Al día siguiente, una mujer blanca con expresión serena apareció ante su puerta. Se llamaba Ana Dolores, sólo hablaba portugués y algunas palabras y frases en la lengua local, el shangana. Pero la mujer hablaba claro y despacio, de modo que a Hanna le costaba menos entenderla a ella que a Felicia o al senhor Vaz.
Tras la llegada de Ana Dolores, comprendió mejor la afirmación del senhor Vaz de que los negros eran unos mentirosos. Ana Dolores era de la misma opinión y estaba más convencida si cabe. Se convirtió en la guía de Hanna por un mundo que parecía entretejido exclusivamente de mentiras.
Habían llamado a Ana Dolores porque el senhor Vaz se convenció de que ni el doctor Garibaldi ni las sirvientas negras serían capaces de conseguir que Hanna se recuperase del todo. Al día siguiente de su conversación con Felicia, el senhor Vaz contrató un rickshaw y se dirigió pendiente arriba hasta el hospital Pombal. Una vez allí, habló con el senhor Vasconselous, que se encargaba de administrar hasta el último detalle del hospital, pese a que estaba más sordo que una tapia y sólo veía con el ojo izquierdo.
Durante muchos años, Vasconselous había acudido fielmente cada tres semanas a O Paraiso. A su mujer le hablaba de las prolongadas y complejas partidas de ajedrez a las que se entregaba en compañía de su amigo Vaz. Ella no tenía por qué saber que su marido apenas conocía los movimientos de las piezas por los cuadros del tablero. La única dama cuyos servicios le interesaban en aquellas visitas era la hermosa Belinda Bonita, que ya había empezado a envejecer, pero que precisamente por su madurez atraía a ciertos clientes que no podían ni pensar en acostarse con las más jóvenes.
El senhor Vaz le expuso a Vasconselous la situación tal cual: una mujer blanca se había presentado inesperadamente en O Paraiso. A fin de que el hombre que tenía al otro lado de la mesa comprendiese lo que le decía pese a su sordera, le escribió el mensaje con letras grandes en uno de los blocs de folios amarillentos y con rayas que el viejo administrador siempre tenía a mano.
El motivo de la visita era sencillo: el senhor Vaz necesitaba una enfermera de confianza que pudiera trabajar en su establecimiento mientras la mujer blanca precisara atención sanitaria. Subrayó que debía tratarse de una mujer de cierta edad que nunca llevase otra prenda que el uniforme de enfermera. No quería arriesgarse a que alguno de los clientes que frecuentaban O Paraiso pensara que había aterrizado la primera puta blanca de la ciudad. Una mujer que, además, podría ofrecer identidades juguetonas y atractivas como, por ejemplo, la de enfermera.
O, mejor dicho, la segunda prostituta blanca de la ciudad. Nadie de por allí y mucho menos el senhor Vaz sabía si era una leyenda o si sucedió en realidad, pero circulaba la historia acerca de una mujer blanca que engatusaba a los hombres y se los llevaba a uno de los oscuros callejones que se alejaban de la iluminada rua Bagamoio. Nadie sabía de dónde había salido, aunque tampoco se sabía a ciencia cierta si existía de verdad. Pero, de vez en cuando, un hombre medio desnudo salía tambaleándose de aquellas callejas tenebrosas con alguna historia que contar sobre la hermosa mujer blanca que dominaba destrezas al parecer desconocidas para las mujeres negras.
El senhor Vaz jamás dio crédito a tales cuentos, pues estaba convencido de que en el mundo negro la mentira vivía con más fuerza que la verdad. En la mentira se hallaban alojados también la superstición y el miedo, la falsedad y el servilismo. Desde el día en que puso el pie en Lourenço Marques, supo que los negros nunca eran de fiar. Sin los señores blancos, seguirían viviendo según unas costumbres que los europeos habían abandonado siglos atrás.
El senhor Vaz era un defensor a ultranza de la creencia en la misión civilizadora de la raza blanca en el continente africano. Claro que eso no significaba que él tratase mal a las mujeres de su burdel. Bien era verdad que sabía repartir bofetadas cuando no se sentía satisfecho, pero jamás permitió que derivase en maltrato prolongado.
Tras reflexionar sobre las palabras de su amigo, el senhor Vasconselous tocó un timbre. Su secretaria, una mujer muy obesa que el senhor Vaz reconoció de la catedral, donde siempre la veía en el oficio dominical, entró en la habitación y se marchó enseguida con la orden de ir a buscar a la enfermera Ana Dolores, que trabajaba en la sección del hospital en que cuidaban a los enfermos mentales.
El senhor Vaz se quedó un tanto pensativo al oír aquello y se preguntó si su amigo Vasconselous no lo habría malinterpretado. No se trataba de cuidar a una mujer blanca que estuviera loca. La mujer se había presentado en el hotel, había pagado una serie de noches por adelantado y luego empezó a sangrar de repente. La hemorragia había cesado, pero aún estaba extenuada y necesitaba atención y cuidados.
Vaz escribió esto último a toda prisa, con caligrafía infantil en letra de imprenta. El senhor Vasconselous leyó el mensaje con el ojo miope y escribió a su vez «si, entendo», antes de encender el puro que tenía apagado.
Ana Dolores era muy delgada, con las facciones muy definidas y la cara marcada por una amargura indefinible. El senhor Vaz dudó en cuanto la mujer entró en la habitación y le explicaron cuál sería su cometido.
Para él era tan importante que no espantase a los clientes como que cuidase bien a la mujer blanca que yacía en la cama de la habitación número 4. En cualquier caso, enseguida resolvió que debía confiar en la propuesta de su amigo.
Acordaron un salario, se estrecharon la mano y decidieron que empezaría aquella misma noche. Si Ana Dolores conocía o no O Paraiso, no lo dejó traslucir en la expresión de su rostro. Sin embargo, rua Bagamoio era la calle de putas más conocida de todo el sur de África, y eso seguro que sí lo sabía. Vaz, que tenía una vaga idea de lo que ganaba una enfermera, no dudó en doblar la cantidad con objeto de que la mujer no rechazara la oferta por razones económicas. Por si fuera poco, le prometió la habitación número 2, la más amplia de todas, casi como una suite pequeña, una habitación situada en una esquina del edificio, con alcoba y un gran ventanal que, por encima de los tejados de las casas, daba al puerto y a la península de Katembe.
Así fue como Hanna conoció a Ana Dolores. Cuando se despertó a la mañana siguiente ya no vio a Felicia sentada en el sillón de mimbre junto a la ventana, ni a Laurinda, que solía llevarle la bandeja con paso silencioso, sino a una enfermera vestida de blanco que, de pie en medio de la habitación, la miraba fijamente. Sin mediar palabra, le cogió la muñeca y le tomó el pulso. Después, sin dejar ver si estaba o no satisfecha, se inclinó sobre Hanna, tiró de los párpados inferiores hacia abajo y examinó las pupilas. Hanna notó que aquella enfermera desconocida olía a una fruta o a una flor que no le eran familiares. Tras examinar los ojos, Ana Dolores retiró bruscamente la fina manta y le descubrió los genitales. Actuó con tal celeridad que Hanna no tuvo tiempo de hacer amago de cubrirse siquiera. Levantó una mano, pero la enfermera se la apartó como si de un insecto se tratara, y le separó las piernas. La observó sin pronunciar una palabra, largo rato, con gesto meditabundo. Luego volvió a cubrirla con la manta y salió de la habitación.
Entonces entró Laurinda con la bandeja del té. Llevaba una blusa fina de algodón blanco y una capulana de vivos colores anudada en la cadera.
Hanna alzó la mano y señaló la puerta. Intentó describir con la mano en el aire la figura de la desconocida que acababa de salir.
Laurinda la entendió.
—Dona Ana Dolores —dijo.
Hanna creyó advertir un ápice de temor en la voz de Laurinda al pronunciar el nombre de la enfermera.
Aunque, naturalmente, no podía estar segura. Ni de eso ni de casi ninguna otra cosa.