8

Un día de principios de noviembre, mientras Hanna y su madre recogían leña para el invierno en el lindero del bosque, provistas de hacha y sierra, Hanna preguntó por el mar. ¿Cómo era? ¿Iba discurriendo como el arroyo en el surco? ¿Tenía el mismo color? ¿Era siempre tan profundo que jamás se tocaba el fondo?

Elin se detuvo, se llevó la mano a la espalda, que tenía dolorida, y se quedó mirándola un buen rato antes de contestar.

—No lo sé —respondió—. El mar es como un lago inmenso, creo. Tendrá olas, eso seguro. Pero no sabría contestarte si corre como un río.

—Sin embargo Renström debió de contártelo, ¿no? Él hizo una travesía por mar, según decía.

—Quizá no era del todo verdad. Seguramente, todo lo que Renström decía sucedía sólo en su cabeza, y del mar no dijo nunca nada salvo que era grande.

Elin se inclinó para recoger unas ramas que habían cortado. Hanna no quería rendirse todavía. Un niño dejaba de preguntar cuando notaba que debía hacerlo, pero ella ya era adulta y podía permitirse continuar.

—No tengo la más remota idea de lo que me espera —dijo—. ¿Viviré en una casa con otras personas? ¿Tendré que compartir cama con alguien?

Con un gesto de exasperación, Elin dejó unas ramas cortadas en el cesto de corteza de abedul.

—Preguntas demasiado —le dijo—. No sé qué te espera allí, pero aquí no te espera nada. Allí, al menos, hay gente que puede ayudarte.

—Yo sólo quiero saber —insistió Hanna.

—No preguntes más —respondió Elin—. Me pesa la cabeza de tanta pregunta. Y no tengo respuesta.

Regresaron en silencio a la casa, donde el humo ascendía escaso hacia el pálido cielo. Olaus y Vera habían estado ocupándose del fuego; Elin y Hanna se mantenían lo bastante cerca como para poder subirse a una roca de vez en cuando y echarle una ojeada a la chimenea para comprobar que el fuego no se había extinguido. O peor aún: que se había extendido fuera del hogar y con sus llamas empezaba a golpearlo todo a su alrededor como un desquiciado.

Por las noches nevaba, todas las mañanas se encontraban con la helada. Pero la gran nevada, la que nunca duraba menos de tres días, no había llegado aún arrastrándose a escondidas por los montes occidentales. Y Hanna sabía que, sin nieve sobre la que poder arrastrar el trineo, éste nunca llegaría cruzando el bosque desde los caminos más al sur.

Pero unos días después por fin llegó la nevada. Como solía suceder, sobrevino sigilosa durante la noche. Cuando Hanna se levantó para encender el fuego, encontró a Elin mirando por la puerta entreabierta.

Estaba inmóvil, vigilante. Fuera, la tierra se había vuelto blanca. La nieve se había amontonado aquí y allá al pie de la fachada de la casa. Hanna vio huellas de corneja y quizá también de algún ratón y de una liebre.

Seguía nevando.

—Esta nieve cuajará —dijo Elin—. Ha llegado el invierno. No volveremos a ver la tierra desnuda hasta la primavera, a finales de mayo, primeros de junio.

Continuó nevando a lo largo de toda la semana siguiente. Al principio el frío no era tan intenso, tan sólo unos pocos grados bajo cero. Pero cuando cesó la nevada, el cielo se despejó y se impuso un frío helador.

Tenían un termómetro que Renström había comprado en algún mercado hacía mucho. ¿O lo habría ganado, puesto que era muy fuerte, echando un pulso con los brazos o con los dedos? El termómetro podía fijarse en la pared exterior. Pero lo trataban con mucho cuidado, pues existía el riesgo de que algún imprudente rompiera el tubito que contenía el mercurio, aquella sustancia tan peligrosa.

Elin lo sacó a la nieve y lo colocó en el lado en que siempre daba sombra. Ahora que había llegado el frío de verdad estuvieron a treinta grados bajo cero durante tres días seguidos.

Durante los días más fríos, no hacían otra cosa que mantener el fuego, procurar que la vaca y las dos cabras tuviesen algo que llevarse a la boca y comer lo poco que tenían. Invertían todas sus energías en mantener el frío fuera.

Cuando la temperatura bajaba un grado, era como si una fuerza enemiga los tuviese cada vez más sitiados.

Hanna se dio cuenta de que Elin tenía miedo. ¿Qué ocurriría si algo llegaba a romperse?

¿Una ventana, una pared? No tenían dónde refugiarse, salvo el pequeño aprisco en el que guardaban a los animales. Pero ellos también pasaban frío y allí no era posible encender ningún fuego.

Durante aquellos días de frío, Hanna presintió por primera vez que el cambio tal vez implicase algo más. Una abertura en un bosque grande y oscuro donde la luz del sol iluminaba súbitamente un claro inesperado. Una vida que tal vez fuese mejor que aquélla, rodeada de los ejércitos de la penuria y del frío. De repente el miedo a lo desconocido se convirtió al mismo tiempo en la añoranza de lo que quizá la estuviese esperando. Más allá de los bosques, de las colinas ondulantes del sudeste.

Sin embargo, nada le dijo a Elin de todo aquello, sino que guardó silencio acerca de aquella nostalgia suya indefinida.