Dejó la bandeja en el suelo, a la puerta de la habitación, y echó el pestillo. Se quitó la ropa y se tumbó desnuda en la cama. Las cortinas que cubrían las ventanas no se movían un ápice. Yacer así, desnuda, entrañaba algo de pecaminoso, se dijo. «Pecaminoso, sí, puesto que no hay aquí hombre alguno que me desee, ninguno al que yo permita que se acerque». Se cubrió con la sábana para taparse el cuerpo, pero se arrepintió. Allí no había nadie escondido que pudiera verla. Y si en algún lugar existía un dios que todo lo veía sin que se lo viese a él, a buen seguro que permitiría que alguien se tumbase desnudo con aquel calor asfixiante.
Aquella noche se mantuvo largo rato despierta pensando en el miedo que creyó advertir en los ojos del senhor Vaz. Un miedo que ella jamás había detectado en la mirada de su madre o de su padre. Existían las autoridades, pero no tenían por qué ser temibles si uno se supeditaba a su mandato. Allí, en cambio, era diferente. Allí todos tenían miedo, aunque los blancos intentaran ocultarlo bajo una fachada de calma y de autodominio, o de ataques de cólera premeditados.
Hanna pensaba: «Y mi miedo, ¿dónde está? ¿Acaso no lo siento, o será que no tengo nadie a quien temer? ¿Que estoy totalmente sola?».
El mundo de la soledad. Jamás aprendería a soportarlo. Se había criado como un ser humano que compartía su vida con otros. Nunca sobreviviría en un mundo como aquél.
Precisamente aquella noche lamentó haber huido del buque. De haber continuado el viaje a Australia, tal vez la sensación de lo insoportable se habría atenuado hasta desaparecer. Después de todo, reinaba a bordo una hermandad de la que ella formaba parte. Allí, en cambio, era como un insecto que batía de manera febril las alas encerrado en un vaso que alguien hubiese colocado boca abajo.
Pero la sensación terminó por extinguirse. Hanna sabía que hizo lo que debía hacer. De haber continuado en el barco, quién sabe si no habría acabado arrojándose por la borda. La presencia espectral de Lundmark la habría abocado a la locura.
Estaba a punto de dormirse, aún desnuda bajo las sábanas, cuando oyó el repiqueteo de las gotas en el tejado de latón. El tintineo fue arreciando hasta dar paso al tronar de la lluvia del trópico. Se levantó y apartó la cortina. Bajo aquella lluvia intensa desaparecían los mosquitos y podía dejar que el aire entrase libremente y refrescase la habitación.
Al otro lado de la ventana reinaba la oscuridad. La lluvia ahogaba todos los sonidos. Del sótano no se oían ni el gramófono ni las voces de los clientes.
Sacó la mano y dejó que la lluvia le repiquetease en la piel. «Tengo que irme a casa», se dijo de nuevo. «No soporto vivir aquí, rodeada de tanto miedo y de una soledad que me asfixia».
Se quedó junto a la ventana hasta que la lluvia, intensa pero breve, cesó por completo. Entonces dejó caer la cortina y regresó a la cama y se tumbó sin taparse con la sábana.
Al día siguiente, y muchos días después de aquél, bajó al puerto en busca de algún barco con bandera sueca que hubiese atracado en el muelle o que aguardase en el fondeadero. Siempre iba en compañía de Judas, que la protegía en silencio a unos pasos de distancia.
Octubre de 1905. Hanna espera.