6

Por más que se resistiese a recordar: aquél fue un día que jamás podría olvidar.

Mediados de agosto, nubes bajas en el cielo, por la mañana temprano. Hanna iba caminando con su madre, contemplando la desolación. La sequía, todo abrasado. Aquella mudez extraña de la tierra. La harina que les quedaba apenas bastaría para el Adviento. Tampoco el heno alcanzaría para alimentar aquel invierno a la única vaca que poseían.

Mientras caminaban por los campos muertos que se extendían en pendiente hasta el río, Hanna vio llorar a su madre por primera vez. Durante el largo periodo en que su padre estuvo enfermo y hasta que falleció, Elin se limitó a cerrar los ojos ante el inevitable final, la desesperanza y la soledad que la aguardaban. Pero no lloró, ni gritó. Hanna pensó más de una vez en cómo dirigía Elin todo su dolor hacia el interior, y allí dentro, en algún lugar, existía una fuerza secreta que vencía aquello que la atormentaba.

Y entonces, mientras caminaban por los campos muertos y comprendían que se avecinaba la miseria, Elin le dijo a su hija que tenía que marcharse. No existía futuro para Hanna junto al río. Debía dirigirse a la costa sur y buscar allí el sustento. Cuando Elin y su marido llegaron a la orilla del río y se quedaron con la mísera finca de uno de los tíos paternos de Elin, no tenían dónde elegir. Fue en 1883, sólo dieciséis años después de la última hambruna grave que sufrió el país. Y si ahora se avecinaba la misma miseria, Hanna debía marcharse mientras aún estuviera a tiempo.

Se hallaban a orillas del lindero del bosque, donde terminaba la plantación silenciosa.

—¿Quieres echarme? —preguntó Hanna.

Elin se frotó la nariz, como siempre que estaba preocupada.

—Puedo sacar adelante a tres hijos —dijo—. Pero a cuatro no. Tú ya eres adulta, de modo que puedes marcharte y facilitarme así la vida no sólo a mí, sino a ti misma. Yo no echo de aquí a mis hijos, pero quiero que tengas alguna posibilidad de vivir. Aquí apenas podrás sobrevivir, en el mejor de los casos.

—¿Y qué podría hacer yo en la costa?

—Lo mismo que aquí. Cuidar niños, trabajar con las manos. En las ciudades siempre hacen falta criadas.

—¿Quién ha dicho eso?

No era su intención llevarle la contraria, pero Elin interpretó su pregunta como una insolencia y le agarró el brazo con fuerza.

—Lo digo yo, y tú tienes que creerme cuando digo que todo lo que sale de mi boca es lo que pienso de verdad. No es que me guste, pero debo hacerlo.

La soltó enseguida, como si se hubiera ensañado y se arrepintiera de ello.

Hanna comprendió de repente que a su madre aquello le resultaba durísimo.

Nunca olvidó el instante: fue justo allí y en aquel momento, en las inmediaciones del desapacible paisaje de la miseria, al lado de su madre, cuando ésta lloró por primera vez en su presencia, cuando tomó conciencia de que ella era ella y nadie más.

Ella era Hanna y no era sustituible. Nadie podía sustituir ni su cuerpo ni sus pensamientos. Pensó también que su padre, ya difunto, había sido, como ella, un ser insustituible.

«¿En eso consiste hacerse adulto?», se dijo con la cara vuelta hacia otro lado, pues tenía la sensación de que su madre le leía el pensamiento. ¿Cambiar la incertidumbre de la infancia por algo desconocido, saber que no hay más respuestas que las que uno mismo es capaz de encontrar?

Volvieron a la casa, que se agazapaba en una arboleda de escasos abedules y un acerola solitario. Dentro estaban los demás hermanos, pese a que el frío otoñal no era demasiado intenso aquel día. Pero jugaban menos, se mantenían más tranquilos cuando tenían hambre. Su vida era una eterna espera mientras llegaba la comida, y poco más.

Se detuvieron ante la puerta, como si Elin hubiese tomado la decisión de no dejar entrar a su hija nunca más.

—Mi tío Axel vive en Sundsvall —dijo—. Axel Andreas Wallén. Trabaja en el puerto. Es un hombre bueno. Él y Dora, su mujer, no tienen hijos. Les nacieron dos niños, pero murieron y luego no tuvieron más. Axel y Dora te ayudarán. No te rechazarán.

—Pero yo no quiero presentarme como una mendiga —dijo Hanna.

La bofetada le estalló en la cara sin previo aviso. Hanna pensó después que el golpe había sido como una rapaz que se había precipitado hacia su mejilla.

Tal vez hubiese ocurrido alguna vez con anterioridad y Elin ya la hubiese golpeado así, pero más bien por miedo. Cuando Hanna iba sola al río, embravecido por el deshielo primaveral, y se arriesgaba a caer y verse arrastrada por la corriente. Pero en esta ocasión, Elin la abofeteó indignada. Y era la primera vez.

Era una bofetada de un adulto a otro, que debía comprender el porqué.

—Yo no abandono a mi hija para que se convierta en mendiga —dijo Elin enojada—. Quiero lo mejor para ti. Aquí no tienes nada que esperar.

A Hanna se le habían llenado los ojos de lágrimas. No por el dolor de la bofetada, dolores más terribles había sufrido en su vida.

La bofetada que su madre acababa de estamparle era la confirmación de la reflexión que había hecho hacía unos minutos: ahora estaba sola en el mundo. Emprendería viaje hacia el este, rumbo a la costa, y no podría volver. Lo que dejaba atrás iría hundiéndose a medida que el trineo la alejase de allí.

Era a principios de otoño de 1903. Hanna Renström tenía diecisiete años, cumpliría dieciocho el 12 de diciembre.

Unos meses más tarde dejó su hogar para siempre.