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Hanna pensó que se había vuelto loca. Aquello no podía ser verdad. Sin embargo, allí estaba el mono, de pie sobre sus tortuosas patas. Llevaba en una mano una bandeja con dulces. Felicia le dijo algo y el mono dejó la bandeja sobre la mesa, hizo una mueca, le rechinaron los dientes y desapareció.

—Se llama Carlos —explicó Felicia—. Por no sé qué rey portugués. Llegó hace cinco años junto con su dueño, un hombre que se dedicaba a cazar leones en las grandes llanuras del interior para colgarlos como trofeos. Por aquella época, Carlos llevaba un salacot, pero el día en que el propietario no pudo pagar después de haber estado recurriendo a las mujeres del negocio durante una semana, el senhor Vaz se lo cobró quedándose con el mono. Durante dos semanas, el animal sufrió el cambio, pero enseguida se acostumbró a la chaqueta blanca, a su nuevo nombre y a la idea de que ahora tenía un hogar mucho mejor que el anterior. Por las noches suele sentarse en el tejado a contemplar los bosques que se extienden al otro lado de la ciudad. Pero nunca se escapa. Carlos tiene aquí su casa.

Hanna seguía sin dar crédito ni a lo que había visto hacía un instante ni a lo que acababa de oír, pero Felicia sonaba muy convincente, era obvio que hablaba en serio.

De repente se oyó una música procedente de algún lugar. Hanna aguzó el oído y cayó en la cuenta de que era el piano, aunque no estaban interpretando ninguna pieza musical concreta, sino acordes sueltos, como si un niño estuviese aporreando las teclas.

Se repitió la misma secuencia. Y Hanna lo reconoció. El hombre que había visto limpiando las teclas estaba afinando el piano. En casa de Jonathan Forsman había un piano. Nadie interpretaba música en él, a nadie le estaba permitido tocarlo. Forsman llevaba la llave de la tapa colgada de la leontina. Pero dos veces al año iba un ciego a afinar el piano. Entonces todos debíamos guardar silencio. El afinador se presentaba cada vez que Forsman regresaba de uno de sus muchos viajes de negocios en trineo o en carro. Mientras el ciego manipulaba el piano, inclinado sobre las teclas con la llave de afinación en mano, Forsman escuchaba los sonidos con devoción. Para él, la perfección armónica no se hallaba en la música, sino en el piano bien afinado.

El afinador del burdel retomó su tarea. Estaba afinando las notas más bajas, según oyó Hanna. El hecho de que el hombre continuase con su tarea le infundió esperanza, una fuerza inesperada. «Nadie se pone a afinar un piano cuando alguien va a morir», se dijo. «En esas ocasiones, o todo está en silencio o interpretan algo que pueda aportar alivio o consuelo y que se concreta en una música lúgubre».

Recordó vagamente algo que pensó durante el tiempo que pasó en la casa de Forsman, cuando iba el afinador y Forsman se sentaba en una silla a disfrutar de la armonía restituida: «¿Qué es lo que ve?», se preguntó Hanna de repente. «¿Qué ve ese ciego que se me escapa a mí?». Era incapaz de imaginarse que cuanto había ante los ojos de aquel hombre fuese una inmensa negrura.

Hanna se sintió cansada. Felicia la acompañó a su habitación. Le habían cambiado las sábanas y le habían devuelto limpia la ropa interior ensangrentada.

Felicia se volvió en el umbral.

—¿Qué le digo al senhor Vaz? —preguntó.

—Que la mujer blanca sigue sangrando. No mucho, pero que necesita estar sola unos días más.

Felicia asintió.

—Te prometo que te mandaré a Carlos con el té, vendrá Laurinda a servirte.

Hanna rompió a llorar en cuanto Felicia abandonó la habitación. Lo hizo en silencio. No porque no quisiera que la oyeran, sino para no atemorizar a su propio cuerpo de modo que empezase a sangrar nuevamente.