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Hanna pensó: se acabó la época de los cuentos. Es la hora de los relatos de la vida.

Y lo comprendió cuando su madre le dijo lo que la aguardaba: ocurría a veces que los comerciantes de la costa, los que se dirigían al mercado de Röros a través de los valles invernales, no volvían luego por el camino normal, que era el más corto, siguiendo el río Ljusnan hasta Karböle. Algunos ponían rumbo al norte después de volver cruzando la frontera noruega, pasaban por Flatruet, si el tiempo lo permitía, para hacer negocios en los pueblos que se asentaban a lo largo del Ljungan.

Sobre todo había un comerciante, Jonathan Forsman, que solía regresar a casa pasando por los pueblos del norte de Flatruet.

—Tiene un trineo grande —le contó Elin—. Y a la vuelta nunca va tan cargado como cuando se dirige a Röros. Seguro que te cederá una plaza. Y te dejará en paz. No te pondrá una mano encima.

Hanna la miró inquisitiva. ¿Cómo podía estar su madre tan segura? Hanna sabía lo que la aguardaba en la vida, ella siempre había tenido trato con algunas muchachas. Las jóvenes del aprisco, sobre todo, conocían muchas historias curiosas que contaban entre risitas y a veces también con una preocupación que a duras penas ocultaban. Hanna sabía lo que significaba encenderse, sabía lo que podía sentirse de pronto en el cuerpo, sobre todo por las noches, poco antes de dormirse.

Pero poco más. ¿Cómo podía saber Elin lo que sucedería o no durante el largo viaje en trineo rumbo a la lejana costa?

Le preguntó abiertamente.

—Porque es un hombre religioso —respondió Elin—. Antes era un ser horrible, como la mayoría de los perros de presa que se dedican al transporte en trineo. Pero desde que vio la luz parece un buen samaritano. Te permitirá viajar con él y ni siquiera te cobrará por ello. Te prestará alguna de sus pieles, no tendrás que pasar frío.

Sin embargo, Elin no estaba segura de si aparecería ni de cuándo. Lo normal era poco antes de las fiestas navideñas, pero en alguna ocasión no había pasado por allí hasta Año Nuevo. E incluso alguna vez no había aparecido en ningún momento.

—Claro que podría estar muerto —dijo Elin.

Cuando un trineo se alejaba desapareciendo en la humareda de la nieve, uno nunca sabía si no habría visto a aquella persona, joven o vieja, por última vez.

Hanna tendría que estar lista para la partida desde el día de su cumpleaños, el 12 de diciembre. Jonathan Forsman siempre iba con prisa, nunca se detenía sin necesidad. Al contrario de lo que le ocurría a la gente que tenía todo el tiempo del mundo, él era un hombre importante y, en consecuencia, vivía siempre acelerado.

—Suele llegar aquí por la tarde —dijo Elin—. Por el bosque y rumbo sur, por el camino para trineos que discurre junto a la orilla del pantano y que conduce al arroyo y los valles.

Hanna salía todos los días y oteaba el bosque justo al atardecer, en el ocaso. A veces creía oír una campanilla a lo lejos, pero luego no era nadie. La puerta del bosque seguía cerrada.

Durante aquel periodo de espera dormía mal por las noches, se despertaba con frecuencia, tenía sueños confusos que la atemorizaban sin que ella pudiera comprender por qué. Solían ser sueños blancos como la nieve, vacíos, mudos.

Pero había uno que se repetía y la perseguía: se veía tumbada en el sofá cama con dos de sus hermanos, el menor de la familia, Olaus, y Vera, de doce años, que la seguía en edad. Sentía el cuerpo cálido de los hermanos, pero sabía que, si abría los ojos, descubriría que eran otros niños, desconocidos para ella, los que yacían a su lado. Y que moriría en el preciso instante en que los viera.

Entonces se despertaba y comprendía con un alivio indecible que sólo había sido un sueño. Por lo general, se quedaba tumbada contemplando la luz azul de la luna que entraba por las ventanas cubiertas de cristales de hielo. Tanteaba con la mano las vigas de la pared y el papel de periódico. A su lado, muy cerca, estaba el frío que hacía crujir la madera.

El frío es como un animal, pensaba. Un animal encerrado en su guarida. Un animal que quiere salir.

El sueño significaba algo que ella no entendía, pero que debía estar relacionado con el viaje. ¿Qué le esperaba? ¿Qué esperaban de ella? Se sentía torpe, tanto física como espiritualmente, cuando se imaginaba a las personas que vivían en la ciudad. Si su padre siguiera vivo, habría podido contarle sus experiencias y prepararla. Él había estado en Estocolmo una vez, y en otra gran ciudad extraordinaria que se llamaba Arboga. Él le habría dicho que no debía tener miedo.

Elin era de Funäsdalen y no había viajado a ningún otro lugar, sólo al norte, junto con el hombre que se convirtió en su marido.

Aun así, se vio obligada a responder a las preguntas de Hanna. Sencillamente, no había nadie más a quien preguntar.

Pero ¿y las respuestas de Elin? Mudas, lacónicas. Era tan poco lo que sabía.