A partir de entonces trabajó con Berta. Andaba siempre pisándole los talones, con ella compartía las tareas y fue ella quien le enseñó la ciudad en los escasos ratos libres de que disponían. La mayor parte del tiempo la empleaban en lavar la ropa blanca de la casa. En el patio interior de la vivienda había una bomba donde cogían el agua para el lavadero, que estaba junto al establo. Hanna no comprendía cómo Berta aguantaba un trabajo tan pesado, que rara vez duraba menos de doces horas al día. Había comenzado a servir con Forsman a la edad de trece años. Según le contó a Hanna, su padre falleció en un accidente en la serrería de Essvik, su madre murió tísica al año siguiente y sus hermanos se buscaron la vida cada uno en un lugar distinto. Berta repetía una y otra vez la suerte que había tenido al conseguir trabajo en casa de Forsman. Aunque era duro e interminable, tenía un techo bajo el que cobijarse, una cama donde dormir y tres comidas al día. ¿De qué podía quejarse? ¿Quién le daba derecho a tal cosa?
—Si me marchara, se formaría enseguida una cola de diez aspirantes a mi trabajo —le aseguró Berta una mañana, junto a la bomba, mientras llenaban los cubos—. ¿Por qué no habría de seguir aquí?
—Pero ¿seguirás aquí dentro de diez años? Berta meneó la cabeza y se echó a reír. A pesar de su juventud, había perdido varios dientes de la mandíbula superior.
—Me resulta imposible pensar a tan largo plazo —confesó—. ¿Diez años? Quién sabe si estaré viva siquiera.
Pero Hanna no se rendía. Algún sueño debía de tener Berta, se decía.
—Hijos —admitió la muchacha vacilante—. Supongo que quiero tener hijos. Pero para eso debo encontrar antes un marido. Y por ahora no lo tengo. Quiero uno que no beba y que no me pegue. ¿Dónde se encuentra a un hombre así?
A cada pregunta que le hacía a Berta, Hanna se daba en silencio su propia respuesta. ¿Qué quería ella? Dentro de diez años, ¿seguiría con vida o habría muerto ella también? ¿Quién sería el hombre al que esperaba conocer un día? Si es que en verdad era eso lo que esperaba…
¿Y los hijos? ¿Podía plantearse tener hijos cuando ella misma era todavía una niña en muchos sentidos?
A finales de febrero llegó un deshielo inopinado. Por las tardes, cuando les quedaban fuerzas para ello, salían a pasear por la ciudad. Berta le iba mostrando todos los rincones llena de orgullo, con una sensación de posesión y de responsabilidad. Ella sabía algo que Hanna ignoraba, la ciudad era suya.
De vez en cuando, Berta indagaba sobre el lugar donde Hanna había vivido antes de llegar con Forsman a Sundsvall. Pero Hanna advertía que, en realidad, Berta no sentía gran interés por lo poco que ella tenía que contarle. ¿O quizá sería que ella, que jamás había visto nada más que la ciudad, no conseguía imaginarse cómo era vivir junto a un río al pie de una alta montaña?
La relación con Berta fue para ella algo totalmente novedoso. Durante el tiempo que pasó en la casa de piedra de Forsman, Berta y ella trabaron una amistad verdadera y se hacían todo tipo de confidencias. Casi todas las noches, tumbadas en la cama que compartían, se contaban en voz baja sus secretos. Hanna se decía que jamás había tenido una amiga como Berta. Lo que había compartido con sus hermanos o con su madre era algo diferente.
Berta y ella se atrevían a hablar de las cuestiones difíciles de la vida. El amor, los hijos, los hombres. Hanna no tardó en comprender que Berta tenía tan poca experiencia como ella con respecto a lo que la vida podría depararles.
A veces, cuando salían a pasear por las tardes, siempre agarradas del brazo, con los pañuelos bien anudados en la barbilla, las llamaban muchachos de su misma edad que andaban por ahí. Pero ellas jamás les respondían, aceleraban el paso, aunque luego, cuando se acostaban, comentaban lo ocurrido entre risitas.
Aún no es el momento, se decía Hanna, pero llegará el día en que nos detengamos a hablar con esos muchachos.
La mayor parte del tiempo que pasaban juntas, cuando no las reclamaba el trabajo, lo invertían en aprender a leer. Comprendieron casi enseguida que tanto la una como la otra sabían bien poco. La antigua cocinera de Forsman le había dado a Berta un cuaderno de lectura manoseado que las dos se aplicaban a estudiar día tras día; iban leyendo y preguntándose la una a la otra hasta que, furtivamente, empezaron a coger libros de la biblioteca de Forsman y a leerlos en voz alta, cada vez con más soltura.
Hanna no olvidaría jamás el instante en que las letras dejaron de saltar huidizas ante sus ojos; cuando, en lugar de hacerle muecas burlonas, empezaron a formar palabras y frases y, finalmente, relatos completos que ella podía comprender.
Por aquel entonces, además, llegó a manos de Hanna un pequeño diccionario de portugués. De vez en cuando, Forsman revisaba su inmensa biblioteca y se desprendía de libros y escritos superfluos. Un día, Hanna encontró el diccionario en la papelera. Ella consideraba que podía quedarse con todo aquello que él desechaba, que no había necesidad de arrojarlo a la basura. Le enseñó el diccionario a Berta, que no mostró el menor interés por una lengua extranjera a la que jamás sacaría ningún partido.
Pero Hanna lo conservó y aprendió algunas palabras y frases, aun sin estar segura de pronunciarlas correctamente.
Las postrimerías de aquel invierno de 1904 trajeron temperaturas suaves. Ya a mediados de marzo los marineros, que habían pasado el invierno en tierra inactivos, empezaron a reunirse expectantes en el puerto y en los astilleros, donde los buques de carga ya lucían las velas izadas y aparejadas. Berta le contó a Hanna que cada vez había menos embarcaciones a vela, que cada vez eran más los que compraban barcos de vapor. Pero que aún había cargueros que recorrían la costa o que cruzaban hasta Finlandia, llegando incluso a los países bálticos. Muchos buques transportaban también madera y pescado a Estocolmo, en tanto que otros navegaban rumbo al norte.
Pero los veleros no tardarían en desaparecer del todo y sólo quedarían los barcos de vapor.