30

La flor azul del jacarandá aún seguía viva, flotando en un cuenco de agua, cuando sucedió algo que vino a cambiar la vida de Hanna, una vez más.

Era muy temprano aquella mañana en que bajaba la escalera, por fin recuperada aunque aún triste por la muerte de Lundmark, que la atormentaba sin cesar.

Un hombre blanco descalzo y con la camisa desabotonada, aunque tocado con un sombrero, dormía en un sofá. Las mujeres que trabajaban en el burdel habían desaparecido, dormían en sus habitaciones, solas o con clientes que habían comprado su tiempo. Carlos, el chimpancé, era el único que estaba despierto. Se había encaramado a la lámpara del techo, en donde se balanceaba despacio a un lado y a otro mientras seguía vigilante los movimientos de Hanna.

Tampoco se veía al senhor Vaz. Pese a que las persianas estaban subidas y las ventanas abiertas, Hanna percibió a su alrededor un olor rancio a puros habanos y a alcohol. El hombre negro que vigilaba el portón dormitaba fuera a la sombra.

Hanna se colocó ante la puerta abierta que daba a la calle, con sigilo, para no despertar al guarda durmiente. Unos hombres negros que tiraban de un carro cargado con depósitos de letrinas se detuvieron al verla y se la quedaron mirando. Hanna se apresuró a entrar de nuevo. Cuando oyó el traqueteo del carro que se alejaba, volvió a la puerta. Se repitió la misma escena, aunque ahora con dos hombres blancos que llevaban sombrero de paja y maletín de piel y que se pararon en seco para observarla. Por segunda vez, Hanna se alejó de la puerta.

¿Tendría algo raro su indumentaria? Se puso ante uno de los numerosos espejos altos que colgaban de las paredes. Iba vestida de blanco, llevaba un pañuelo marrón sobre los hombros y tenía el pelo, como de costumbre, recogido en un moño bajo. Comprobó que había adelgazado mucho, que estaba muy pálida. Por primera vez en la vida lucía la misma piel de su madre, blanca como la leche. Pero tenía las facciones de su padre. Era a él a quien veía al mirarse en el espejo. Era como si se le estuviera acercando hasta que, al final, lo tuviese allí mismo, con la cara al lado de la suya.

La idea la entristeció, y se habría echado a llorar de no ser porque, en aquel preciso momento, se abrió una puerta a sus espaldas. Al volverse vio entrar en la habitación a un hombre jorobado, de baja estatura, casi parecía un enano. El hombrecillo andaba cojeando y, a cada paso que daba, se le encogía el cuello. Hanna cayó en la cuenta de que se trataba del afinador de pianos, al que hasta aquel instante sólo había visto sentado ante el instrumento. Iba caminando con cuidado por entre las sillas y los sofás. Se detuvo un segundo al tropezar con el pie desnudo del que dormía, antes de llegar al piano. Una vez allí, se sentó, levantó la tapa y acarició las teclas con las manos, como si estuviera acariciando la piel de una mujer o la de un niño. Hanna lo observaba inmóvil, recordó el piano de Forsman y pensó de repente que volvería a casa tan pronto como le fuera posible. Aquél no era su hogar y jamás llegaría a serlo.

De pronto, el hombre del piano se volvió hacia ella.

Dijo algo que Hanna no comprendió y, al ver que no contestaba, se lo repitió.

Entonces, Hanna empezó a hablarle en sueco. El silencio no era ningún idioma. Le explicó quién era, le dijo su nombre y le habló del barco en el que había llegado y del que luego decidió huir.

Hablaba sin cesar, como si temiera que alguien viniese a interrumpirla. El hombre del piano no se movía.

Cuando Hanna guardó silencio, él asintió despacio. Como si hubiera entendido lo que acababa de contarle.

Se volvió de nuevo hacia el piano, sacó del bolsillo la llave de afinar y empezó tecla a tecla. Hanna tuvo la sensación de que trataba de hacerla con el mayor sigilo posible, para no despertar a quienes aún dormían.

El hombre que yacía en el sofá se incorporó adormilado, pero se sobresaltó al ver a Hanna y se quedó mirándola sin dar crédito. Luego intentó hablar con ella. Hanna meneó la cabeza y se encaminó a la escalera para volver a su habitación. Una vez allí, se sentó en la cama, sacó las libras esterlinas que llevaba en las enaguas y las contó. Comprendió que la suma que le quedaba bastaría para regresar a Suecia. Tal vez ni siquiera tendría que trabajar, sino que podría viajar en algún barco como un pasajero más.

Oyó unos golpecitos en la puerta. Hanna se apresuró a recoger los billetes y los escondió bajo el almohadón. Cuando se repitieron los golpes, se levantó y fue a abrir la puerta. Pensaba que sería Laurinda, que ya le traía el té, pero quien aguardaba al otro lado era el hombre que había visto tumbado en el sofá. Aún llevaba el sombrero y seguía descalzo. Tenía la camisa abierta y le colgaba la barriga por encima de la cinturilla del pantalón. Sostenía en la mano una botella de coñac. El hombre le sonrió y empezó a hablarle en voz baja, como si quisiera congraciarse con un perro asustado. Hanna ya estaba a punto de cerrar la puerta cuando el hombre se lo impidió interponiendo un pie. Acto seguido le dio un empujón, de modo que Hanna cayó boca arriba sobre la cama. El hombre cerró la puerta, dejó la botella en la mesa y sacó unos billetes del bolsillo. Ella estaba a punto de incorporarse de la cama cuando el tipo le rugió algo y volvió a tumbarla de un empujón. Dejó los billetes en la mesa, le arrancó la blusa y empezó a subirle la falda. Al ver que Hanna oponía resistencia, le propinó una sonora bofetada. Ella seguía sin entender lo que le decía, pero sí comprendía lo que estaba sucediendo. Logró soltarse y alcanzar la botella que el hombre había dejado sobre la mesa y le asestó tal golpe en el brazo que la botella se quebró, mientras ella pedía ayuda a gritos.

El golpe y el alboroto subsiguiente hicieron dudar al hombre. Soltó a Hanna y se quedó mirándola. Oyeron unos pasos y se abrió la puerta.

Era el senhor Vaz, ataviado con una bata de seda roja. Llevaba en los hombros a Carlos, que se abalanzó sobre el desconocido. De un fuerte mordisco en la mejilla vencería al hombre.