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Atracaron en el muelle de una ciudad africana llamada Lourenço Marques. Era pequeña y estaba despoblada, y recordaba tal vez a Argel, con sus fachadas blancas y las casas encaramadas a la loma. En la cima de una colina había un hotel también blanco. Resultaba imposible pronunciar el nombre de la ciudad, de ahí que los tripulantes la llamasen Loco, que, según Hanna recordaba, significaba «loco» en portugués.

Halvorsen había estado allí con anterioridad. Le aconsejó a Hanna que no durmiese con el ojo de buey abierto, pues había mosquitos portadores de la temible malaria. Por la misma razón, tampoco debía salir en manga corta por la noche aunque hiciese calor.

Se ofreció a llevarla consigo a tierra. Podían pasear por la ciudad, quizá detenerse en alguno de los numerosos restaurantes y degustar el pescado asado, las gambas fritas o la langosta, que no podía compararse con la de ningún otro lugar del mundo.

Pero ella declinó la invitación. Aún no estaba preparada para andar en compañía de otro hombre, aunque Halvorsen sólo estaba mirando por ella. Hanna se quedó a bordo y pensó que, dos días más tarde, zarparían rumbo al este, surcando el mar inmenso que separaba el continente africano de Australia.

Una noche, Lundmark le contó entre susurros, mientras estaban tumbados en el angosto catre, que quienes viajaban por mar hasta Australia se topaban a veces con icebergs; que a pesar de que navegaban por latitudes templadas, aquellas montañas de hielo, grandes como castillos recubiertos de mármol, podían llegar flotando muy al norte antes de que el calor las derritiese. El capitán Svartman se lo había contado a él, y el capitán sólo decía la verdad.

Hanna se encontraba en cubierta y, apoyada en la borda, contemplaba cómo los porteadores africanos cubiertos de andrajos cargaban provisiones bajo la mirada vigilante del capitán Svartman. Un hombre blanco, con barba y bronceado, que vestía un traje color caqui acuciaba a los porteadores. Hanna pensó que movía las manos como si hiciese restallar un látigo invisible contra sus hombros. Los hombres que acarreaban las mercancías eran delgados, temerosos. De vez en cuando, la mirada de Hanna se cruzaba con la suya, breve e inquieta.

En algún momento vio algo más: ira, odio quizá. No estaba segura. El hombre blanco hablaba con voz chillona, como si detestase lo que hacía o como si sólo quisiera acabar de una vez.

En un par de ocasiones, cuando vio vacía la pasarela, pensó que, después de todo, bien podría bajar a tierra, al muelle, para pisar suelo africano al menos una vez.

Pero nunca llegó tan lejos. La borda seguía constituyendo una frontera invisible para ella.

El calor la mantuvo despierta la primera noche. Halvorsen le había dicho que podía dejar el ojo de buey abierto si lo cubría cuidadosamente con un fino retazo de algodón. Y le dio un trozo de tela que le había comprado cuando bajó a tierra.

Ahora Hanna yacía en el camarote oyendo las cigarras y, a lo lejos, los tambores y quizás algo que sonaba como un canto o como los gritos de un ave nocturna.

Aquel calor denso era tan sofocante que se vistió y salió a cubierta. Había un marinero haciendo guardia junto a la pasarela, cuyo paso cortaba durante la noche un cabo grueso. Hanna se dirigió a la proa del barco y se sentó sobre un cabrestante.

Estaba rodeada de oscuridad, salvo por el farol de posición que había junto a la pasarela. Abajo, en el muelle, ardía una hoguera. A su alrededor había sentados varios hombres cuyos rostros iluminaban las llamas. Hanna se estremeció, aunque ignoraba por qué. Quizá por miedo, quizá por todo aquel dolor vivo que le crecía dentro.

Se quedó sentada en el cabrestante hasta que la venció el sueño. Un mosquito le picó en la mano y la despertó. Lo espantó y pensó que, llegado el caso, nada podría hacer contra la muerte.

El día siguiente, el último que pasarían en Lourenço Marques, le preguntó a Halvorsen cómo se llamaba el país en que se encontraban.

—África Oriental Portuguesa —le respondió dudoso—. Si es que un país africano puede llamarse así.

Halvorsen meneó la cabeza con una mueca.

—Esclavitud —añadió—. Los negros son esclavos. Así de sencillo. Creo que jamás he visto tanta brutalidad como aquí. Y siempre en personas blancas, como tú y como yo.

Una vez más, meneó la cabeza antes de alejarse.

Hanna detectó su desprecio. Del mismo modo en que había visto la ira en los ojos de los hombres negros, y quizá también un sentimiento idéntico al de Halvorsen.