Fue idea de Berta. Como de costumbre, ella era la promotora de las propuestas más atrevidas e inesperadas.
—Tenemos que hacernos una fotografía —le dijo—. Antes de tu partida. Me temo que se me olvidará tu cara. Y me temo que se me olvidará nuestro aspecto.
Hanna sintió enseguida una gran preocupación. Jamás había estado en un estudio fotográfico, no sabía cómo sería aquello. Pero Berta desoyó sus objeciones. Por otro lado, tanto ella como Hanna, al igual que los demás sirvientes, acababan de recibir un presente de Forsman, quien, con motivo del vigésimo quinto aniversario de la empresa mercantil que administraba, quiso mostrarse generoso con sus empleados.
Y una tarde de primavera, cuando los días empezaban a ser más largos, emplearon en ello unas horas de libertad. El fotógrafo Dunn tenía el estudio en la plaza Stora. Ellas llevaban sus mejores ropas, se habían lustrado los zapatos, y el fotógrafo les indicó una mesa y una silla. Detrás de ellas se veía una estatua blanca de escayola que representaba a un matador de dragones espada en ristre. El fotógrafo, que era danés y hablaba un sueco inextricable, le dijo a Berta que se sentara y colocó a Hanna detrás, junto al hombro de su amiga. A fin de otorgar a la instantánea coherencia y armonía puso en la mesa un jarrón con flores de papel.
Las flores de papel que Zé llevaba en la mano cuando se inclinó ante Deolinda le trajeron aquel recuerdo.
Tumbada en la cama, contempló la fotografía. Les dieron dos copias, una para cada una. Berta sonreía al fotógrafo, en tanto que Hanna había adoptado una expresión más seria. Trató de imaginarse qué habría hecho Berta de ser ella la que estuviese tumbada en aquella cama de la planta alta de un burdel africano, encubierto como un hotel. Pero la foto no hablaba, Berta la miraba muda.
Dejó la fotografía sobre su torso desnudo, que ya había empezado a secarse. «Jamás me habría esperado algo así», pensó. «Cuando Elin me dijo que debía partir hacia la costa y buscarme el sustento, jamás imaginé lo que sucedería». ¿Sería aquella reflexión la prueba de que Hanna se había convertido en una mujer adulta? ¿Sería el gran secreto, precisamente, la certeza de que uno jamás sabía lo que le esperaba al romper con todo y abandonar lo conocido y lo cotidiano?
«Elin no puede verme ahora», se dijo. «Ni Berta, ni tampoco mis hermanos. Vivo en un mundo que compartimos únicamente en la medida en que es inaprehensible, no sólo para ellos, sino también para mí, que me hallo inmersa en él».
Se adormiló tras haber retirado el cerrojo de la puerta. Laurinda no tardaría en presentarse allí con la bandeja de la cena. Habían acordado que, cuando Hanna no acudiese a la mesa un tanto apartada que el senhor Vaz le había asignado, Laurinda le subiría la bandeja a la habitación. Precisamente aquella noche había pescado frito, muy aceitoso, que Hanna había ingerido con anterioridad tras hacer verdaderos esfuerzos. Lo intentó de nuevo, pero apartó el plato y se comió el medio coco y las rodajas de piña que constituían el postre.
Cuando Laurinda regresó para retirar la bandeja, Hanna trató de retenerla. Cada vez que la veía, la invadían remordimientos por la bofetada que le había propinado. Pensaba que podía expiar en parte su desmán mostrándose amable y hablando con ella. Pero también había momentos en que necesitaba alguien con quien conversar. Tras numerosos intentos y un alarde de paciencia consiguió que Laurinda no respondiera a sus preguntas sólo con monosílabos. A veces lograba arrancarle historias completas.
Pero no hubo manera de que Laurinda se sentara. Siempre se quedaba de pie. Era incapaz de sentarse cerca de una mujer blanca.
Ya al principio de su estancia en O Paraiso, Hanna advirtió el pequeño tatuaje que Laurinda tenía en el cuello, cerca de la clavícula. Muchos de los marineros del Lovisa llevaban tatuajes. Incluido Lundmark, su marido, que lucía un ancla tatuada con una rosa roja en el brazo izquierdo. Pero Hanna no había visto jamás uno en aquella zona, junto a la clavícula, ni habría imaginado nunca que las mujeres se tatuaran.
No había conseguido dilucidar qué representaba el de Laurinda. ¿Un perro, tal vez?
Y ya no quiso esperar más. Le hizo a Laurinda una seña para que dejase la bandeja en la mesa y le señaló el tatuaje que se atisbaba debajo de la blusa.
—¿Qué es?
—Una hiena que amamanta a sus crías —respondió Laurinda.
La joven sirvienta comprendió que Hanna no sabía qué clase de animal era la hiena, que quizá ni siquiera supiera que se trataba de un animal, de modo que se levantó y se dirigió a un cuadro que había colgado en la pared. Los días que Hanna pasó sin salir de la habitación se dedicó a estudiar el cuadro, en el que habían plasmado una visión romántica de los distintos animales propios de la sabana.
Laurinda señaló uno de ellos.
—La hiena —repitió—. La noche que nací se oyó su risa. Mi padre, que la oyó en la oscuridad, le dijo a mi madre que la hiena me había dado la bienvenida al mundo, que su risa me había aportado el primer alimento.
Luego refirió sin vacilar, como si hubiese estado esperando el momento adecuado, lo que sucedió la noche que nació. Hanna no comprendía todo lo que le decía Laurinda, que tenía que repetir y que ayudarse de las manos o emitir varios sonidos, hasta que Hanna entendía.
Y también imitó el sonido de la hiena, un sonido como una risa.
—Yo fui el primer hijo de mis padres —explicó Laurinda—. No sé cuántos años tengo, pero, antes de morir, mi tío paterno me dijo que había nacido el año en que los cocodrilos proliferaron de tal modo en el río que terminaron devorándose unos a otros. El mismo año en que el flamenco perdió el color rosa y se volvió blanco por completo. Fue un año en que se produjeron muchos acontecimientos insólitos. Mis padres vivían a orillas de un afluente del gran río Zambeze, en un poblado donde todos cultivaban su propio terreno, todos tenían una choza, cabras y una sonrisa para todo aquel con quien se cruzaran a lo largo de la jornada. Crecí en un mundo que consideraba inmutable. Pero un día, cuando ya tenía tres hermanos pequeños y había crecido lo suficiente para poder ayudar a mi madre en el campo, llegaron al poblado unos hombres blancos. Llevaban la barba muy larga y la ropa manchada de sudor, y parecían detestar el calor del sol y tener mucha prisa. Iban armados, le mostraron al jefe del poblado unos documentos con muchas letras escritas y, unas semanas más tarde, nos sacaron de allí unos soldados que actuaban a las órdenes de los hombres blancos. Pensaban convertir nuestros huertos en una gran plantación de algodón. Quienes quisieran quedarse y trabajar en el nuevo cultivo podrían hacerla. A los demás los expulsaron de allí. Mi padre, que se llamaba Papadjana, era un hombre que rara vez se dejaba abatir y vencer ante las dificultades. Y aquellos hombres blancos y su campo de algodón constituían una dificultad de las grandes, pero tampoco en esa ocasión pensaba él dejarse avasallar. Habló con los hombres blancos y dijo que ni tenía intención de marcharse, ni de trabajar recogiendo algodón. Que, dijeran aquellos documentos lo que dijeran y por numerosos que fueran los soldados, él estaba decidido a no moverse de allí. Cuando se dirigió a los hombres blancos, les habló en voz bien alta, y todos los habitantes del poblado, que se habían agolpado a su alrededor, se fueron animando a mostrar su ira contenida al ver que uno de ellos no tenía miedo. Ignoro lo que ocurrió después, pero llegaron más soldados y, una mañana, mi madre me contó llorando que habían encontrado a mi padre flotando en las aguas del río, muerto, destrozado a cuchilladas. Era al alba, muy temprano. Yo estaba tumbada en la estera, en la oscuridad de la choza, y ella se inclinó sobre mí para contármelo. Me dijo que debía irme a la ciudad, que no podía quedarme en el poblado. Ella se marcharía con mis hermanos pequeños hacia el interior del país, donde vivían sus padres. Pero yo debía marcharme rumbo al mar y a la ciudad. No quería irme, pero ella me obligó.
Laurinda enmudeció de pronto, como si los recuerdos le resultaran demasiado dolorosos. Hanna guardaba silencio y pensó que lo que Laurinda acababa de contarle le recordaba en cierto modo a su propia existencia. Ambas procedían de un mundo que ponía en fuga a las mujeres, hacia la ciudad y hacia el mar, para que buscaran trabajo y pudieran sobrevivir.
—Llegué a la ciudad —continuó Laurinda cuando por fin rompió el silencio—. Todos estos años he estado pensando que, un día, volvería a buscar a mi madre y a mis hermanos. A veces, por las noches, cuando estoy durmiendo, sueño que la hiena que llevo tatuada se libera y se lanza a la búsqueda. Y que al alba, cuando regresa, se echa a dormir de nuevo en mi piel. Un día encontrará a mi madre y a mis hermanos.
Laurinda recogió la bandeja y salió de la habitación. Hanna se tumbó en la cama y pensó en lo que acababa de oír. ¿Qué animal dejó escapar su grito la noche en que ella nació?
Oyó unos golpecitos en la puerta. Al abrir comprobó que se trataba del senhor Vaz. Iba muy elegante, vestido con un frac y un sombrero de copa bajo el brazo. Carlos estaba a su lado, con las piernas encogidas, también luciendo un frac.
El senhor Vaz hizo una leve inclinación.
—He venido a declararme —anunció.
En un primer momento, Hanna no comprendió a qué se refería. Al cabo de un instante, sin embargo, entendió que lo que el senhor Vaz le estaba proponiendo era que se casara con él.
—Ni que decir tiene que no preciso una respuesta inmediata —prosiguió el hombre—. Pero ya sabe cuál es mi deseo.
Dicho esto volvió a inclinarse, se dio media vuelta y se marchó de nuevo en dirección a la escalera.
De repente, Carlos empezó a saltar y a gritar mientras trepaba a la lámpara después de haberle arrebatado el sombrero al senhor Vaz.
Hanna cerró la puerta, al otro lado de la cual se oía el caos que se había desatado. Carlos estalló en uno de sus raros ataques de rebeldía, que fue apagándose despacio hasta desaparecer por completo. Después de aquellos accesos, lo castigaban siempre encerrándolo varios días en una jaula. Y como el mono odiaba la jaula más que nada en el mundo, solía mostrarse dócil cuando lo soltaban.
Hanna se tumbó en la cama a reflexionar sobre lo que le había dicho el senhor Vaz.
Se sentía como si estuviera cayendo en una trampa. Aunque aún podía marcharse de allí y desaparecer.
Al día siguiente bajó temprano al puerto para ver qué embarcaciones había en el muelle o en el fondeadero. Cuando salió a la calle, vio que quien llevaba ahora el sombrero destrozado de Vaz era el vigilante, que siempre estaba durmiendo.
Se le acababa el tiempo. Hanna empezaba a sentir la urgencia.