Una tarde, Forsman mandó llamar a Hanna a la biblioteca. No era frecuente que quisiera hablar con ella a solas. Cada vez que eso ocurría, Hanna se inquietaba ante la posibilidad de que Forsman la recibiese enojado o tuviese alguna objeción que oponer a su trabajo o a su conducta.
Cuando llegó a la sala, comprobó que Forsman no estaba solo. Sentado en una silla había un hombre uniformado al que ella no había visto con anterioridad. Se detuvo y se inclinó brevemente en cuanto cruzó el umbral y cerró la puerta. Forsman la recibió con un gesto de asentimiento y dejó el cigarro en un cenicero.
El hombre de uniforme era mayor que Forsman y la observaba con mirada escrutadora.
—Éste es el capitán Svartman —anunció Forsman—. Es el capitán del Lovisa, una nave de la que soy copropietario y que no tardará en zarpar para emprender una larga travesía hasta Australia, cargada de madera sueca, talada en bosques de mi propiedad y aserrada en mi propia serrería.
Forsman enmudeció, tal y como solía hacer cuando deseaba que la gente tuviera tiempo de recapacitar sobre lo que acababa de decir. Hanna trató de localizar en su cabeza aquel país, Australia, pero sin éxito.
No obstante, Forsman acababa de decir que se trataba de un largo viaje. En otras palabras, Australia no era ningún país vecino.
—He estado pensando en tu futuro —prosiguió Forsman de repente con tal énfasis que Hanna se sobresaltó—. Creo que tú podrías valer para algo más que para seguir de sirvienta en esta casa. Me ha parecido advertir en ti un talento que promete algo bueno para el futuro. Ignoro en qué consiste, pero veo que tienes voluntad. Por eso he decidido que viajarás a Australia con el capitán Svartman, y volverás con él. Irás en el barco de cocinera y serás la única mujer a bordo, pero todos sabrán que viajas bajo mi especial protección.
Forsman volvió a guardar silencio y contempló el cigarro, que se había apagado. Hanna sólo podía dar una respuesta:
—Debo pedirle permiso a Elin —aseguró—. No puedo viajar sin avisar en mi casa.
Forsman asintió reflexivo y se inclinó sobre el escritorio. Tomó un papel y se lo mostró a Hanna.
—Tu madre escribe como si usara un rastrillo —afirmó—. Y su ortografía es un desastre. Y tampoco usa los puntos y las comas. Pero sabe lo que te he ofrecido y te da su bendición para partir.
Hanna comprendió que Forsman seguía cumpliendo la promesa de hacerse responsable de ella. Al parecer, llevaba mucho tiempo planeando que hiciera aquel viaje: se precisaban meses para hacer llegar una carta de Sundsvall a las montañas, y otro tanto para recibir la respuesta desde allí.
—Dentro de un mes todo estará cargado y listo para zarpar —continuó Forsman—. Hasta entonces, te presentarás en el barco todas las mañanas. Allí encontrarás a Morth, un viejo cocinero que te enseñará el oficio. Te daré dinero para que te prepares para la travesía y recibirás un buen salario, mucho más dinero del que ganarías nunca de criada. Y ahora vete y no dudes ni por un instante. Sé que esto te conviene.
Hanna abandonó la sala. Un sudor frío le corría por debajo de la blusa.
No le contó nada a Berta hasta el día siguiente, en que, por ser domingo, tenían unas horas libres. Brillaba el sol y el agua del deshielo goteaba desde los tejados. Habían subido a la cima de una colina que se hallaba a las afueras de la ciudad, a un lugar donde alguien había tallado el tronco de un árbol hasta convertirlo en un banco. Aunque todavía era invierno, a aquellas horas del día el sol calentaba. Extendieron los abrigos y se sentaron. Hanna no había decidido nada de antemano, pero de repente supo que había llegado el momento de contárselo a Berta. Le confesó la verdad, que se sentía angustiada ante la tarea que Forsman le había asignado. ¿Cómo iba a valer ella para ser cocinera de un barco que debía llegar a Australia?
—Ojalá me hubiera preguntado a mí —replicó Berta—. No me lo habría pensado.
—Está tan lejos —objetó Hanna antes de explicarle que, en el globo terráqueo marrón que tenía Forsman junto a la mesa de billar, había visto dónde se encontraba Australia.
Se horrorizó al descubrir que se hallaba en el extremo inferior del globo.
—Yo lo que quiero es quedarme aquí, en la casa de Forsman —aseguró—. ¿Quién hará mi trabajo cuando yo no esté?
—¿De verdad piensas que tanto sacrificio es algo a lo que aspirar? —preguntó Berta sorprendida—. Además, aquí no hace falta ninguna criada más.
Berta habló con absoluta convicción. Era como si comprendiese la preocupación que se apoderaba del cerebro de Hanna. Sin embargo, bien pudiera ser que Berta sintiera envidia de ella y experimentó la desagradable sensación de que quizá su amiga no quisiera que se quedara.
—La decisión es tuya —sentenció Berta—. Yo quisiera que te quedaras. Por lo menos tú no te mueves por las noches y no soporto la idea de tener que compartir cama con alguien que se pase la noche dando vueltas y patadas entre las sábanas.
Las dos muchachas rompieron a reír, pero enseguida se pusieron serias de nuevo.
—Habla con Forsman si tienes dudas —le aconsejó Berta—. Él es quien manda.
No hablaron más acerca del viaje. Se quedaron contemplando la ciudad y el hielo que se extendía de color blanco más allá de las colinas boscosas. Cuando se recrudeció el frío, empezaron a descender el mismo sendero resbaladizo que las llevó a la cima. Berta caminaba seguida de Hanna. Iban riendo cogidas de la mano mientras bajaban. Hanna pensaba en lo que más preocupación le infundía.
En la posibilidad de perder la amistad que había trabado con Berta.
Al día siguiente se armó de valor y llamó a la puerta de la biblioteca de Forsman. Él contestó «¡Adelante!», y enarcó una ceja sorprendido al ver a Hanna cruzar el umbral.
—¿Qué quieres?
La muchacha se quedó en la puerta. ¿Qué iba a decirle?
—Acércate —le ordenó Forsman—. ¡Ven aquí! Estoy esperando a unos tipos que venden madera. Dime a qué has venido. ¿No te encuentras bien? ¿Qué te ocurre?
—Estoy bien —respondió Hanna inclinándose al hablarle.
—Entonces, ¿qué ocurre? No me gusta nada que te presentes aquí entre reverencias si no hay nada importante.
—Es que me gustaría quedarme —confesó Hanna al fin en voz tan baja que Forsman tuvo que inclinarse sobre la mesa para oírla. Hanna elevó la voz en el acto, para evitar que Forsman se impacientara y estallara enojado—. No sé lo que me espera en ese barco —prosiguió—. Pero creo que el trabajo que hago aquí es el que me corresponde.
Forsman se irguió de nuevo en la silla. Tenía sus enormes manos descansando en la barriga sobre el chaleco sin abotonar. La observó con detenimiento.
—Se hará lo que yo diga. Es lo mejor. Créeme.
Dicho esto, se levantó. Aquella conversación había concluido. Hanna se inclinó y se apresuró a salir.
Ella se sintió como si corriera.