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Hanna sufrió una infección repentina acompañada de fiebres prolongadas. Dos meses la estuvo cuidando Ana Dolores. A aquella sensación primera de haberse recuperado sucedió un periodo en el que casi se sentía paralizada por un cansancio inmenso. Y durante ese tiempo, Ana Dolores le enseñó a hablar portugués de verdad. Aprovechaban para practicar en los momentos en que Hanna no se encontraba agotada.

Pero durante aquella época Hanna también aprendió a tratar, como la mujer blanca que era, a todos los negros que trabajaban en el hotel. El mismo hotel que, ante todo, era un prostíbulo para hombres blancos que estaban de paso en la ciudad portuaria. En un principio, Hanna pensó que era muy desagradable advertir el desprecio evidente, la superioridad amarga que marcaba todo lo que hacía Ana Dolores en relación con las mujeres negras que entraban en la habitación. Pero, aun sin quererlo, cada vez reaccionaba menos a lo que decía Ana Dolores.

Cuando Hanna se recuperó lo bastante para poder dejar la cama y dar paseos cada vez más largos por la ciudad, aunque siempre en compañía de Ana Dolores, comprendió que la conducta de la enfermera era siempre la misma: en la calle, en el parque, en cualquiera de las largas playas o en un comercio, no sólo entre las cuatro paredes de O Paraiso.

Ana Dolores consideraba una obviedad pensar que los negros eran seres inferiores. Para Hanna fue como evocar recuerdos del tiempo que pasó en la casa de Forsman. Aunque, como Berta le explicó, él trataba al servicio mejor que la mayoría, también Forsman demostraba cierto desprecio hacia aquellos que estaban por debajo. No sólo en su casa, sino también fuera, en la calle. Al ver que Hanna protestaba y se ponía a sí misma como ejemplo de la bondad de Forsman, Berta insistía en que no siempre era así. Hanna también había notado en varias ocasiones que Forsman podía conducirse de un modo humillante con los necesitados que se encontraba por el camino.

Ana Dolores le explicó:

—Los negros sólo son sombras nuestras. No tienen color. Dios los hizo negros para que no tuviéramos que verlos en la oscuridad. Y para que tampoco olvidáramos de dónde vienen.

Aunque Hanna terminó acostumbrándose, le disgustaba el comportamiento de Ana Dolores. Cuando atizaba un golpe a la mujer negra que no se apartaba de su camino, o cuando no dudaba en abofetear a un niño que intentaba venderle unos plátanos en la calle, Hanna sólo pensaba en salir huyendo de allí. Como si formara parte de los cuidados que debía dispensarle a Hanna, Ana Dolores le hablaba todo el tiempo de la inferioridad de los negros, de su falsedad, de la impureza de su cuerpo y de su alma. La oposición de Hanna fue menguando. Fue asumiendo lo que oía, como si, pese a todo, encerrara una verdad. Comprendió que existía una diferencia decisiva con la vida que llevó en la casa de Forsman. Entonces ella pertenecía a los trabajadores más pobres, era uno de los criados. Aquí, en virtud del color de su piel, se hallaba en una posición totalmente distinta, por encima de los negros. Aquí era ella quien decidía, quien tenía derecho a dar órdenes y a imponer castigos con el beneplácito divino. Aquí, ella era el equivalente de Jonathan Forsman. Pese a ser una simple cocinera que había abandonado su puesto.

Un día, al final del largo periodo durante el cual se prolongaron los cuidados de Ana Dolores, dieron un paseo por el pequeño jardín botánico que se extendía a varias manzanas de rua Bagamoio, junto a la colina en la que estaban levantando una catedral blanquísima. Ambas se protegían del sol con la sombrilla. Hacía mucho calor y buscaron la sombra del parque para refrescarse. De la verja de hierro que daba acceso al parque colgaban unos letreros en los que se leía que los bancos eran sólo para los blancos. El texto estaba redactado en un tono tan amenazador que los negros, aunque tenían derecho a pasear por el parque, procuraban no acercarse a los senderos de arena. Ahora no había allí más que jardineros medio desnudos que retiraban las malas hierbas, siempre preparados para la aparición de alguna serpiente venenosa entre las hojas caídas.

La tarde que Ana Dolores y Hanna fueron a pasear por el parque, casi todos los bancos estaban ocupados. Había funcionarios de las distintas oficinas coloniales, madres cuyas hijas jugaban a la rayuela y niños que corrían detrás del aro.

Ana Dolores se detuvo de pronto. Un hombre negro de cierta edad dormía en el banco que tenía delante. Hanna alcanzó a advertir la ira en la expresión de la cara de Ana antes de empezar a golpearlo en el hombro. El hombre se despertó despacio, miró inquisitivo a las dos mujeres y se preparó para echarse a dormir de nuevo.

No era la primera vez en su vida que Hanna veía a un anciano abrir los ojos de aquel modo lento. Ya lo vivió cuando ella y Jukka entraron en la habitación donde se alojaba el viejo inquilino de sus parientes. Igual que aquel anciano, el hombre negro del parque apenas tenía idea de dónde se encontraba. Parecía hambriento, de una escualidez rayana en la deshidratación, y estaba en los huesos.

Antes de que Hanna lograse reaccionar, Ana Dolores agarró al hombre, lo levantó como si de una muñeca de trapo se tratara y, tras propinarle una buena bofetada, lo mandó a una plantación de rododendros en flor. Allí se quedó el anciano, mientras Ana Dolores limpiaba el banco con un pañuelo antes de indicarle a Hanna que podía sentarse.

En el parque se hizo un breve silencio. Habían dejado de rodar los aros, las señoras enmudecieron sentadas en los bancos; los jardineros, medio desnudos, dejaron de mover sus cuerpos sudorosos entre los arbustos. Después, cuando todo volvió a la normalidad, Hanna se preguntó si el silencio sería consecuencia de lo que había ocurrido o presagio de lo que estaba por suceder.

¿Acaso iba a suceder algo?

Hanna miró de soslayo a Ana Dolores, que se abanicaba despacio la cara con una mano mientras con la otra sujetaba la sombrilla. Hanna contempló cuanto la rodeaba. El anciano seguía tendido entre los arbustos en flor. Sin moverse.

«No lo comprendo», se dijo. «Detrás del banco en el que estoy cómodamente sentada yace un anciano al que acaban de golpear y nadie hace nada por él, ni siquiera yo».

Ignoraba cuánto tiempo estuvieron sentadas en el banco, pero para cuando Ana Dolores consideró que ya era hora de regresar a O Paraiso, el anciano había desaparecido. Tal vez se hubiese ocultado en la profundidad de los arbustos, escondido con las serpientes que tanto temían todos.

Varios días más tarde se produjo un suceso que la conmovió profundamente y que la indujo a plantearse en serio qué le estaba ocurriendo. Mientras le servía el té del desayuno, a Laurinda se le cayó un plato, que se hizo añicos al estrellarse contra el suelo de piedra. Hanna, que estaba peinándose delante del espejo, se volvió rápidamente y le estampó a Laurinda una bofetada. Luego le señaló los fragmentos y le dijo que los recogiese.

Laurinda se arrodilló para recoger los restos de porcelana. Entretanto, Hanna permaneció sentada en el borde de la cama, a la espera de que el té se enfriase lo bastante para poder beberlo sin quemarse.

Laurinda se levantó y Hanna se irritó al verla.

—¿Quién ha dicho que podías levantarte e irte? —preguntó—. En el suelo aún hay esquirlas.

Laurinda volvió a arrodillarse. Hanna era incapaz de leerle en la cara lo que pensaba y eso la enfurecía. ¿Tendría miedo de que Hanna la castigase? ¿O sentiría sólo indiferencia o incluso desprecio por aquella mujer blanca cuya vida ella había contribuido a salvar?

Los ojos de Laurinda eran muy claros, relucientes, con una suerte de brillo interior que Hanna nunca creyó advertir en los ojos de los hombres blancos.

—Puedes irte —le dijo—. Pero quiero saber cuándo sales y cuando entras. Y quiero que lleves los pies calzados cuando vengas a atenderme.

Laurinda se levantó y se perdió en la oscuridad. De alguna manera, conseguía hacer resonar como tacones los talones desnudos. Hanna se figuró que se encaminaba a la cocina para comer lo que el cocinero Mandrillo estuviese preparando en sus marmitas.

Hanna se quedó sentada en la penumbra. Las sombras danzaban en torno al candil. Intentó recrear la imagen de la casa del río. Elin, los hermanos, el agua ocre y limpia de los veneros de la montaña.

Pero no vio nada. Era como si tuviese ante sí una membrana imposible de penetrar.

Sentía arrepentimiento por el modo en que había tratado a Laurinda. La asustaba la facilidad con que había sido capaz de humillar a aquella buena mujer. Estaba avergonzada.

Aquella noche durmió un sueño inquieto. Al día siguiente, el chimpancé apareció en su habitación. En una bandeja de plata llevaba una flor de jacarandá que le enviaba el senhor Vaz. Nada había escrito en la nota, salvo su nombre.