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Lo que sucedió después y, sobre todo, el porqué de que sucediera es algo que Hanna jamás logró explicarse. La decisión que tomó a última hora de aquella noche, después de que los misioneros abandonaran el barco, le resultó insondable mientras vivió. Se desnudó y se acostó, el calor seguía igual de aplastante, ni la menor brisa agitaba el trozo de lino que cubría el ojo de buey abierto. Ya se había dormido cuando, súbitamente, algo la arrancó del sueño y se vio sentada en el catre. La idea que tenía en la cabeza era nítida y dominaba su conciencia.

Hanna sabía que no podía permanecer a bordo. No podía proseguir la travesía, puesto que su difunto marido aún seguía allí. Si no dejaba la embarcación, la aniquilaría el dolor.

Se acurrucó sentada en el catre, con la espalda apoyada en el cabecero, con las piernas encogidas, conteniendo la respiración. Había tomado una decisión y debía abandonar el barco aquella misma noche, cuando el marinero se hubiese dormido junto a la borda.

Intentó convencerse por última vez de que debía continuar hasta Australia, pero la idea se le antojaba imposible. Ella jamás vería desde el barco las montañas de hielo —el castillo de mármol— flotando sobre las aguas del mar.

Guardó sus escasas pertenencias en la bolsa que le dio Forsman. Dudó un buen rato si llevarse el saco marinero de Lundmark. Al final, sólo se guardó la gorra, el manual de navegación, el reloj y el retrato de bodas que se hicieron en Argel. Y, por último, el diccionario de portugués.

Poco después de las cuatro de la mañana, Hanna abandonó el camarote. El marinero que vigilaba la pasarela dormía junto a la borda con la cabeza hundida en el pecho.

Cuando Hanna pasó sigilosa por encima de la cuerda y bajó por la pasarela antes de que la engullese la oscuridad, cantaban las cigarras. Se pasaron el día buscándola por todo el barco, pero no hallaron ni rastro de Hanna. El capitán Svartman envió a Halvorsen junto con dos grumetes a buscarla por tierra. Aguardó todo lo que pudo pero, poco antes de que se extendiese sobre ellos el breve ocaso africano, dio orden de soltar amarras.

Hanna, la cocinera, había desertado. El capitán Svartman sospechaba muy apenado que, seguramente, habría perdido el juicio.

Anotó su desaparición en el diario de a bordo: «La cocinera, Hanna Lundmark, ha abandonado mi barco. Puesto que había enviudado recientemente, cabe sospechar que el dolor le ha perturbado la razón. La búsqueda emprendida para dar con ella no ha dado resultado».

Sin embargo, Hanna estaba allí, en las sombras del puerto, sin que nadie de a bordo pudiera verla. Al abrigo de la oscuridad, siguió la partida de la embarcación, la vio zarpar alejándose del puerto rumbo al este.

El capitán Svartman le había pagado hacía unos días cincuenta libras esterlinas. Era el seguro que la naviera pagaba a las viudas a la muerte de un tripulante.

Se alojó en un hotel del puerto bastante económico. Durmió un sueño inquieto, con repentinos agujazos de un dolor sordo en el estómago.

Cuando despertó, era el 4 de julio de 1904. Más o menos al mismo tiempo, el Lovisa se cruzó con su primer iceberg.