«Es de lo más extraño», pensaba Hanna: «todas las mañanas, cuando me despierto, la litera ha seguido viajando. Me encuentro en un lugar distinto al lugar en el que me dormí». Comoquiera que fuese, había algo más en ella que estaba cambiando. Había empezado a sentir expectación por los encuentros con Lundmark. Se contaban tímidamente quiénes eran y de dónde venían, y Hanna no se apartó la noche que él la rodeó con el brazo de improviso.
Se encontraban en el canal de la Mancha navegando como a tientas a través de una espesa bruma que se alzaba ante ellos como un muro. Las sirenas gemían solitarias desde distintos puntos. Hanna se imaginaba un rebaño de animales que se hubiesen dispersado y que ahora trataran de reunirse de nuevo. El capitán Svartman, que había ordenado reforzar la vigilancia, no abandonaba el puente de mando mientras persistía la bruma. De vez en cuando aparecía de entre la blancura algún barco negro con las velas exánimes, o buques de humeantes chimeneas que pasaban cerca de ellos, a veces demasiado cerca, como daba a entender la manera en que Svartman movía la cabeza preocupado y ordenaba reducir aún más la velocidad.
Dos días y dos noches permanecieron prácticamente inmóviles con todos los faroles y bengalas encendidos en cubierta. A Hanna le costaba dormir y salía una y otra vez del camarote, pero procurando no estorbar.
El segundo día, el capitán Svartman le pidió que fuese a buscar al marmitón, que había desaparecido. Lo halló escondido en la despensa, temblando de miedo. Hanna lo consoló como pudo y lo llevó a cubierta, donde Svartman lo recibió poniéndole un farol en la mano.
—El trabajo es un buen remedio —sentenció. Pocos días después empezó a disiparse la niebla. Aumentaron la velocidad. Hanna los oyó decir que pronto pasarían algo que se llamaba el golfo de Vizcaya.
De repente, Lundmark empezó a hablarle más a fondo de sí mismo. Era el único hijo de un comerciante de Timrå que, tras arruinarse, no pudo impedir que la pobreza y la miseria se instalaran en su hogar. La madre de Lundmark era una mujer reservada que jamás se reconcilió con la idea de haber traído al mundo a un solo hijo. Para ella era tan decepcionante como vergonzoso.
Y él siempre se sintió atraído por el mar. Correteaba por las playas deseando ver los barcos que zarpaban y que arribaban a puerto. A la edad de trece años se ofreció como grumete en un carguero que cubría la travesía entre Sundsvall y Soderhamn. Sus padres intentaron disuadirlo. Incluso lo amenazaron con enviar tras él a la justicia si se enrolaba. Sin embargo, cuando al final lo hizo, se resignaron y lo dejaron tomar el camino que él había escogido.
Aquella noche, antes de rendirse al sueño, Hanna pensó en lo que le había contado el tercer oficial. Le demostró una confianza que, hasta entonces, sólo Berta le había dispensado.
Al día siguiente, Lundmark continuó con sus confidencias, pero también empezó a preguntarle a Hanna por la vida que había llevado antes de su llegada a la casa de Forsman y a la embarcación en la que ahora se encontraba. Ella pensaba que no tenía nada que contar, pero él escuchaba todo lo que decía con un interés que parecía sincero.
Así continuó su conversación, una noche tras otra, siempre y cuando el viento no soplara con fuerza desmedida o el capitán Svartman no ordenara a Lundmark realizar alguna tarea fuera de las habituales.
Hanna comprendió que sentía por él algo que jamás había experimentado con anterioridad. Algo que no podía compararse con lo que había compartido con su madre y sus hermanos. Tampoco con la intimidad que había alcanzado con Berta. Lo que ahora sentía era más profundo y le desvelaba algo hasta el momento desconocido para ella. Con cada minuto que pasaba esperando que él apareciera desde detrás del camarote aumentaban sus ganas de verlo.
Una noche, Lundmark le regaló una estatuilla de madera que representaba una sirenita. La había comprado en una ciudad portuaria italiana, durante un viaje anterior, y desde entonces la llevaba consigo en todos los viajes en los que se había enrolado.
—No puedo aceptarla —objetó ella.
—Quiero que la tengas tú —aseguró Lundmark—. En mi opinión, se parece a ti.
—¿Qué podría darte yo a cambio? —quiso saber Hanna.
—Tengo todo lo que necesito —respondió Lundmark—. En estos momentos, eso es lo que siento.
Permanecieron en silencio unos minutos. Hanna le dio las buenas noches y se dirigió a su camarote. Cuando algo más tarde entreabrió la puerta, vio a Lundmark apoyado todavía en la borda contemplando el mar que se ensombrecía, erguido y con la gorra en la mano.
A la mañana siguiente, mientras Hanna, sentada en la cocina, limpiaba el pescado recién capturado que se convertiría en la cena de la tripulación, cayó de pronto una sombra sobre ella.
Alzó la vista y se encontró con Lundmark. Sin mediar palabra, el muchacho se arrodilló, le cogió la mano llena de escamas relucientes y le pidió que se casara con él.
Hasta aquel momento, su relación se había limitado a las conversaciones nocturnas, pero todos los tripulantes los veían ya como una pareja, Hanna se había percatado de ello, puesto que ningún otro marinero hacía el menor intento de aproximación.
¿Acaso esperaba que aquello ocurriese? ¿Lo deseaba? Cierto que por un momento lo había pensado, sí, que ella viajaba con Lundmark, no con el barco ni con su carga de maderos. Y ello a pesar de que lo había conocido ya cuando la embarcación estaba a punto de abandonar Sundsvall.
Hanna aceptó enseguida. Tomó la decisión en un abrir y cerrar de ojos. Lundmark estaba arrodillado ante ella, la besó en la cara y se levantó para acudir a la reunión matutina con el capitán.
En Argel atracaron para reposar. El cónsul sueco, un francés que había visitado Suecia en su juventud y que se había enamorado de Estocolmo, localizó a un sacerdote metodista de nacionalidad inglesa que se prestó a casarlos. El capitán Svartman presentó los documentos necesarios y ejerció de testigo junto con el cónsul y su mujer, que se pasó la breve ceremonia llorando conmovida. Después, el capitán los llevó a un fotógrafo y pagó el retrato de bodas de su bolsillo.
Aquella misma noche, Hanna se trasladó al camarote de Lundmark. El otro oficial, que se llamaba Bjornsson, se mudó a la angosta enfermería del barco. Hanna conservaría su camarote, el capitán Svartman había decidido no privarla de él. Aunque si alguien caía gravemente enfermo, habría que utilizarlo.
El capitán acogió con buena voluntad aquella unión, pero, puesto que abandonaron Argel aquella misma noche, a una hora algo avanzada, cuando organizaron las guardias se les malogró la noche de bodas, pues Lundmark tuvo que hacer su turno. Al capitán Svartman jamás se le habría ocurrido darle la noche libre. Su buena voluntad no daba para tanto. Y a Lundmark tampoco se le habría ocurrido pedirla.
Y de este modo, Hanna se convirtió en la esposa de alguien, en la señora Lundmark. Ambos eran tímidos e inseguros. Aquel oficial imponente se transformó en un niño, temeroso de lastimar o de herir. Se acercaron el uno al otro con sumo miramiento, puesto que aún no se conocían realmente, con un amor susurrante, una pasión por estallar.
Cuando cruzaron el canal de Suez, compartieron una de las pocas ocasiones en que coincidían sus horas libres. Contemplaban las playas, las palmeras enhiestas, los camellos que avanzaban balanceándose sinuosamente, los niños desnudos que aparecían en las aguas del canal.
Lo más arduo para Hanna era acostumbrarse a dormir con él. Una cosa era dormir rodeada de sus hermanos o con Berta. Ahora, en cambio, yacía a su lado un hombre musculoso que se movía y la despertaba.
Al verse allí, con él, sentía seguridad e inquietud a un tiempo, así como una añoranza terrible de la vida que llevaba en el valle.
Por las noches, después del amor, conversaban en la oscuridad, siempre en voz baja porque las escotillas eran delgadas y se encontraban rodeados de gente.
Y allí, en la cálida oscuridad del camarote, Lundmark le confesó que soñaba con ser un día capitán de su propio barco.
—Y lo conseguiré, si tú me ayudas —auguró—. Ahora que te tengo a mi lado, lo creo posible.
Hanna le cogió la mano mientras pensaba en lo que le acababa de decir. Y, de repente, sintió un deseo y una añoranza tremenda de poder contarle a Elin todos los acontecimientos que colmaban su vida.
Elin tenía razón cuando le dijo que debía dirigirse a la costa. Pero ¿qué pensaría del viaje que había emprendido ahora? «Tengo que escribirle», se dijo. «Un día, Elin recibirá una carta. Y le enviaré el retrato de boda. Tiene que conocer al hombre con el que me he casado».