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En ese instante, un recuerdo irrumpe en la memoria de Hanna. Venido de ninguna parte.

Rememora a su padre, la voz, que hacia el final de sus días era como un susurro. Como si le estuviese pidiendo que guardara lo que le decía como un preciado secreto.

«Un ángel impuro. Eso eres tú».

Eso fue lo que le dijo justo antes de morir. Era como si quisiera entregarle un presente, aunque —o quizá por eso, precisamente— apenas poseía nada.

«Hanna Renström, hija mía, eres un ángel, un ángel impuro, pero ángel al fin y al cabo».

¿Qué es lo que Hanna recuerda en realidad? ¿Cuáles fueron sus palabras? ¿La llamó «pobre» o «impura»? ¿Acaso quiso dejar en sus manos aquella elección, aquella decisión? Ahora, cuando evoca ese instante, cree que la llamó «un ángel impuro».

Es un recuerdo remoto, empalidecido. Se halla muy lejos de su padre y de su muerte. Allí y entonces, una casa aislada junto a las aguas turbias y frías del río Ljungan en un silencioso pueblo del interior de Norrland. Allí falleció, encogido de dolor en el sofá cama de una cocina en la que a duras penas podían retener el calor.

Murió rodeado de frío, se dijo Hanna. Y era un frío acerado el que reinaba en enero de 1899, cuando él dejó de respirar.

Más de cinco años han transcurrido ya, es junio de 1904. El recuerdo del padre y aquellas palabras sobre el ángel desaparecen con la misma celeridad con que irrumpieron en su memoria. No le lleva más que unos segundos regresar del pasado.

Sabe que los viajes más extraordinarios se realizan siempre en el interior de cada uno, donde no existen el tiempo ni el espacio.

¿Habrá querido ayudarle el recuerdo? ¿Habrá acudido para echarle un cabo por encima de los muros de aquel dolor sedante?

Pero Hanna no puede huir. La embarcación se ha convertido en una fortaleza inexpugnable.

No tiene escapatoria. Su marido está muerto de verdad.

La muerte como una zarpa. Que se niega a soltar a su presa.