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Y aquel último día acogieron a bordo a los misioneros suecos. El capitán Svartman los recibió en la pasarela poco antes de las once de la mañana. Dos mujeres con falda larga y salacot y un hombre grueso de baja estatura con un pie tullido. Hanna se detuvo a observar a los desconocidos. El capitán Svartman les entregó un saco repleto de cartas y los invitó a pasar a su camarote.

Halvorsen le había contado que tenían la misión en el interior, en un lugar llamado Phalaborwa, lejos de la costa. Seguramente habían viajado hasta allí en un carro tirado por bueyes y les habría llevado más de una semana llegar a Lourenço Marques.

—Lo más probable es que el capitán Svartman les enviara un telegrama desde Argel —explicó Halvorsen—. De modo que sabían aproximadamente cuándo llegaríamos.

Hanna había estado lavando ropa y se disponía a tenderla a secar en una de las cuerdas que los grumetes le tensaban cuando lo necesitaba. De repente se dio cuenta de que tenía a su lado a una de las desconocidas.

Era una mujer pálida, de una delgadez extrema. Tenía una pequeña cicatriz que le cruzaba la aleta de la nariz, los ojos apagados, azules, y los labios finos. Rondaría los cuarenta, tal vez menos.

A Hanna le dio la impresión de que estaba enferma. La mujer le dijo que se llamaba Agnes.

—El capitán Svartman nos lo ha contado —dijo la mujer—. Nos ha dicho que tu marido acaba de fallecer. ¿Quieres que recemos juntas?

Hanna llevaba en las manos unas sábanas recién lavadas. ¿Pretendía que se arrodillaran allí mismo, en la cubierta? La sola idea la horrorizaba.

—Si quieres, te ayudo —dijo Agnes.

Tenía la voz dulce. Entre los tripulantes había un hombre que hablaba el mismo dialecto que ella, un marinero llamado Brodin, natural de los bosques de Värmland. ¿De verdad que aquella mujer que tenía delante era de Värmland?

Echó una ojeada a la mano izquierda de la desconocida. No llevaba anillo. O sea, que estaba soltera. Y quería ayudarle. Pero ¿cómo? Lo único que Hanna deseaba era recuperar a su marido muerto, que ahora se hallaba a mil novecientos treinta y cinco metros de profundidad y que no regresaría jamás.

—Gracias —musitó—. Pero no necesito ayuda.

Agnes la observó pensativa. Luego asintió sin más y le tomó la mano.

—Rogaré por ti, porque tu inmenso dolor halle consuelo —le dijo.

Hanna se quedó mirando cómo los misioneros dejaban el barco con el saco lleno de correspondencia antes de desaparecer en la ciudad. Los siguió con la mirada hasta que perdió de vista al último de ellos, el hombre del pie tullido.

De repente se le encendió por dentro un deseo súbito de echar a correr tras ellos, de seguirlos tan lejos del mar como fuera posible. Pero aún persistía algo invisible que le cerraba la pasarela. Estaba ligada a la embarcación del capitán Svartman.

La embarcación de su marido muerto.