El 17 de diciembre, poco después de las dos y media de la tarde, se oyó el resonar de las campanillas en el bosque. Fue Vera quien distinguió el relinchar del caballo. Había salido a comprobar si las gallinas habían puesto algún huevo a pesar del invierno. Y cuando, con las manos vacías, volvía por el estrecho pasadizo que habían abierto entre paredes de nieve de un metro de altura, oyó la campanilla. Elin y Hanna salieron en cuanto Vera las llamó. Ya se había aplacado el frío más crudo, y, tras unos días de deshielo, una capa de blanca nieve en polvo se había extendido sobre la dura costra de hielo.
La campanilla se aproximaba paulatinamente, luego divisaron el caballo, más negro que un trol o que un oso en el lindero del bosque. El cochero, envuelto en pieles, tiró de las riendas y se detuvo justo delante de la cabaña, cubierta de nieve y de miseria.
Para entonces, Elin ya había pronunciado aquellas palabras liberadoras que Hanna esperaba.
—Es Jonathan Forsman.
—¿Cómo lo sabes?
—Nadie posee un caballo tan negro. Y nadie viene envuelto en tantas pieles.
Hanna pudo comprobarlo cuando el hombre del trineo se levantó y entró en la cabaña. Iba arropado con pieles de oso y de lobo, en el trineo se sentaba sobre una piel de reno y llevaba al cuello la de un zorro rojo. Cuando se liberó de todas aquellas pieles chorreantes de nieve y de sudor, fue como ver aparecer a un hombre que hubiese pasado demasiado tiempo junto a una hoguera. Tenía la cara barbuda y rubicunda, el pelo empapado de sudor pegado a la frente. Pero Hanna comprendió enseguida que Elin tenía razón. Era amable, se sentó en un taburete junto al fuego y le regaló a Elin un libro de salmos que había comprado en Röros.
—Está en noruego —dijo—. Pero tiene una hermosa encuadernación en piel auténtica, y si limpias los herrajes, verás cómo brillan. Además, tú no sabes leer, Elin Renström. ¿O me equivoco?
—Sé distinguir las letras —contestó Elin—. Si a eso se le puede llamar saber leer, entonces sé leer.
Por la noche, cuando los pequeños se habían dormido, Elin abordó la cuestión del viaje de Hanna. Se sentaron junto al fuego. Jonathan Forsman posó las manos enormes sobre las rodillas. Antes de que los niños se durmieran había entonado un salmo con voz quebrada. Hanna jamás había oído a nadie cantar así. El sacerdote que oficiaba en Ljungdalen tenía la voz escuálida y chillona. Cada vez que comenzaba un salmo sonaba como si alguien lo estuviese pellizcando. En cambio, allí tenían a un hombre que cantaba de tal modo que incluso el frío que crujía en las paredes parecía enmudecer.
Elin le explicó la situación sin ambages. En pocas palabras, no hacían falta más.
—¿Puede ir Hanna contigo? —preguntó—. Va a Sundsvall, a casa de unos familiares que se harán cargo de ella.
Jonathan Forsman escuchaba pensativo.
—¿Estás segura? —preguntó.
—¿Por qué no iba a estarlo? ¿De qué debería dudar?
—De que la familia la acoja. ¿Son Renström, por parte de padre?
—Por parte de madre, son Wallén. Si hubieran sido Renström, no se me habría ocurrido mandarla.
—¿Y la esperan?
—No saben que es ella, sólo saben que irá uno de los niños. Es lo que acordamos cuando hablamos la última vez.
Jonathan Forsman se quedó un buen rato mirándose las manos.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó después—. ¿Cuánto hace que hablaste con ellos?
—Hará cuatro años en primavera.
—En tanto tiempo pueden haber ocurrido muchas cosas —dijo Jonathan Forsman—. Pero me la llevaré. Esperemos que haya alguien allí que quiera quedarse con ella.
—No creo que se hayan muerto todos en cuatro años —dijo Elin con firmeza—. A menos que haya cundido una epidemia en la montaña que no nos haya llegado aquí, claro.
Jonathan Forsman miró a Hanna por primera vez, con expresión grave.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—Acabo de cumplir dieciocho años.
Jonathan Forsman asintió. No formuló más preguntas. El fuego seguía ardiendo.
Aquella noche, Jonathan Forsman durmió en el suelo, junto a la hoguera. Extendió las pieles, se tumbó y se abrigó sólo con la piel de reno. Al caballo lo habían metido como habían podido en el aprisco, con la vaca y las cabras.
Hanna estuvo un buen rato despierta. Desde que su padre murió no había dormido en casa ningún hombre. Ahora tenían allí de nuevo a alguien que roncaba y resoplaba en sueños.
Forsman respiraba gimiendo mientras dormía, como si arrastrara una carga muy pesada.
Al día siguiente empezaron a caer del cielo unos copos solitarios. El mercurio indicaba dos grados bajo cero. Poco después de las ocho de la mañana, Hanna se acomodó en el trineo con los dos hatillos que Elin le había preparado. Se había abrigado con todo lo que tenía a su alcance y Jonathan Forsman la abrigó más aún, hasta que apenas podía moverse.
Sus hermanos se despidieron de ella llorando mientras Hanna los abrazaba, primero de uno en uno y luego todos a la vez.
Pero a Elin le estrechó la mano, simplemente. Así estaban las cosas. Hanna había decidido no mirar atrás en cuanto se sentara en el trineo. Sin embargo, se echó a llorar por dentro cuando Jonathan Forsman hizo restallar el látigo y el caballo negro comenzó a correr tirando del trineo. Pero lo ocultó. Se lo ocultó a todos.
Cuando se marchó, pensó en su padre. Era como si también él estuviera allí, junto a Elin, viéndola partir.
Había regresado expresamente para aquel momento. Quería participar en la despedida.
Corría el año 1903, cuando la gran hambruna volvió a arrasar el norte de Suecia.