El afinador de pianos se llamaba José, aunque todos lo llamaban Zé, y era hermano del senhor Vaz. Hanna lo descubrió al cabo de un tiempo en el burdel. Por más que examinaba a los dos hombres, era incapaz de advertir semejanza alguna entre ellos. Pero Zé le explicó que era del todo cierto, que tenían los mismos padres. Aunque Hanna no tardó en comprender que Zé era algo retrasado, no halló razón para dudar de aquello. Y ¿por qué iba el senhor Vaz a permitir que anduviese afinando el piano día tras día, si no tenía un motivo especial? El senhor Vaz se hacía cargo de su hermano puesto que sus padres ya no vivían.
El senhor Vaz quería a su hermano, lisa y llanamente. Hanna advertía conmovida la ternura con que lo trataba. Lo había visto con sus propios ojos, cuando algún cliente se quejaba del ruido constante de los acordes, el senhor Vaz lo echaba a la calle y no lo dejaba regresar jamás. Zé tenía permiso para afinar el piano y para limpiar las teclas siempre que quisiera.
Claro que había excepciones. Cuando alguien de Sudáfrica particularmente relevante, hombres del Gobierno o autoridades eclesiásticas acudían al local, Vaz se llevaba a su hermano disimuladamente a la habitación que había detrás de la cocina, donde Zé tenía la cama. Y por la hermosa Belinda Bonita, que siempre estaba al corriente de cuanto sucedía en el burdel, supo Hanna que también allí había un viejo piano. Conservaba las teclas, pero no tenía cuerdas.
De modo que, en su habitación, Zé afinaba un piano mudo. Zé vivía en su propio mundo. Era unos años mayor que su hermano, rara vez hablaba a menos que le dirigiesen la palabra, afinaba las teclas del piano o se quedaba en silencio sobre ellas, como esperando algo que nunca sucedería. Era, se decía Hanna, como un reloj cuyo ritmo regular nada llegaba a interrumpir.
Aunque aquello no era del todo cierto, como comprendió Hanna el día que hizo cuatro meses que se encontraba en el burdel. Como de costumbre, había estado en el puerto junto con su robusto escolta en busca de algún barco con bandera sueca. Pero tampoco aquel día vio ninguno. Le había comprado un catalejo a un comerciante hindú que también vendía cámaras y gafas. Gracias a las lentes de aumento, Hanna podía cerciorarse de que ninguna de las embarcaciones del fondeadero llevaba la bandera de su país natal. Y cada día, al volver, se marchaba con una sensación de decepción y de alivio. De decepción, porque Hanna quería volver a casa de verdad; de alivio, porque la angustiaba la idea de subir de nuevo a un barco.
Tan pronto como llegó a O Paraiso notó que Zé no se encontraba en el lugar habitual, junto al piano, pero cuando iba a preguntar dónde se había metido, él hizo su entrada. Las mujeres que se encontraban ociosas en los sofás o ante las mesas de billar, lanzando bolas de un lado a otro con indolencia, estallaron en risas y aplausos cuando apareció. Había cambiado el habitual traje oscuro y arrugado por uno blanco. En lugar de aquella gorra mugrienta que solía llevar encajada hasta las orejas, se había puesto un salacot similar al que usaba su hermano. Además, lucía una camisa blanca de cuello alto y una pajarita negra artísticamente anudada. Sostenía en la mano un ramillete de flores de papel y se colocó ante una mujer llamada Deolinda, a quien todos llamaban A Magrinha, puesto que era muy delgada, con el pecho totalmente plano y sin rastro de formas femeninas.
Alguna que otra vez, Hanna se había dedicado a observarla a hurtadillas preguntándose cómo podría una mujer como ella atraer a ningún hombre. Se resistía a pensarlo, pero le resultaba imposible no hacerlo: Deolinda era fea. A Hanna le daba la impresión de que todo su escuálido ser irradiaba dolor y padecimiento. Y, sin embargo, tenía clientes, Hanna lo sabía, los había visto con sus propios ojos. La sola idea le resultaba repugnante: imaginar a A Mag rinha en la cama con alguno de los hombres blancos que frecuentaban el burdel. Pese a todo, por lo visto tenía algo que los atraía y que despertaba su deseo.
Zé le hizo una breve reverencia y le entregó el ramillete de flores de papel. Deolinda se levantó, lo agarró del brazo y lo llevó a su habitación, la última del pasillo, en la que recibía a los clientes. En el trayecto hasta la habitación, los acompañó la alegría de las risas y otra salva de aplausos, hasta que la ociosa indolencia se apoderó nuevamente de la sala.
Existía un espacio de tiempo, un par de horas al final de la tarde, en que, a decir verdad, nada sucedía en el burdel. Rara vez, por no decir nunca, aparecían clientes. Las mujeres dormitaban, se pintaban las uñas, se confiaban secretos con voz susurrante.
A excepción de Felicia, ninguna de las mujeres negras le dirigía la palabra a Hanna a menos que ésta les preguntase o les pidiese algún servicio. El senhor Vaz le había explicado que las mujeres de su casa no sólo se encontraban allí para satisfacer a los clientes que acudiesen a su establecimiento, sino que, además, debían estar dispuestas a atender a los clientes del hotel. Hanna ignoraba aún cómo la veían aquellas mujeres; la saludaban, sonreían, pero jamás se le acercaban. Tampoco entendía qué implicaba exactamente su obligación de servir a los huéspedes del hotel. La única que se alojaba en él era Hanna.
Se acomodó en un sofá de rincón, junto a Esmeralda, la mayor de todas las mujeres, con cara de pajarilla y con los dedos más largos que Hanna había visto en su vida.
Se hizo un denso silencio. En efecto, era la primera vez que se sentaba tan cerca de una de las mujeres negras.
Señaló el pasillo por el que se habían marchado Deolinda y Zé.
—¿Pareja? —preguntó. Esmeralda asintió.
—Pareja —respondió—. A veces se despierta en él ese anhelo. Entonces se olvida del piano. Una vez cada dos meses, más o menos. Se cambia de ropa y siempre es Deolinda la elegida para satisfacer su deseo. Hanna habría querido seguir preguntando, entre otras razones, para cerciorarse de que había comprendido bien las palabras de Esmeralda, pero ésta se levantó muy digna: por lo que a ella se refería, la conversación había terminado. La mujer se encaminó a su habitación meneando armoniosamente las caderas.
Hanna hizo lo propio y se marchó escaleras arriba. No necesitaba volverse para saber que las nueve mujeres que allí quedaban la siguieron con la mirada. «Nos miran cuando les damos la espalda», pensó. «No temen mirarse entre sí, pero sí temen nuestros ojos tanto como nosotros los suyos».
Una vez dentro cerró la puerta, echó el pestillo y se quedó con el torso desnudo. Luego se lavó con un paño de hilo y agua fría. Se lamió el brazo y notó el sabor salado a sudor. Luego se tumbó en la cama y cerró los ojos. Pero casi de inmediato se incorporó de nuevo. Acababa de recordar algo en lo que no había pensado desde que dejó Suecia en la embarcación que, a aquellas alturas, ya debía de haber llegado a Australia con su carga de madera.
Sacó el libro de salmos con herrajes de plata en el que escondía las monedas de oro que le dio Forsman. Entre las hojas había también una fotografía en blanco y negro. En ella aparecían Berta y ella y se la habían hecho en Sundsvall, en el estudio de Bemard Dunn.