Jukka se impacientaba.
—Pero habla con el viejo —masculló—. No hay tiempo para contemplaciones. —Se acercó y tiró de una ventana que parecía llevar cerrada tanto tiempo que costaba abrirla—. Esto apesta —declaró—. Hay un olor agrio a viejo. La tierra ha empezado a consumirte sin que te hayas dado cuenta. Tienes el cuerpo lleno de gusanos que te devoran.
Jukka acuciaba con la mirada a Hanna, que se acercó a la cama donde se encontraba el viejo. Tenía restos de comida en la barba, la camisa de dormir sudada y sucia. Hanna le dijo quién era, cómo se llamaba y quiénes eran sus padres. El viejo no parecía comprender, o quizá no la oía. Ella repitió lo que acababa de decir, pero un poco más alto.
El anciano alzó una mano temblorosa por respuesta y Hanna pensó que querría saludarla. Pero la mano señaló a la ventana.
—Tengo frío —dijo el viejo—. Cierra la ventana.
Jukka, que esperaba como haciendo guardia, se apresuró a dar un paso hacia delante, igual que si fuese a atacar.
—Huele muy mal en la habitación —dijo—. Hay que ventilarla un poco. Pero, abuelo, ¿sabe usted quién es esta muchacha, Hanna Wallén? ¿Es pariente suya o no? En cuanto sepamos la respuesta nos iremos.
Pero el viejo no entendía. Empezó a suplicar comida, tenía hambre, ya nadie le daba de comer.
Hanna lo intentó de nuevo. Volvió a explicarle quién era y estuvo un buen rato hablándole de Elin. Pero era obvio que de nada servía. El anciano que yacía en aquella cama mugrienta vivía en otro mundo donde lo único que tenía algo de trascendencia era el hambre que estaba pasando.
—Nos vamos —dijo Jukka—. Es tiempo perdido. Hablaremos con la mujer, ella quizá sepa algo.
De haber podido, Hanna habría abandonado aquel edificio, habría echado a correr sin parar hasta hallarse de nuevo en casa con Elin y sus hermanos. Allí no había quien la acogiera, aquel largo viaje había sido en vano. Ella no tenía nada que hacer en la ciudad. El único que podía darle la bienvenida era un viejo desquiciado, nadie más.
Cuando Forsman supo del malogrado viaje, reprendió a Jukka, de nuevo sumiso. ¿Ni siquiera pudo averiguar adónde había ido la familia? ¿Tan difícil era?
Sin embargo, Forsman fue calmándose poco a poco y le dijo a Hanna, de nuevo con su voz más amable, que se encargaría de las indagaciones personalmente. Hanna no debía preocuparse. La gente no solía desaparecer sin dejar rastro. Él encontraría a aquellos a quienes ella buscaba.
—Entretanto, te quedarás aquí —anunció—. Harás algo de provecho en la casa. ¡Ayuda a las otras muchachas!
Dos días más tarde ya tenía información que revelarle. Llamó a Hanna a su biblioteca, donde ella lo halló sentado tras el escritorio masticando una colilla.
—El viejo al que conociste no es más que una especie de inquilino —le explicó—. Ni siquiera sois familia. Le permitieron que se quedara allí hasta su muerte. Entonces serán otros quienes ocupen la habitación. Se mudará allí un estibador con toda su familia. Esperan que muera a la mayor brevedad, puesto que ahora viven todos en un establo. Pero sobre el paradero de los demás nadie ha sabido decirme una palabra.
Forsman la escrutó con la mirada. Hanna comprendió que debería estar asustada, pero se armó de valor.
—He pensado que puedes quedarte aquí hasta nueva orden —declaró Forsman al fin—. Necesitamos otra criada en la casa.
Hanna cerró los ojos, respiró. Ignoraba si por el alivio que sentía o de pura alegría. Intentó evocar los sonidos de la casa y del río, pero todo estaba en silencio, tan sólo interrumpía sus cavilaciones un carro que chirriaba en la calle.
Forsman pareció intuir lo que estaba pensando. Sonrió. Hanna le hizo una breve reverencia y salió de la biblioteca.
Una vez fuera, pensó para sus adentros: «Algo he venido a hacer aquí, después de todo».