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La infancia: en lo más hondo. Como en las profundidades de una grieta en la tierra.

Aquél era el primer recuerdo que conservaba Hanna Lundmark: el frío que forzaba y hacía crujir las vigas de las paredes, tan cerca de la cara mientras dormía. Se despertaba una y otra vez y notaba la delgadez extrema de la capa que separaba el papel de periódico que sustituía al papel pintado de las paredes en aquel hogar de pobreza donde transcurrió su niñez; y el frío, que no cejaba en su empeño de abrirse paso royendo la madera.

Todas las primaveras, su padre recorría la casa como si de un buque varado se tratase para parchear y reparar cuanto fuera posible antes de la llegada del invierno.

El frío era un mar; la casa, una embarcación, y el invierno, una espera infinita.

Hasta bien entrado el otoño sellaba las rendijas de la madera resquebrajada, mientras llegaba todo el rigor de la escarcha. Entonces no podía seguir, tendrían que arreglarse con lo que había. La casa se hacía a la mar enfrentándose al nuevo invierno, lo que su padre no hubiese logrado aislar del frío para entonces ya no tenía remedio.

Su padre, Arthur Olaus Angus Renström, talador de la maderera Iggesund, compartía caballo de tiro con los hermanos Salomonsson, que vivían río abajo. Trabajaba duramente en el bosque por un salario de miseria. Pertenecía a esa clase de trabajadores del bosque que ignoraban si el salario que les correspondería por su trabajo sería suficiente.

Hanna lo recordaba como a un hombre fuerte de sonrisa amable. Pero también sombrío a veces, sumido en hondos pensamientos de los que ella nada sabía. Cuando más ausente lo hallaba, sentado a la mesa de la cocina con las manos abúlicas sobre las rodillas, se decía que tendría algún trol en la cabeza. Se encontraba allí, en su casa, entre quienes constituían su familia y, aun así, con la cabeza en otro lugar. En esos momentos vivía en otro mundo donde las piedras se convertían en trolls, el musgo de los renos en cabellos y el viento que susurraba entre los abetos en el murmullo de voces de todos aquellos que ya habían fallecido.

Y de ellos solía hablar, en efecto. De todos cuantos lo habían precedido. Le daba pavor la idea de que fuesen tan pocos los que vivían en el presente y tan increíblemente numerosos los que, ya difuntos, pertenecían al pasado.

Existía una enfermedad, una epidemia cuyo nombre conocían todas las mujeres, la fiebre de las palizas. Se propagaba cuando los hombres tenían el cuerpo embotado de alcohol y golpeaban cuanto tenían a su alcance, principalmente a los niños y a las mujeres que querían protegerlos. Y claro que su padre bebía de más en ocasiones, aunque no con frecuencia. Pero él jamás se volvía violento. De ahí que su mujer, la madre de Hanna, no se preocupara tanto por el aguardiente como por el abatimiento que a veces lo embargaba. El alcohol lo ponía sentimental y le entraban ganas de entonar salmos. Él, que en condiciones normales quería quemar las iglesias y perseguir a los sacerdotes y hacer que se refugiaran en el bosque.

«¡Sin zapatos!», recordaba Hanna que decía. «Los sacerdotes, al bosque sin zapatos, en lo más crudo del invierno. Allí deberían refugiarse, en el bosque, y además descalzos».

La abuela de Hanna, que vivía en una cabaña en las inmediaciones de Funasdalen en la que el viento se colaba por todas partes, la aterrorizaba hablándole del condenado de su yerno, que enviaría al infierno a toda su casta con aquella forma de hablar tan impía. Y allí aguardaban el agua hirviendo y el azufre y el horrendo carbón incandescente bajo las plantas de los pies. La abuela era una predicadora que castigaba y amenazaba con una mirada torva, y que no vacilaba a la hora de asustar a sus nietos hasta el extremo de hacerlos llorar y de impedirles que conciliaran el sueño por las noches. A Hanna su madre la obligaba a acompañarla a ver a la abuela regularmente, lo que constituía para ella una de las peores torturas imaginables.

Recordaba, además, la ira permanente. La anciana reñía a su hija sin interrupción. No podía perdonarle que se hubiese casado con el inútil de Renström, pese a que ella se lo había advertido. ¿Qué la llevó a sucumbir como un árbol talado ante aquel hombre tan insignificante? Era de baja estatura, con las piernas arqueadas y la mollera yerma aun antes de haber cumplido los veinticinco. Por si fuera poco, por sus venas corría sangre finlandesa; en el fondo, era originario de los bosques finlandeses, de lo más remoto de Värmland, donde no resulta fácil distinguir el día de la noche.

¿Por qué no pudo elegir a un hombre de Hede o de Bruksvallama o de algún lugar donde viviera gente decente?

La madre de Hanna se llamaba Elin. Se encogía ante su anciana madre, nunca la contradecía, escuchaba el torrente en silencio. Hanna comprendía que uno bien podía querer a alguien que lo tratase mal, por extraño que fuera. Así debía de ser entre la abuela y Elin.

Elin.

Hanna siempre pensó que no era un nombre del todo apropiado para su madre. Una persona con ese nombre debía ser de constitución delgada y de tez fina, con las manos como la leche y el cabello rubio cayéndole como una cascada por la espalda. Pero Elin Wallén, que se convirtió en Elin Renström después de casada, era de complexión robusta, tenía el pelo lacio de color pardo como el de una rata, una nariz enorme y la dentadura algo desordenada. Al verla sonreír, uno se preguntaba desconcertado adónde apuntaban los dientes. Era como si quisieran abandonar aquella boca y darse a la fuga. Elin Renström no era, en verdad, una mujer guapa. Y ella lo sabía. Tal vez incluso lo lamentaba, llegó a pensar Hanna cuando creció lo suficiente para dedicarse a comprobar el aspecto que tenía su cara en el espejo quebrado que el padre usaba para afeitarse.

Pero su madre no se entregaba a la resignación. Tenía una fuerza que se cuidaba mucho de no malgastar. Compensaba el aspecto velando siempre por el aseo de la familia y por el suyo propio. En su casa, por desvencijada y fría que fuese, los suelos, los techos y las paredes relucían limpios, igual que los niños y ella misma. Elin mataba los piojos como un batallón de soldados arremete contra el enemigo. Llenaba y preparaba el barreño de latón donde todos debían bañarse, acarreaba agua del río, la ponía al fuego hasta que se caldeaba, frotaba y volvía con nuevos cubos de agua para lavar las montañas de ropa sucia.

Los cuatro hijos veían además con admiración cómo se las arreglaba con su marido cuando, sucio y cansado, llegaba a casa del trabajo en el bosque. Entonces lo lavaba también a él, moviéndose como si estuviese entonando la más bella canción de amor. Y él parecía disfrutar de sus manos, que lo frotaban y lo secaban, que le cortaban las uñas, torcidas y duras, que apuraban tanto al afeitado que las mejillas quedaban lisas como las de un recién nacido.

El frío era, pues, el primer recuerdo de la vida de Hanna Lundmark. El frío y la nieve, que empezaba a caer ya a finales de septiembre y que no cedía hasta primeros de junio, cuando las últimas manchas blancas se derretían para desaparecer por fin.

Y, cómo no, también la pobreza. No era un recuerdo propiamente dicho, sino más bien el espacio en el que creció. Y también el que, en última instancia, la obligó a alejarse del hogar junto al río.

Hanna tenía diecisiete años cuando su padre ya había muerto y ella se dedicaba a ayudar a su madre con los hermanos pequeños, pues era la mayor de todos. Vivían en la pobreza, pero consiguieron mantener la penuria más extrema fuera de las paredes de su hogar.

Hasta que llegó el año de 1903. Aquel verano sufrieron una sequía cruel y prolongada, seguida de una helada prematura que aniquiló todo aquello que no había agostado ya la falta de lluvia.

Fue el año en que toda su vida cambiaría.

El horizonte: antes lejano. Ahora inminente. Como una amenaza.