El senhor Vaz era de baja estatura y no demasiado fuerte, pero la cólera le impidió dudar a la hora de agarrar a Prinsloo por el cuello de la camisa, arrastrarlo fuera de la habitación y empujarlo luego escaleras abajo. Los gritos de la planta alta habían despertado a las prostitutas que estaban durmiendo. Muchas de las mujeres no se caían bien. Rara vez, aunque en ocasiones sucedía, llegaban a pelearse, pero cuando el peligro y la amenaza procedían de fuera, siempre actuaban unidas.
Así que ahora se apostaron junto a la escalera mientras Prinsloo bajaba dando tumbos. El senhor Vaz lo seguía de cerca, seguido a su vez de Judas y, en último lugar, de Carlos, que aún mordisqueaba el pañuelo blanco de Prinsloo.
El senhor Vaz se detuvo en el último escalón y observó a Prinsloo, que se había dado un golpe en la cabeza y le sangraba una ceja y la mano en que le había mordido Carlos.
—Lárgate. Y no vuelvas nunca por aquí. Prinsloo se apretó la ceja con la mano con una expresión que indicaba que no había entendido del todo las palabras de Vaz. Pero enseguida se levantó con paso vacilante e hizo un gesto amenazador hacia las prostitutas que lo rodeaban antes de dar un paso hacia el senhor Vaz.
—Ya sabes que suelo traer aquí a mis amigos —le dijo—. Echarme a mí es tanto como echarlos a ellos.
—Pues les explicaré encantado por qué no quiero verte por mi establecimiento.
Prinsloo no respondió. Seguía sangrando. De repente, lanzó un rugido y se dobló por la cintura, como afectado por un intenso dolor repentino.
—¡Agua! —gritó—. ¡Agua caliente! Tengo que limpiarme la sangre.
El senhor Vaz le indicó por señas a una de las mujeres que fuese a buscar agua mientras que las demás, a las que despachó con un gesto de la mano, se marcharon en silencio a sus habitaciones. Prinsloo se sentó en el borde de un sofá. Cuando la sirvienta se acercó con una palangana esmaltada, se limpió cuidadosamente la sangre de la frente y de la mano.
—Hielo —pidió después.
El senhor Vaz se encaminó personalmente a la cocina y sacó de la nevera dos buenos trozos de hielo que envolvió en una toalla. Prinsloo se aplicó el hielo en las heridas. Cuando dejó de sangrar, se levantó, se abotonó la camisa, se puso los calcetines y los zapatos y se marchó.
Había dejado los trozos de hielo y las toallas en el suelo, junto al sofá. El senhor Vaz los llevó a la cocina antes de subir y llamar a la puerta de la habitación número 4. Cuando oyó la voz de Hanna, abrió y entró. La halló sentada en el borde de la cama y vio que se había quitado la camisa desgarrada y se había puesto una nueva.
El senhor Vaz la examinó esperando ver indicios de llanto, pero no encontró ni rastro. Luego, se sentó en la única silla que había en la habitación.
No dijeron nada, pero Hanna pensó que era como si se estuviera excusando por lo ocurrido.
Cuando por fin se levantó y salió con una reverencia, Hanna se había reafirmado en su convicción de que debía abandonar aquella ciudad cuanto antes.
África la aterraba, llena como estaba de gente con la que no se entendía.
Tenía que marcharse de allí. Aun así, no lamentaba haberse bajado del barco del capitán Svartman. Cuando lo hizo, era lo único correcto. Pero, y ahora, ¿qué era lo correcto en ese momento?
No lo sabía. No tenía la respuesta.
Pensó: «El río negro sigue corriendo en mi interior. Aún no lo ha cubierto el hielo».