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Han reducido la presión de las calderas de vapor. Los pistones, inmóviles; la maquinaria, en reposo. Hanna se encuentra en la borda con el cubo de fregar en la mano. Piensa vaciarlo por el espejo de popa. El mozo de la sala de oficiales quiso ahorrarle esa carga cuando la vio salir de la cocina. Pero ella retuvo el cubo como defendiéndolo.

Aunque es el día en que verá cómo arrojan el cadáver de su marido a las profundidades marinas envuelto en una lona, no quiere descuidar sus obligaciones.

Cuando levanta la vista del cubo, que está lleno de cáscaras de huevo, siente como si el calor le arañase la cara. En algún lugar entre la calina que enfila la proa se encuentra África. Pese a que no es posible ver ni el más débil atisbo de tierra, le parece distinguir el olor.

El que ahora está muerto se lo ha contado. Le habló del olor humeante, casi corrosivo, a putrefacción que lo invade todo en los trópicos.

Él ya tenía a sus espaldas varios viajes a diversos destinos. Y algo había aprendido. Pero no lo más importante, a sobrevivir.

Aquella travesía no pudo llevarla a término. Falleció a la edad de veinticuatro años.

Es como si hubiera querido prevenirla, piensa Hanna. Aunque ella ignora contra qué. Y ahora está muerto.

El muerto nunca tiene respuestas.

Alguien se desliza mudo a su lado. El mejor amigo de su marido a bordo, el carpintero noruego Halvorsen. Hanna desconoce su nombre de pila pese a que llevan más de dos meses en la misma embarcación. Nadie lo llama nunca de otra manera, sólo Halvorsen, un hombre serio que, según dicen, se arrodilla, implora y obtiene la redención cada vez que vuelve a su casa de Bronnoysund tras un par de años en alta mar, y luego vuelve a enrolarse cuando la fe ya no le basta.

Tiene las manos grandes, pero la cara revela endeblez, casi parece femenina. Se diría que alguien que quisiera hacerle daño le ha pintado y empolvado la barba.

—Tengo la impresión de que hay un asunto sobre el que querrías preguntar —le dice. Tiene la voz cantarina. Suena como si tararease cuando habla.

—La profundidad —dice Hanna—. ¿A qué profundidad estará la tumba de Lundmark?

Halvorsen menea la cabeza vacilante. De repente se le antoja parecido a un ave inquieta que quisiera levantar el vuelo.

El noruego se marcha en silencio, pero ella sabe que encontrará la respuesta a su pregunta.

¿A qué profundidad le darán sepultura? ¿Existe algún fondo en el que su marido pueda descansar, envuelto en la lona? ¿O no habrá nada, salvo las profundidades marinas que siguen y siguen bajando por toda la eternidad?

Vacía el cubo con las cáscaras de huevo, contempla las aves blancas que se precipitan enfilando el agua para capturar su presa y luego se seca el sudor de la frente con el paño que lleva anudado al delantal.

Y entonces hace lo inevitable. Grita al vacío.

Algunas de las aves que sobrevuelan las alturas a la espera de otro cubo de desechos aletean sobresaltadas y se retiran veloces fuera del alcance del gemido lastimero que las bombardea como granizo.

El mozo Lars la mira asustado desde la entrada de la cocina. Tiene en la mano un huevo que acaba de quebrar y la mira a hurtadillas, lo turba la muerte.

Naturalmente, ella comprende lo que está pensando. «Ahora saltará, nos dejará, porque el dolor se le hace demasiado duro de sobrellevar».

Son varios los hombres que han oído el grito a bordo. Dos grumetes sudorosos con el torso desnudo se la quedan mirando junto a la cocina, precisamente donde tienen enrollado como una serpiente uno de los grandes cabos del barco.

Hanna niega con la cabeza, aprieta bien los dientes y entra en la cocina con el cubo vacío. No, no piensa saltar por la borda. Lleva toda la vida arrostrando penurias y así piensa continuar.

La azota el calor al entrar de la cocina. La vida entre fogones se parece a la que llevan los carboneros que trabajan en la sala de máquinas, lo sabe, pese a que nunca ha estado allí abajo. Es presagio de desgracia que las mujeres se acerquen a faros y calderas.

Los marineros de edad consideran una abominación diabólica llevar mujeres a bordo. Es presagio de infortunios. Y también de enfrentamientos y celos entre los hombres. Pero cuando el armador Forsman quiso que Hanna los acompañara a bordo, el capitán Svartman se mostró de acuerdo. El capitán no era hombre que creyese en supersticiones más de lo necesario.

Hanna coge un huevo y lo rompe en la sartén. Intenta concentrarse y pensar sólo en los huevos, no en el funeral inminente. Va en el barco como cocinera y esa circunstancia no ha cambiado porque su marido haya fallecido.

Así son las cosas: ella sigue viva, pero Lundmark ha muerto.