Al cabo de un rato, Halvorsen vuelve y le pide que vaya con él. La espera el capitán Svartman.
—Vamos a sondear la profundidad —explica Halvorsen—. Si nuestros cabos y cuerdas no alcanzan, el capitán elegirá otro lugar.
Hanna termina de freír los cuatro huevos que tiene en la sartén y se va con él. Se tambalea de pronto presa de un mareo súbito. Pero no llega a caer, se mantiene entera.
El capitán Svartman desciende de un antiguo linaje de marineros, y ella lo sabe. Ha cumplido los sesenta, es un hombre de edad. Le falta la última articulación del meñique izquierdo. Nadie sabe si es congénito o consecuencia de un accidente.
En dos ocasiones se ha ido a pique el velero en el que viajaba. Una vez lo salvaron junto con la tripulación, la otra, sólo con el perro de a bordo, que, una vez lo llevaron a tierra, se tumbó a morir en la arena.
El difunto marido de Hanna dijo un día que, en realidad, seguramente el capitán Svartman murió también junto con el perro. Después de aquella catástrofe, el capitán permaneció muchos años en tierra firme. Nadie sabe a qué se dedicaba entonces. Según los rumores, durante un tiempo fue peón ferroviario y perteneció a la avanzadilla que la compañía ferroviaria estatal envió para que fueran construyendo la vía Inlandsbana, la línea ferroviaria del interior, por la que el Parlamento sueco aún protestaba.
Después volvió de pronto a alta mar, ya como mando de un vapor. Fue uno de los pocos que no abandonó el mar cuando empezaron a desaparecer los veleros, sino que optó por sumarse al desarrollo de los nuevos tiempos.
Sin embargo, a nadie le habló del tiempo en que se mantuvo apartado del mar, qué hacía, qué pensaba, ni siquiera dónde vivía.
Rara vez habla sin necesidad, cree tan poco en la capacidad de escuchar de las personas como en que se pueda confiar en el mar. En el camarote tiene maceteros con flores de color lavanda que sólo él puede regar.
En síntesis, es un capitán taciturno. Ahora establecerá la profundidad a la que van a arrojar al oficial fallecido.
El capitán Svartman se inclina ante Hanna cuando la ve acercarse. A pesar del calor, luce el uniforme completo. La casaca abotonada, la camisa planchada.
A su lado está el marinero Peltonen, que es finlandés. Tiene en la mano una plomada amarrada a un cabo largo y fino.
El capitán Svartman asiente, Peltonen arroja la plomada por la borda y deja que se hunda en el mar. La cuerda se le desliza por entre los dedos. Todos guardan silencio. Hay una cinta negra atada al cabo cada cierta distancia.
—Cien metros —anuncia Peltonen.
Habla con tono chillón. La voz le resuena, rebota por encima de las olas.
Después de siete cintas negras, setecientos metros, saca el cabo. La plomada sigue colgando en las profundidades, aún no ha alcanzado el fondo. Peltonen hace un nudo que une el cabo con un rollo nuevo de cuerda. También con cintas negras cada cien metros.
A los mil novecientos treinta y cinco metros la cuerda se afloja. La plomada ha alcanzado el fondo. Y ahí tiene Hanna la medida de la tumba de su marido.
Peltonen empieza a subir el cabo y lo va enrollando en un disco de madera. El capitán Svartman se quita la gorra y se seca el sudor de la frente. Mira el reloj. Las siete menos cuarto.
—A las nueve —le dice a Hanna—. Antes de que empiece a apretar el calor.
Ella se retira al camarote que ha compartido hasta ahora con su marido. El catre superior era el suyo, aunque la mayoría de las veces dormían los dos en el de abajo. Sin que nadie la haya informado, se han llevado las sábanas del difunto.
El colchón está desnudo. Se sienta en el borde de su catre y dirige la mirada al ojo de buey que hay al otro lado del reducido camarote. Sabe que ahora debe obligarse a pensar.
¿Cómo ha llegado a encontrarse en esta situación? En una embarcación que se balancea despacio sobre unas aguas extrañas. Ella, que nació en un lugar que se halla lo más lejos del mar que quepa imaginar. En las aguas del río Ljungan había una barca, eso era todo. Solía ir en ella con su padre cuando salía a pescar. Pero cuando dijo que quería aprender a nadar —tendría entonces siete u ocho años— él le replicó que no pensaba permitir tal cosa. Lo consideraba una pérdida de tiempo. Podía bañarse en la orilla del río. Y si quería pasar al otro lado, tenía la barca y el puente.
Hanna se tumba en el catre y cierra los ojos. Corre en el recuerdo tan lejos como puede, retrotrayéndose a la infancia, donde las sombras son cada vez más alargadas.
Quizás allí encuentre cobijo hasta que llegue el momento en que su difunto marido desaparezca para siempre en el mar.
La abandone. Para siempre.