La despertó un grito, como de alguien en una situación de necesidad extrema. Hasta mucho después no comprendió que se trataba de un pavo real solitario que se paseaba por los alrededores del hotel. En realidad, pertenecía a la bandada de los jardines que rodeaban el palacete del gobernador portugués. Pero el pavo real apareció un día a las puertas del hotel y nunca más volvió a su lugar de origen. El ave chillaba todas las mañanas y asustaba a la gente con aquel grito angustiado.
Además, en torno al animal corría un rumor cuyo origen nadie conocía. Surgió entre la población negra, para extenderse luego entre los habitantes blancos de la ciudad. Nadie dudaba ya de que fuese cierto: cada vez que el pavo real desplegaba su imponente cola, alguien sanaba fulminantemente de un dolor insoportable.
El ave no tenía nombre, se movía despacio, con cautela, como si en la soledad que la rodeaba estuviese sopesando su destino.
Así se despertó Hanna después de su primera noche en África. ¿Qué recordaría después?
¿Sería la noche algo onírico, un tejido de visiones fugaces? Pero, al mismo tiempo, era algo muy real: un dolor sordo y pertinaz en el estómago. Hacía un calor asfixiante, las paredes de ladrillo de la habitación en la que había dormido destilaban humedad. En el techo veía boca abajo lagartijas de piel reluciente, casi transparente. El suelo oscuro crujía cuajado de insectos que se escondían en las sombras. Una mulata de ojos vigilantes le había dado una lámpara de aceite, como el último aliento de un moribundo.
Y ahora: el alba. El grito del pavo real aún le resonaba en la cabeza. Se acercó a la ventana con paso vacilante y vio cómo el sol se alzaba sobre el horizonte. Recreó mentalmente cómo se alejaba el barco, cómo se desvanecía despacio en la travesía hacia Australia, con una carga que olía a bosque.
Se lavó en un aguamanil, guardó las libras en la bolsa que Forsman le había regalado, entre la ropa interior.
De una de las paredes de ladrillo colgaba un espejo mugriento. Recordó el espejo que usaba su padre para afeitarse y se colocó delante para mirarse.
De repente, se sobresaltó y volvió la cara. Acababa de abrirse la puerta de la habitación, que tenía el número cuatro torpemente plasmado en un papel fijado con un clavo. Y allí, mirándola, estaba la mulata que le había dado la lámpara de aceite la noche anterior. La mujer entró y dejó en la única mesa de la habitación una bandeja con algo de pan y una taza de té.
Iba descalza y se movía sin hacer el menor ruido. Llevaba un pañuelo anudado a la cintura y el pecho brillante y desnudo.
Hanna quiso saber enseguida cómo se llamaba esa mujer de color. En aquellos momentos se encontraba en un mundo donde el único nombre que conocía era el suyo. Pero no se atrevió a decir nada. La silenciosa mujer desapareció y la puerta volvió a cerrarse.
Hanna se tomó el té, que estaba muy dulce. Cuando dejó la taza en el plato, se sintió agotada. Se puso la mano en la frente y notó que le ardía. ¿Sería por el calor de la habitación? No estaba segura.
Volvió a sentir el mismo dolor de estómago que había sufrido durante la noche. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Aquel malestar sordo iba y venía como en oleadas. Se adormiló para despertarse enseguida con un sobresalto. Se llevó la mano al bajo vientre, la retiró empapada y, cuando se fijó bien, vio que estaba llena de sangre. Lanzó un grito y se sentó en la cama de un salto.
«La muerte», se dijo temblando. «No sólo se llevó a Lundmark, sino que también viene por mí». Gimió de miedo, pero se obligó a levantarse y se encaminó a la puerta tambaleándose. Al otro lado había un pasillo que conducía a un patio interior descubierto. Tuvo que sujetarse en la barandilla para no caerse. Delante del piano negro que se encontraba en el suelo de piedra del patio había alguien limpiando las teclas con un paño.
Hanna debió de emitir algún sonido del que ni siquiera ella misma fue consciente, porque el hombre del piano dejó de limpiar las teclas, se dio la vuelta y la observó. Ella alzó las manos ensangrentadas describiendo un gesto de súplica, como dispuesta a abandonarse a cualquiera que quisiera ayudarle.
«Me muero», acertó a pensar Hanna. «Aunque no comprenda lo que le digo, seguro que entiende un grito de socorro».
—Estoy sangrando —gimió—. Necesito ayuda.
Estaba a punto de desmayarse pero consiguió regresar a la habitación, aunque apenas se tenía en pie. Sintió que se le escapaba la vida, que ya se deslizaba hacia el mismo fondo que Lundmark.
Alguien le tocó el hombro. Era la misma mujer que le había servido el té hacía unos minutos. Le levantó la falda despacio, le miró el bajo vientre y dejó caer la prenda de nuevo, sin que la expresión de su cara desvelase lo que pensaba.
En aquel momento, Hanna deseó que la mujer de color que tenía delante se hubiese transformado en Elin. Pero Elin vivía en otro mundo. Hanna creyó verla como entre una bruma, delante de la casa gris, oteando desde la explanada la montaña que se alzaba al otro lado del río.
La mujer de color se dio media vuelta y salió de la habitación. Hanna se percató de que iba con prisa.
«Algún día sabré su nombre, porque me niego a morir», pensó. «No quiero hundirme. Todavía no».