Y Felicia le dijo:
—Laurinda, la mujer que te llevó la vela cuando llegaste, me contó que había una mujer blanca alojada en la habitación número cuatro. Yo no lo sabía, puesto que acababa de llegar de visitar a mi marido y a mis hijos en Katembe. Los veo una vez al mes, nunca según un plan establecido, siempre de forma inesperada, cuando senhor Vaz lo considera oportuno. Acababa de regresar, como te decía, y estaba atendiendo al primer cliente cuando Laurinda se presentó corriendo. Pensé que había visto un fantasma, un espejismo blanco, y que venía a pedirme que destruyera al espectro. Pero cuando entré en la habitación, te convertiste en un ser vivo en el acto. No se me ocurre nada más vivo que una mujer que se desangra. La sangre que mana del cuerpo de las mujeres indica que estamos vivas, pero también que nos estamos muriendo. Comprendí lo que sucedía aun sin saber quién eras ni de dónde venías. En realidad, tendría que verte bailar. Así es como conocemos a la gente en mi pueblo y en mi familia, viéndolos bailar comprendemos cómo son.
»Pero a ti te conocí por tu sangre. Le susurré a Laurinda que trajese agua caliente y toallas. Parecías estar despierta y me mirabas y, aun así, era como si no fueras consciente de lo que ocurría. A las personas que están asustadas hay que hablarles siempre en voz baja, eso me lo enseñó mi madre. Aquel que grita en presencia de un enfermo puede ver sus voces convertidas en una lanza mortal.
»Laurinda acudió con agua y toallas y yo te quité la ropa ensangrentada. Rebuscando entre tu ropa interior encontré dinero, una gran cantidad que me hizo preguntarme con más curiosidad aún quién serías. Por una libra esterlina, un hombre puede quedarse conmigo en la cama toda una semana. Y las tenías por decenas. No me explicaba cómo era posible que una mujer tuviese tanto dinero, aunque fuera blanca.
»Confieso que se me pasó por la cabeza que, si morías, me quedaría con el dinero. Si no había nadie esperándote y si no pertenecía a otra persona. Así que dejé el dinero de nuevo entre la ropa interior, aunque ahora sabía que estaba ahí. Sufrías una fuerte hemorragia y noté que tenías fiebre. Hubo un momento en que pensé que no podría salvarte la vida, que, pese a todo, me había equivocado. Que quizá no fuese un aborto, sino otra cosa, una enfermedad para mí desconocida.
»Laurinda se mantenía apartada, pero siempre dispuesta a echarme una mano. De repente, oí que también el senhor Vaz había entrado en la habitación. Ese hombre vive para avasallar a la gente, sorprenderla haciendo algo que no debe. Oí que, en voz baja, le preguntaba a Laurinda qué estaba ocurriendo, y que Laurinda no supo qué contestar. Cuando lo oí decir que habría que llamar al doctor Garibaldi, me levanté de la cama, donde había estado hasta entonces en cuclillas, y le dije que no hacía falta, que el doctor Garibaldi no sabría cómo tratar aquella hemorragia. En ese instante pensé que el senhor Vaz iba a propinarme un bofetón, puesto que nunca tolera que una de sus putas exprese una opinión propia. Pero no me tocó. Creo que me leyó en la mirada que el doctor Garibaldi no haría sino empeorarlo todo. Y eso no le interesaba. Podría perjudicar el buen nombre de su establecimiento. Los clientes optarían por recurrir a otras putas, por más que el senhor Vaz tuviese fama de dirigir una casa de citas tan limpia como llena de hermosas mujeres negras. Pero el que una blanca estuviese desangrándose en una de sus habitaciones podría significar un mal presagio, que algún mal se cernía sobre O Paraiso. Aunque los blancos desprecian nuestras creencias, no han podido sustraerse a su influencia. Los malos espíritus también pueden atacar a los blancos. Hubo un tiempo en que creímos que la medicina africana, nuestra medicina, no surtía efecto en las personas de piel clara. Hoy sabemos que no es así. A vosotros os asustan tanto como a nosotros los malos espíritus que quieren hacernos daño. Yo no sabía quién eras ni adónde ibas, pero cuando te vi en la cama con la ropa interior empapada de sangre, pensé de inmediato que alguien te había deseado aquel mal, alguien deseaba tu muerte.
Felicia enmudeció de pronto, como si hubiese hablado de más. Desde la calle se oía el traqueteo de un carro cargado de bananas.
Hanna pensó que aún era demasiado lo que no comprendía.
No sólo porque apenas entendía lo que le decía Felicia, sino porque ahora sabía que aquel edificio no acogía únicamente el hotel en el que ella se había alojado después de huir del barco del capitán Svartman. Allí se ocultaba también un burdel, algo que no pudo evitar oírles a los hombres de a bordo. En otras palabras, Felicia, aquella mujer que tenía delante, junto al hermoso jacarandá, era una prostituta.
Pensó que debería levantarse, volver a su habitación, vestirse y marcharse a un hotel decente.
Pero Felicia era la persona que la había salvado, junto con la mujer que, como ahora sabía, se llamaba Laurinda. ¿Por qué iba a huir de ellas? Hanna no tenía nada que ver con el burdel, había reservado una habitación que pensaba pagar con su dinero.
El dinero que Felicia no le había robado, aunque pudo hacerlo.
Felicia la miró como leyéndole el pensamiento.
—Empezó a correr como un reguero de pólvora el rumor de que el establecimiento del senhor Vaz contaba ya con su primera puta blanca —prosiguió Felicia—. Y enseguida comenzaron a acudir nuevos clientes. Sin embargo, pronto comprendieron que no eras más que un huésped del hotel, lisa y llanamente. Y se sintieron infinitamente decepcionados.
—¿El senhor Vaz? —le preguntó Hanna—. ¿El propietario? ¿Quién es?
—Es un hombre que no soporta la sangre —explicó Felicia—. Que nosotras sangremos perjudica su negocio, a excepción de los casos en que vienen a buscarnos esos tipos execrables que sólo son capaces de acostarse con una mujer cuando está sangrando. Pero detesta todo lo demás que guarde relación con la sangre. Mientras no estés sana, se mantendrá apartado.
—¿Y qué pasará después?
—Mientras pagues la habitación, podrás quedarte, supongo.
Hanna notó de pronto que había alguien a su espalda. Cuando se volvió para mirar, se sobresaltó asustada. En un primer momento no comprendió lo que estaba viendo, hasta que se dio cuenta de que se trataba de un mono que, ataviado con una chaqueta blanca de camarero, la miraba fijamente.