impago de un cliente.

«Tal vez sea ésa la razón por la que ha huido Carlos», razonó Hanna para sus adentros. «Para que yo vea al senhor Vaz tal como es, con total claridad».

Pensó que le recordaba a su padre. Elin lo mantenía limpio, igual que el senhor Vaz cuidaba su cuerpo y su aspecto. En una de las habitaciones de la parte trasera del edificio en la que Hanna no había estado jamás tenía el senhor Vaz un baño, pero ella sabía que no permitía que nadie lo viese mientras se lavaba en la bañera esmaltada.

Lundmark no siempre era limpio. De vez en cuando, a Hanna le parecía una tortura compartir el lecho con él si no se había lavado como era debido.

Durante la ausencia de Carlos, Hanna aprendió a ver al senhor Vaz de otra manera. Tal vez no fuese el hombre que ella pensó en un principio.

Hasta que, un buen día, Carlos regresó. Hanna se despertó una mañana muy temprano al oír los gritos de júbilo en el piso de abajo. Se apresuró a vestirse y bajó para descubrir que el mono estaba sentado, rodeando con los brazos al senhor Vaz, que lo abrazaba fuertemente.

Cuando Carlos regresó, llevaba una cinta azul en el cuello. Nadie sabía quién se la había puesto ni dónde.

La huida y el inesperado regreso de Carlos constituirían siempre su secreto. Pero el animal parecía más que nada sorprendido por el alboroto y empezó a gritar, a manotear y a arrancar las cortinas, pues todos querían acariciarlo y no lo dejaban en paz.

Y no se serenó hasta que dejaron de prestarle atención.