La puerta se abrió, la corriente agitó la cortina y despertó a Hanna. No era la mulata, sino una desconocida. Tenía la piel de un negro casi reluciente y se había recogido el pelo en apretadas trenzas que le nacían del cuero cabelludo. Llevaba los labios rojos, muy pintados. La mujer no iba vestida, sólo tenía puesto un conjunto de ropa interior de seda y una fina bata estampada de demonios y dragones que echaban fuego por la boca.
Tenía la voz oscura, quizá ronca o quebrada por el tabaco y el alcohol. Para asombro de Hanna, como si lo que sucedía ante sus ojos no fuese sino una continuación de sus disparatadas ensoñaciones, la mujer medio desnuda empezó a hablarle en una lengua que Hanna reconoció, pese a no haberla oído en su vida. Cuando llegó al hotel, la mujer que le entregó la llave de la habitación le habló en inglés. Hanna no comprendió una palabra, pero con ayuda de gestos y de palabras sueltas logró hacerle entender que quería una habitación.
Ahora, en cambio, la mujer negra que tenía delante daba vida al diccionario que ella recogió en su día de la papelera de mimbre de Forsman. De modo que así sonaba aquella lengua de la que ella había intentado aprender palabras sueltas.
La mayor parte de lo que aquella mujer decía le resultó en un principio totalmente incomprensible. Sin embargo, al cabo de un rato, empezó a captar alguna que otra palabra y a adivinar, más que a entender, lo que le estaban diciendo.
La mujer señaló el manual de navegación sueco que Hanna tenía en la mesita de noche. Por lo que dijo luego, acertó a comprender que la desconocida había vivido un tiempo con un marinero sueco llamado Harry Midgard, un hombre terrible cuando bebía. Hanna adivinó asimismo que el sueco trabajaba en un ballenero noruego.
La mujer se secó el sudor que le corría por el cuello con el reverso de la mano.
—Felicia —dijo—. Soy Felicia.
¿Felicia? Aquel nombre no le decía nada, pero aun así los recuerdos empezaron a cobrar forma lentamente. Y continuó la torpe conversación de las dos mujeres.
—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? —preguntó Hanna.
—Llevas aquí cuatro días.
Felicia encendió un cigarrillo que llevaba detrás de la oreja y escrutó a Hanna con la mirada.
De pronto, cayó en la cuenta de que ya había visto antes aquella mirada: cuando Elin le pidió a Forsman que la llevara consigo a la costa. Él la observó con la misma curiosidad, como buscando una verdad que no era del todo obvia.
—¿Tienes fuerzas para levantarte? —preguntó Felicia. Hanna lo intentó. Aún estaba débil y le temblaban las piernas cuando se puso de pie, con el camisón blanco que alguien debió de ponerle mientras dormía. Felicia le ayudó a taparse con una bata que olía intensamente a perfume y le puso un par de zapatillas.
Bajaron la escalera que conducía al patio interior, ahora desierto. Hanna llevaba consigo el diccionario de portugués que la había acompañado durante todo el viaje. Felicia la agarraba del brazo y la condujo hasta un patio trasero rodeado de muros.
Había llovido. La tierra estaba mojada. Hanna pensó que olía igual que al lado del río después de la siega. La tierra empapada hervía como si fermentase.
Felicia ayudó a Hanna a sentarse junto a un jacarandá en flor, aunque ella permaneció de pie.
—¿Es lo que creo? —preguntó Hanna.
—Imposible saber lo que crees —dijo Felicia.
Luego le refirió en pocas palabras lo sucedido. Hanna se había imaginado lo que significaban aquellos dolores, ahora vio confirmadas sus sospechas. Había sufrido un aborto. Su cuerpo había rechazado al hijo de Lundmark. Un hijo sin padre que no quería nacer.
—Es tan poco lo que sé —se lamentó.
—No era un niño lo que has perdido, sólo una masa oleosa y sanguinolenta que aún carecía de alma.
Felicia hizo sonar la campanilla que había sobre la mesa. Al cabo de un instante entró un joven criado con chaqueta blanca y se acercó a la silla de Felicia.
—¿Té? —preguntó mirando a Hanna, que aceptó con un gesto.
No dijeron nada mientras esperaban a que las sirvieran. En torno a las flores azules del árbol revoloteaban unas mariposas de color niebla. En la distancia se oyó de pronto una plegaria desde algún minarete cercano. Hanna recordó la oración que oyeron cuando se casó con Lundmark en Argel.
Inclinó la cabeza hacia atrás de modo que la cara quedó a la sombra del jacarandá. Felicia se miraba las manos. Se le había roto una uña y eso parecía irritarla.
Sin embargo, todavía no se había sentado, pese a que había mucho sitio en el banco. Hanna pensó que no conocía en absoluto a aquella mujer negra que, probablemente, le había salvado la vida. En realidad, le tenía miedo, del mismo modo que la atemorizaban los hombres negros que vio en el muelle alrededor de las hogueras. Aquel miedo le recordaba, en cierto sentido, las sensaciones que provocaba en ella la oscuridad cuando era niña.
«Yo te veo, Felicia», se dijo. «Pero ¿qué ves tú? ¿Quién soy yo para ti? ¿Y por qué no te sientas, cuando el banco es lo bastante grande para las dos?».
El joven sirviente vino a interrumpir sus cavilaciones al presentarse con el té. Hanna le miró las manos mientras servía.
Sólo a ella le puso una taza. A Felicia, nada.
—¿Cómo se llama? —le preguntó a la mujer.
—Estefano.
—¿Cuántos años tiene?
—Catorce, a lo sumo. Pero todavía no se ha acostado con ninguna mujer, es decir, que aún es un niño. Todavía tiene las manos muy suaves.
Hanna bebió el té en silencio. Después, cuando dejó la taza en la bandeja, le pidió a Felicia que le contase cuanto había sucedido durante aquellos cuatro días de los que ella no recordaba nada más que sombras, soledad y un dolor que iba y venía en largas oleadas.
Felicia no debía omitir ningún detalle, debía contarle exactamente lo que pasó. Y, además, despacio, para que ella pudiera entender lo que le decía.