16

Nueve horas más tarde, el 23 de abril de 1904, el vapor Lovisa abandonó el muelle y zarpó con destino a Perth.

La nave aulló una suerte de despedida haciendo resonar la sirena. Hanna se encontraba en la cubierta de popa, junto al camarote, pensando que, en realidad, se había quedado allá abajo, en el muelle.

Allí había abandonado una parte de sí misma. Ignoraba quién era en aquellos momentos. El futuro, incierto y desconocido, terminaría por desvelárselo.

Se fue a la parte trasera del camarote, se metió debajo de un saledizo y se quedó contemplando el torbellino de espuma que provocaba la hélice. «Como remolinos de nieve», pensó. «Ahora voy camino de un mundo donde no nieva nunca, donde reina el desierto y la arena reseca se arremolina bajo un calor que no soy capaz de imaginar siquiera».

De repente apareció a su lado el tercer oficial Lundmark. Lo primero que, según recordó después, le llamó la atención fueron sus uñas. Las llevaba limpias y bien cortadas, y Hanna recordó que Elin cuidaba las uñas de su padre con ahínco y cariño.

Se preguntó fugazmente quién le habría arreglado las uñas al segundo. De un comentario del capitán Svartman, Hanna dedujo que el oficial Lundmark estaba soltero. Svartman también le había preguntado a ella si tenía algún novio que la esperase a la vuelta. Pareció satisfecho al oír que no era el caso y murmuró algo sobre que prefería que no hubiese muchos tripulantes con familia.

—Por si ocurriera algo —añadió—. El mar no nos promete nada, salvo lo inesperado.

Lundmark la miraba sonriente.

—Bienvenida a bordo —dijo.

Hanna lo observaba perpleja. Era Forsman quien hablaba. Lundmark imitaba su voz a la perfección.

—Pero si suena como si hablase él —le dijo.

—Sí, puedo hacerla siempre que quiera —respondió Lundmark—. También en un simple marinero puede esconderse la voz de un armador. Un ruido lejano les llegó desde el puente y vino a interrumpir la conversación. El humo negro de las chimeneas inundó la cubierta y Hanna tuvo que volver la cara para que no le escociesen los ojos.

En la cocina Hanna contaba con la ayuda de Lars, un muchacho de quince años que también viajaba por primera vez. Era huérfano y timorato. Cuando le daba la mano, Hanna lo notaba preparado para retirarla, por si la apretaba demasiado fuerte.

El capitán Svartman pidió tocino y judías el primer día.

—No soy supersticioso —afirmó—. Pero mis mejores viajes siempre han empezado con un menú de tocino y judías para toda la tripulación. No puede hacer ningún mal repetir lo que tan buenos resultados ha dado.

Aquella noche, cuando ya había organizado el desayuno del día siguiente y había mandado a dormir al marmitón, salió a cubierta. Ya habían dejado atrás el archipiélago y navegaban con rumbo sur. El sol se ponía a estribor sobre las colinas del bosque.

Una vez más y de forma inesperada, Lundmark apareció a su lado. Permanecieron en silencio contemplando juntos cómo el sol desaparecía despacio.

—Estribor —dijo de pronto—. Todo tiene una explicación. Es una palabra extraña que tiene un significado lógico. Antiguamente siempre había un remero que sostenía una pala desde popa, pero la sujetaba por el lado derecho, puesto que de ese modo podía usar el brazo de ese lado, que suele tener más fuerza que el izquierdo. Y de ahí viene la palabra estribor.

—¿Y babor? —preguntó Hanna. Lundmark negó con la cabeza.

—No lo sé —respondió—. Pero lo averiguaré.

Aquello no tardó en convertirse en una costumbre. Hanna y el oficial se quedaban hablando todas las noches. Si llovía o soplaba el viento, se resguardaban debajo del saledizo, junto al camarote.

Pero Hanna nunca llegó a saber de dónde venía la palabra babor.