31

El senhor Vaz iba sin peinar. Los gritos de Hanna debieron de arrancarlo del sueño, pero, aunque estaba adormilado, comprendió enseguida qué ocurría. El hombre, un bóer llamado Fredrik Prinsloo, que yacía en el suelo medio desnudo, con las uñas de los pies largas y retorcidas como las de un gato, llevaba años causando problemas cada vez que visitaba O Paraiso. Ahora se debatía en un intento desesperado por zafarse del mono, que le arañaba y le destrozaba la ropa.

El senhor Vaz gritó una orden. Carlos soltó enseguida al tipo y se plantó de un salto en la cama de Hanna. Llevaba en la mano un pañuelo que había logrado arrebatarle a Prinsloo, quien ahora sangraba en el suelo.

Fredrik Prinsloo pertenecía a una de las primeras familias que en su día emigraron de Europa a Ciudad del Cabo. Se había convertido en un gran terrateniente de la provincia de Transvaal y, además, se había especializado en organizar safaris para cazadores americanos adinerados. Entre sus clientes se encontraba el entonces presidente Theodore Roosevelt, un pésimo tirador que, a pesar de todo, lograba abatir con la ayuda discreta de Prinsloo una cantidad infinita de búfalos, leones, leopardos y jirafas.

El senhor Vaz había oído hasta la saciedad la historia del presidente americano, en las muchas conversaciones que se había visto obligado a mantener con Prinsloo. Pero pese a los alardes del bóer, no podía tratarlo de forma irrespetuosa. Prinsloo no era sólo un cliente habitual, sino que, por si fuera poco, recomendaba a sus amigos que visitaran precisamente el establecimiento de Vaz siempre que sintieran el deseo de ejercitarse en las prácticas eróticas con mujeres negras. Puesto que el senhor Vaz sabía que el bóer siempre acababa en trifulcas con otros clientes, recurría a un truco cada vez que Prinsloo anunciaba una de sus visitas: sacaba un letrero que colgaba en la puerta y en el que podía leerse que el local estaba cerrado por una «celebración privada». Lo cual no significaba ni más ni menos que el senhor Vaz controlaba y limitaba personalmente el número de clientes de aquella noche.

A propósito de esas celebraciones circulaban por las calles de la ciudad rumores terribles sobre orgías sin igual en las que los parroquianos se entregaban a actividades que ninguna persona decente podía imaginar siquiera. El senhor Vaz conocía aquellas fábulas a la perfección y sabía que generaban en torno a O Paraiso un aura mágica que incrementaba su atractivo y, en consecuencia, sus ingresos.

Sin embargo, también estaba al corriente de que Prinsloo era capaz de tratar a las mujeres negras haciendo gala de una brutalidad extrema. Para un hombre como él, la piel negra era una cáscara que cubría el analfabetismo, la ignorancia y la pereza; pero que, además, equiparase tal desprecio con un odio a ratos incontenible era algo que Vaz no comprendía. ¿Por qué tanto odio? Nadie sentía odio por los animales, a excepción de las serpientes, las cucarachas y las ratas. Después de todo, los negros no tenían colmillos venenosos. Comoquiera que fuese, Vaz había abordado el tema con Prinsloo en alguna ocasión, pero se había retirado rápidamente ante la reacción muda e iracunda del bóer.

Prinsloo era, además, un hombre impredecible. Podía actuar como un ser magnánimo y amable, pero había un punto donde todo en él viraba en otro sentido. Entonces empezaba a tratar a las prostitutas y a la servidumbre con un encono tal que a todos asustaba. El senhor Vaz había advertido a sus más fieles servidores que le avisaran de inmediato cuando Prinsloo sufriera uno de aquellos ataques. En varias ocasiones y sin motivo aparente se había puesto a azotar con el látigo a la prostituta negra con la que se estaba acostando en aquel momento. Entonces, el senhor Vaz solía intervenir con ayuda del gigantesco vigilante, al que, por alguna razón, habían bautizado con el nombre de Judas. Aunando esfuerzos, lograban apartar de las manos de Prinsloo a la prostituta desnuda y ensangrentada. El bóer jamás oponía resistencia, pero tampoco daba muestras de arrepentimiento. Era como si aquello no fuese con él. Prinsloo no compensaba a la mujer apaleada con ninguna gratificación, y tampoco dudaba en requerir de nuevo sus servicios cuando volvía.

Pero, a ese respecto, el senhor Vaz había marcado un límite. Nadie que hubiese sufrido los brutales ataques de Prinsloo tenía por qué acostarse con él de nuevo. Sencillamente, le decía que la mujer estaba ocupada con otros clientes y que así seguiría los tres o cuatro días que Prinsloo permaneciese en O Paraiso. Vaz ignoraba si Prinsloo adivinaba o no la estratagema, pero en cualquier caso se veía forzado a elegir entre las demás mujeres, y todos estaban siempre preparados por si empezaba a maltratar a la que estuviese satisfaciendo sus deseos en cada momento.

El senhor Vaz cavilaba sobre aquel odio. Le resultaba incomprensible y aterrador. Era como si lo estuviese previniendo de algún peligro. De algo que él desconocía sobre sí mismo.

En el momento en que, medio dormido en el umbral de la puerta, vio a Prinsloo semidesnudo delante de la mujer blanca con la blusa desgarrada, comprendió que aquello había ido demasiado lejos. Prinsloo no vacilaba a la hora de emplearse con un huésped del hotel que, por si fuera poco, era una mujer blanca. El senhor Vaz ya no podía mostrarse permisivo con él. Tomó aquello como un ultraje personal.

Y no había para él nada peor, cuando lo ultrajaban sentía que la muerte ponía a prueba su resistencia.