Las putas mentían. Igual que los demás negros.
Eso fue lo primero que Attimilio Vaz le dijo a Hanna tras presentarse, una semana después de que ella llegase al hotel y una vez recuperada del aborto hasta el punto de poder salir sola de su habitación y bajar al sótano para comer.
—No creas todo lo que te dicen. Mejor aún, no te creas nada. Los negros sólo saben mentir.
A Hanna aquello le resultaba desconcertante. Que Felicia, que le había contado lo ocurrido y, por si fuera poco, la había estado cuidando, le hubiese mentido era algo que, sencillamente, no le cabía en la cabeza. Claro que en ocasiones le costaba entender la extraña lengua de Felicia, pero no tanto como para malinterpretarla o para tomar sus palabras por verdaderas cuando en realidad eran mentira.
El día que Attimilio Vaz decidió presentarse ante su huésped le habló despacio y se esforzó por no utilizar palabras complicadas sin necesidad.
El senhor Vaz nació en Portugal, pero había vivido en Suecia hacía mucho tiempo tras pasar un breve periodo en una ciudad danesa, tal vez Odense. Fue para hacer negocios con las anchoas portuguesas. Pero el negocio no se desarrolló sin complicaciones, como Hanna bien podía comprender. Naturalmente, no fue culpa suya. Attimilio Vaz se describió como un hombre íntegro y sincero al que, por desgracia, solían malinterpretar, y aunque se vio obligado a abandonar Suecia cuando lo consideraron sospechoso de irregularidades en los negocios, guardaba el recuerdo de un país encantador con gente igualmente encantadora, y ahora se alegraba de tener a una sueca de visita en su modesto pero aseado establecimiento.
Varios días más tarde, cuando Hanna se sentía ya con fuerzas para salir por primera vez desde su llegada, Attimilio Vaz la invitó a cenar en un restaurante que se encontraba en la misma calle que O Paraiso.
Al salir a la acera acompañada de su huésped, la tierra empezó a tambalearse bajo sus pies. Era como si se hallase de vuelta en la cubierta del barco. Hanna se detuvo y se agarró a la fachada. El senhor Vaz la miró preocupado y le preguntó si quería volver a su habitación. Ella negó con la cabeza. Él la tomó del brazo y ella lo dejó. Ningún hombre la había tocado desde la muerte de Lundmark. Ahora se paseaba por una ciudad africana del brazo de un desconocido, un portugués propietario de un burdel la acompañaba hasta el restaurante.
No se trataba de un sueño, pero se encontraba en un mundo al que no pertenecía.
Lundmark era más alto que ella. El senhor Vaz apenas le llegaba por los hombros.
La calle por la que caminaban: Hanna vio en un letrero que se llamaba rua Bagamoio. Había bares por todas partes, algunos iluminados con luces estruendosas de lámparas chillonas, otros oscuros, alumbrados tan sólo con velas cuyo resplandor aleteaba misterioso detrás de cortinajes que se movían cuando alguien entraba rápidamente. Pero aquélla era la única calle iluminada. Los angostos callejones que se alejaban de la rua Bagamoio se veían oscuros, silenciosos, vacíos.
Hanna pensó que era como el gran bosque que rodeaba el valle. Allí podía quedarse en un claro y verse totalmente envuelta en la luz del sol. Si daba tres pasos hacia los altos troncos de los árboles, se encontraba en otro mundo, en la oscuridad más honda.
A excepción de los mendigos negros vestidos con harapos, todos los que circulaban por la calle eran blancos. Le llevó un rato caer en la cuenta de que no había mujeres. Ella era la única. A su alrededor, hombres blancos, algunos marineros, otros militares, varios borrachos, altaneros, otros callados, deslizándose por las calles pegados a las fachadas, como si no quisieran que los vieran. En el interior de los bares, en cambio, sí había mujeres negras sentadas en taburetes o sofás, fumando, mudas.
Pensó que si aquello era una ciudad, ya no sabía cómo llamar al lugar en el que vivía Forsman. ¿Tendrían algo que ver la una y la otra? ¿Las calles por las que Berta y ella caminaban y aquella ciudad oscura llena de recovecos misteriosos?
En una esquina, sentado delante de una hoguera, un hombre tocaba un tambor tan pequeño que le cabía en la palma de la mano. Tenía la cara brillante de sudor, había extendido a sus pies un retazo de lino donde relucían unas monedas. Tamborileaba con los dedos, que parecían pequeños picos de ave ansiosos repiqueteando sobre la piel del tambor. Hanna no había oído jamás un ritmo tan vertiginoso. Se detuvo. Vaz se impacientó por un momento, pero luego se arrancó una moneda del bolsillo y la arrojó al trozo de tela, antes de arrastrar consigo a Hanna.
—Iba descalzo —observó Vaz—. Si lo ve la policía, se lo llevarán.
Hanna no comprendió el significado de sus palabras, pero vio que el hombre del tambor tenía los pies desnudos.
—¿Por qué? —preguntó.
—No se permite a los negros andar por la ciudad sin zapatos —explicó Vaz—. Ésas son las reglas. Después de las nueve de la noche no les está permitido deambular por nuestras calles. A menos que estén trabajando y puedan mostrar la documentación. «Ningún negro, hombre o mujer, tiene derecho a transitar las calles de la ciudad sin zapatos». Ésa es la ley que gobierna esta ciudad. Los zapatos son el primer indicio de que un ser humano, hombre o mujer, es civilizado.
Una vez más, Hanna dudaba de haberlo entendido. «¿Nuestras calles?». En ese caso, ¿de quién no eran las calles?
El senhor Vaz se detuvo ante un restaurante sumido en sombras. Hanna creyó distinguir la palabra morte en el rótulo, pero se dijo que debía de ser un error. Un restaurante del barrio alegre no podía llevar un nombre que incluyese la palabra muerte.
Sin embargo, Hanna estaba segura. Ésa era la palabra que había visto, «muerte». Una de las primeras que aprendió en el diccionario de Forsman.
Tomaron pescado asado en una hoguera. El senhor Vaz quería invitarla con vino, pero Hanna negó con la cabeza y él no insistió. Se comportaba de un modo sumamente amable, le hizo algunas preguntas sobre cómo se encontraba y parecía tener interés en que ella estuviese a gusto.
No obstante, algo en su modo de conducirse la hacía estar alerta, quizá suspicaz. Hanna iba contestando como podía a sus preguntas, pero tenía la sensación de haber cerrado las puertas de sus aposentos interiores, y además de haberlas cerrado con llave.
Hacia el final de la cena, él le contó que al día siguiente iría al hotel una enfermera que se quedaría todo el tiempo que Hanna necesitara. Ella trató de protestar. Ya contaba con toda la ayuda que precisaba, de Laurinda y de Felicia. Pero el senhor Vaz ya lo tenía decidido.
—Necesitas una enfermera blanca —aseguró—. En los negros no se puede confiar. Aunque parezca que tienen buenas intenciones, pueden estar envenenándote.
Hanna se quedó muda. ¿Lo había oído bien? No creía las palabras de aquel hombre. Al mismo tiempo, se le ocurrió que en una mujer blanca hallaría otro tipo de compañía.
Regresaron al hotel recorriendo despacio la noche. El senhor Vaz la agarró de pronto del brazo con toda normalidad. Ella no se apartó.
De regreso en el hotel, le hizo una reverencia al pie de la escalera que conducía al piso de arriba. Pese a que ya era tarde, la mayoría de las prostitutas fumaban ociosas en las sillas o charlaban en voz baja. No era una buena noche, comprendió Hanna, y pensó con malestar en lo que solía ocurrir detrás de aquellas puertas cerradas.
Hanna buscó a Felicia con la mirada, pero no la vio. Sin embargo, cuando ya iba a medio camino por la escalera, Felicia salió de su habitación junto con un hombre blanco de frondosa barba y una barriga inmensa. A Hanna le resultó de lo más desagradable. Felicia se apresuró a entrar de nuevo y cerró la puerta. Pero antes, su mirada se cruzó con la de Hanna.
Muy brevemente, como si, pese a todo, hubieran podido intercambiar una información importante.
Al mismo tiempo, Hanna vio a Carlos, el chimpancé disfrazado, junto al piano, con un puro en la mano. El mono miraba a su alrededor lleno de curiosidad. En aquel instante, parecía el ser más vivo de cuantos se encontraban en lo que se suponía era la casa de la alegría.