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El libro de salmos era igual que el que Forsman le dio a Elin aquel día de diciembre del año anterior, cuando el trineo que esperaban apareció por fin en el lindero del bosque. Ahora, el día de abril en que Hanna debía subir a bordo del barco, también a ella le dieron uno. Ya había recibido la instrucción necesaria, había firmado un contrato y un seguro.

Para entonces había aprendido cuanto precisaba de Morth, el viejo cocinero, que no podía evitar manosearla pero que paraba en cuanto ella lo apartaba de un manotazo. A Hanna le disgustaba mucho que no la dejara en paz, pero el hombre se esforzó de verdad por enseñarle a preparar buenos platos para la tripulación. La obligaba a llevar el control de los artículos de primera necesidad y le daba instrucciones de en qué puertos debía o no proveerse de lo que faltara. Le dibujó un mapa y le confeccionó una lista de esos puertos y Hanna comprendió que sin Morth jamás habría podido prepararse lo bastante bien para la travesía que tenía por delante.

Forsman le cogió la mano cuando le entregó el libro de salmos. Parecía algo desconcertado y casi conmovido, como si hubiera estado bebiendo. Aunque ella sabía que no era así.

—Espero que te vaya bien —le deseó—. Dios vela por ti, pero yo también estaré cerca, te lo prometo.

La despedida de la casa y sus habitantes fue breve, pero Berta y ella habían hecho un trato. Un acuerdo sagrado, se dijeron, que no podrían violar. Decidieron cartearse hasta que se vieran de nuevo. Habían aprendido a escribir juntas y ahora resultaba que todo el esfuerzo tenía un objetivo. Y si al final Hanna no regresaba a Sundsvall, podrían encontrarse en el espacio creado por las cartas que se enviaran.

Forsman la acompañó a la embarcación. En la pasarela había un hombre de uniforme al que no había visto con anterioridad. Era joven, apenas cuatro o cinco años mayor que ella. Llevaba una gorra de plato y un jersey azul marino, tenía el pelo rubio y, con las piernas abiertas, sujetaba en la mano una pipa apagada.

Hanna dio un paso al frente por la pasarela. Cuando llegó a bordo, el desconocido la estaba esperando.

Se inclinó levemente, pero se arrepintió enseguida. ¿Por qué iba a hacerle una reverencia a uno de los marineros?

Oyó a su espalda unos pasos decididos. Era Forsman, que subía a bordo junto con el capitán.

—El oficial Lundmark —los presentó el capitán Svartman—. Ésta es nuestra cocinera, Hanna Renström. Trátala bien y puede que te prepare buenos platos durante el viaje.

Lundmark asintió con una sonrisa que desconcertó a Hanna. ¿Por qué la miraba con tanto interés?

En cualquier caso, ahora sabía quién era. El tercer marinero al que estaban esperando acababa de subir a bordo.

Aquel día de abril soplaba una brisa suave sobre el puerto de Sundsvall. Hanna cerró los ojos y escuchó el murmullo del viento y de las olas. «El bosque», se dijo. «Las olas emiten el mismo sonido que cuando el viento silbaba en el valle. Ya soplara frío o caliente».

De repente, sintió añoranza de Elin y de sus hermanos, pero no había vuelta atrás, no había nada más que aquella embarcación cargada de maderos aromáticos recién cortados, rumbo a Australia.

—Lars Johan Jakob Antonius Lundmark —anunció de pronto una voz a su lado. Era el tercer oficial, que se había rezagado mientras el capitán y Forsman se dirigían al camarote de Svartman—. Lars por mi padre —prosiguió el marinero—. Johan por mi abuelo, Jakob por un hermano mayor que murió, Antonius por el médico que le curó a mi padre la septicemia. Ahora ya sabes quién soy, ¿no?

—Yo me llamo Hanna —respondió—. Sólo tengo un nombre, pero para mí siempre ha sido más que suficiente.

Dicho esto, se dio media vuelta y se marchó a su camarote. Salvo el capitán Svartman, ella era la única que no compartía camarote. Se sentó en el catre con el libro de salmos en las manos. Cuando abrió la portada, halló dos relucientes billetes de una corona.

Volvió a cubierta. El oficial había desaparecido. Hanna se quedó junto a la borda hasta que Forsman salió del camarote del capitán.

—Quería darle las gracias por el dinero —dijo Hanna.

—El dinero completa muy bien la palabra de Dios —aseguró Forsman—. Te irá bien para el viaje.

Le dio una palmadita torpe en la mejilla y abandonó el barco cruzando la pasarela, que se balanceaba bajo su peso.

Toda la embarcación parecía escorar, como si quisiera despedirse de su propietario.