11

Al día siguiente Forsman mandó a Jukka, el más fiable de sus empleados, que acompañase a Hanna a buscar a sus parientes. Elin le había dado la dirección donde se suponía que vivían. Pero eran unas indicaciones imprecisas; y Sundsvall, una ciudad donde las calles y los números de las casas no siempre coincidían.

Más difícil aún se presentó la situación cuando Forsman, que aseguraba conocer a todos en la ciudad, no había oído hablar de los Wallén. Claro que eso no se lo dijo a Elin. Pensó que tal vez vivían en las proximidades de alguna de las serrerías de los alrededores de Sundsvall.

El frío se había suavizado. Hanna notaba que ya no le mordía la piel como durante el largo viaje en trineo.

Forsman los acompañó hasta la calle.

—Si no encuentras a la familia, te la traes de vuelta a casa —le ordenó a Jukka, que aguardaba con el gorro de cuero en la mano.

Hanna pensó que Jukka parecía sumiso e inseguro ante aquel hombre corpulento envuelto en unas pieles gigantescas. Debía de tener sesenta años, pero se comportaba como un niño que temiese una zurra.

No lo comprendía.

Echaron a andar. En cuanto Forsman desapareció, Jukka se convirtió en otra persona. Escupía y caminaba con gesto osado, abriéndose paso a codazos cuando la gente no se apartaba, como si fuese el amo y señor de la calle cubierta de nieve.

A la pálida luz del invierno, Hanna pudo contemplar la ciudad a la que había llegado. Por cada casa de piedra que dejaban atrás, parecían haber surgido diez chabolas de madera a punto de derrumbarse. «Como las setas», pensó. Las casas de piedra eran las comestibles, las chabolas, las que uno pisa y no se molesta en recoger.

La embargaba el desasosiego. ¿Encajaría allí o sería una de esas personas que jamás armonizaban con la ciudad?

Aparte de todo aquello, también le quedaba por descubrir el mar, que tampoco fue como ella se lo había imaginado. Había un puerto lleno de grandes embarcaciones, unas con mástiles, otras con chimenea. Pero el agua no era infinita, como le había dicho su padre. Veía tierra por todas partes, desde ningún punto se adivinaba el mar abierto más allá de los surcos y las grietas heladas.

Jukka la instaba a seguir cada vez que se detenía. Parecía andar tan escaso de tiempo como su señor, tener la misma prisa.

Fueron siguiendo la orilla del puerto, cubierta de hielo. Hanna estuvo a punto de resbalar y caer en varias ocasiones. Los zapatos que llevaba, confeccionados por un zapatero lapón de Fjällnäs, eran poco apropiados para el adoquinado cubierto de hielo de las calles.

Llegaron a un batiburrillo de cabañas de madera que parecían abrazarse unas a otras para conservar el calor.

Jukka se detuvo y le preguntó a un hombre que tiraba de un trineo cargado de leña. ¿Qué dirección? ¿Wallén? El hombre, que tenía una quemadura enorme en la mejilla y que tosía estrepitosamente, señaló al tiempo que intentaba explicar el camino. Jukka lo apremió impaciente y se llevó la mano al gorro de piel en señal de agradecimiento antes de reemprender la marcha.

—Aquí no hay quien coño encuentre nada —masculló en aquel dialecto suyo tan cantarín—. Aquí no hay quien se oriente, pero creo que es ahí.

Se detuvo ante una casa de madera de dos plantas, con el techo abuhardillado, las ventanas llenas de apañas y una puerta que parecía fuera del marco. Jukka la aporreó. Enseguida abrió una anciana tan arropada con pañuelos que Hanna sólo podía verle los ojos y la nariz.

—Wallén —le espetó Jukka—. ¿Vive aquí alguna familia con ese apellido?

La anciana dio un respingo, como si la hubiese golpeado. Y acto seguido dijo algo que él no entendió.

—Quítate el pañuelo, vieja —rugió—. Vengo de parte del comerciante Jonathan Forsman. Él es quien quiere saber si vive aquí alguien que se apellide Wallén. ¡Y con tantos andrajos como te tapan la boca y esa voz tan chillona no entiendo lo que dices!

La anciana se quitó los pañuelos que le cubrían la cara. Hanna vio que tenía el rostro picado, y que parecía que hubiese pasado hambre.

—La familia Wallén —repitió Jukka, sin reprimirse a la hora de mostrar su impaciencia.

—Se han ido de viaje —dijo la anciana.

—¿Qué significa eso? ¿Se han ido al cielo o al infierno? Responde como es debido antes de que pierda la paciencia.

La anciana dio un paso atrás ante la amenaza, pero Jukka interpuso su bota gigantesca entre la puerta y el marco.

—Sólo queda un viejo en la casa —admitió al final la mujer—. Lo dejaron aquí. Y no sé adónde se fueron.

Jukka se mordía los labios mientras pensaba qué decir a continuación.

—Pues entraremos y hablaremos con él —dijo al cabo—. Llévanos a su casa.

La anciana los guió por la escalera. Unos niños paliduchos los miraban curiosos desde las puertas entreabiertas. Hanna se percató de que olía a agrio y amargo, como si no ventilasen jamás.

Continuaron hasta la última planta, donde la anciana se detuvo por fin ante una puerta, dio unos golpecitos y se apartó enseguida. Cuando Jukka la abrió, le dio a Hanna un empujón para que entrase.

—Venga, habla con tu pariente —le ordenó—. O te quedas a vivir aquí o te vuelves conmigo.

La habitación tenía una cama, una silla de palillería y un espejo quebrado que colgaba de una pared. Hanna se vio la cara reflejada en él, un rostro lleno de desasosiego, alguien a quien ella no reconocía. Luego miró al viejo que yacía en la cama y la miraba como si acabase de bajar de los cielos.

Y recordó las palabras de su padre, las últimas que le susurró en secreto. Sobre el ángel impuro. ¿Tendría razón su padre? ¿Creería el viejo estar viendo un ángel? ¿O sólo una sirvienta desconcertada venida de las montañas remotas?