Reparos y confabulaciones
Gneiss, del clan daewar, jalonaba las meandrosas callejas y veredas abiertas por los ocupantes de las cabañas precipitadamente construidas que se alineaban junto a las tapias de los distritos de labranza. Había dicho a Hornfel en privado que se agotaría el aire con que renovar los pulmones, que los enanos se asfixiarían. Ahora, pese a admitir que tal queja rayaba en la hipérbole, cada vez que visitaba las madrigueras de los granjeros no podía evitar recordarla.
Los ochocientos refugiados humanos se las habían arreglado para establecerse con gran premura, tanto en el asentamiento práctico como en su organización social. Los niños, que no trabajaban en los campos junto a los hombres dada su temprana edad, correteaban por el entramado de chozas, y su griterío, sonoro y alegre, vertía infinitos ecos en las cavernas amén de elevarse a los niveles superiores. Ayudaban también en algunos menesteres domésticos a las mujeres, que se encargaban de cuidar los animales: unas docenas de caballos utilizados en la siembra, un rebaño de vocingleras cabras y muchos, demasiados, patos y gallinas.
«¡Maldito lugar! Su bullicio y olor son como los de las barriadas de esas ciudades fronterizas que subsisten en tierra de nadie.» Un amago de admiración se abrió camino, a su pesar, en los pensamientos del daewar. ¡Por Reorx, poco les había costado recuperarse de su odisea en el extranjero!
Aunque los terrenos que les habían asignado no guardaban ninguna relación con los que estaban acostumbrados a fertilizar, los granjeros se adaptaron sin dificultad a las vastas hectáreas de suelo poroso y volcánico, transportado a las entrañas de la ciudad hacía décadas y renovado cada estación con tierra, del valle contiguo a la muralla de la Puerta Sur. Alisado frecuentemente, ninguna piedra limaba los hierros del arado, ni las oscilaciones térmicas perjudicaban a los caballos ni a las cosechas.
Gneiss se detuvo en el borde de una extensión de surcos recientes. Las glebas brillaban a la luz de los incontables tragaluces de cristal, y unos muchachos provistos de pesadas canastas de grano lo distribuían a derecha e izquierda mientras andaban entre las bien delimitadas líneas. Pronto cubriría el rico estrato una alfombra verde de brotes que se desarrollarían en espigas de trigo. En el cuadrángulo siguiente habían plantado maíz, y en la cueva en que éste desembocaba fructificarían mijo, heno y pastos para el ganado.
Sí, los fieles de la sacerdotisa Goldmoon eran industriosos y eficaces. Estaba uno tentado de creer que Mesalax premiaba sus esfuerzos, que la princesa de los bárbaros gozaba del favor de la diosa.
«Tentado», resopló Gneiss, al reflexionar que entre las gracias que la hacedora otorgaba a sus clérigos figuraba la de embrujar a los thanes. ¿Podía describirse de otro modo el comportamiento de Hornfel en los últimos días? Pasaba más tiempo en compañía de la comunidad campesina que en las salas donde se debatían los asuntos parlamentarios.
«Y yo —protestó el daewar— tengo que rebajarme a venir a estas recónditas cavidades como un mandadero siempre que he de conversar con él. Según el hylar hay que cortejar, que adular a los aliados; tan sólo conociéndolos se gana su voluntad. ¿Qué clase de apoyo nos brindarán estos prófugos harapientos? Apuesto a que será tan pobre como sus arcas.»
Una risotada infantil aguda y estridente precedió a la aparición de una mozuela por detrás de una choza, con la cabeza inclinada y haciendo aspavientos. Chocó contra Gneiss sin que éste acertara a esquivarla, de tal manera que él se tambaleó y la pequeña cayó al suelo.
El thane asió a la rapazuela por los codos y, sin ceremonia, la plantó de nuevo en postura erguida.
—Te lastimarás si no miras por dónde vas, niña —se enojó el enano—. Tienes dos ojos, ¡úsalos!
Los mencionados órganos, notorios por su inconmensurable tamaño y por sus iris, azules como el mar, observaron de soslayo al daewar mientras su dueña enfilaba, medrosa, el sendero.
«Esa criatura está en los huesos: sus extremidades son tan flacas que apenas contienen carne —meditó Gneiss—. Alguien debería ocuparse de alimentarla. ¿Y con qué le han cortado el cabello? Con un hacha, a juzgar por el resultado.»
—Espera un segundo, te lo ruego.
La jovencita se paralizó allí donde estaba y despejó de su rostro unos despeinados mechones.
—Busco a Goldmoon y a su prisionero, el rey Hornfel —se explicó el enano, esbozando una desabrida sonrisa—. ¿Dónde puedo encontrarlos?
—¿Prisionero? —repitió la pequeña, y sus ojos se abrieron aún más, si cabe, en una muestra de hilaridad—. ¿Bromeas, abuelo?
—¿Qué título me has dado?
Ella señaló con un mugriento índice la barba cana de su oponente.
El mandatario arrugó los párpados para frenar una sonrisa. Aquella mocosa era simpática y espontánea, sí, pero de ningún modo debía estimularse semejante descaro.
La faz de la desvergonzada pilluda se iluminó deliciosamente al contestar:
—Yo sé dónde están. Te conduciré hasta ellos.
—Bien, y luego volverás junto a tu madre para que te lave y te cepille el pelo —gruñó el enano.
La niña meneó la cabeza negativamente y se encogió de hombros con pasmosa naturalidad.
—No podrá ser, abuelo.
—¿Por qué?
—Porque, según me contó la sacerdotisa Goldmoon, mis padres han dejado Krynn para vivir en la morada de Mishakal. Yo creo —agregó con el rostro súbitamente ensombrecido— que los dos han muerto.
Sin más preámbulos, la huérfana echó a correr y Gneiss hubo de forzar la marcha a fin de no rezagarse. «Los hijos de la guerra son fatalistas», se recordó a sí mismo. Lo había observado a menudo y, pese a su condición de guerrero, nunca se había acostumbrado a ello.
Siguió a su guía por las serpenteantes calles, de novísima factura, hasta un reducido habitáculo de techo bajo, rudimentario y anodino como todos los demás. En el interior, Hornfel estaba sentado a una mesa junto a la princesa. El semielfo se había acuclillado en un lado del umbral, ya que no había más mobiliario, y tallaba sus flechas con la mecánica habilidad de quien realiza tales tareas más para distraerse que porque considere un deber ineludible la perfecta conservación de sus armas. Aunque Tanis y Goldmoon mantenían una estrecha convivencia y compartían el liderazgo de la plebe, circulaba el rumor de que en algún lugar había un bárbaro corpulento y de porte severo que tenía derecho a reclamar la lealtad de su dama. Eran nueve las personas que habían rescatado a los esclavos del yugo de Verminaard, pertenecientes a un misceláneo grupo. Gneiss no conocía sino a los dos que ahora contemplaba; los otros siete tenían sus propias actividades o habían convenido en poner las negociaciones en manos de sus más representativos embajadores.
«Mejor que lo hicieran así —reflexionó el thane daewar—. Si mis noticias no son erróneas, entre los salvadores había un enano de las colinas perteneciente al clan Fireforge, de tan terrible reputación. No siento el menor interés en entablar diálogo con un primo de las tribus hostiles, menos aún si se trata de alguien cuyo abuelo luchó contra mis hermanos de las montañas en las Guerras de Dwarfgate.
»He aquí a Hornfel —siguió pensando—, bebiendo aguardiente con unos forasteros y olvidando al consejo que preside, como si no hubiera nada más importante en su vida que solazarse en una placentera cháchara.»
Se arrepintió de tan dura censura al reparar en los ojos de su amigo. La sombría nube de su mirada revelaba la gravedad de los temas tratados en la choza.
Goldmoon sonrió e invitó a Gneiss a pasar al interior, como si tan reducida habitación fuera una sala donde se enorgullecía de acoger huéspedes.
—Thane del honorable clan de los daewar —lo saludó la dama—, merezco que me tildes de egoísta por haber retenido tanto tiempo a tu compañero.
Era la primogénita de un jefe tribal, probablemente de toscos modales, pero el enano habría pagado por conocer a un padre tan capaz de educar a su hija en las exquisiteces de la realeza.
—Me disgusta importunaros, señora, pero perentorias razones me obligan a requerir su inmediata intervención. Hornfel —se dirigió ahora al otro monarca—, nuestras patrullas del exterior nos comunican la existencia de un guyll fyr.
Empleó adrede la lengua de los enanos para denominarlo, por lo que grande fue su pasmo ante la reacción del semielfo.
—¿Un incendio de inmensas proporciones? —lo interrogó Tanis, con sus verdes ojos encendidos—. ¿Dónde?
—En las colinas situadas al oeste de las Llanuras de la Muerte. Dos cuadrillas de exploradores lo avistaron anoche, e informaron además que el viento soplaba a su favor y lo propagaba con mucha rapidez.
«Más raudas son las llamas que las corrientes que las avivan», se dijo para sí. Poco después del alba, desde la Puerta Norte, había divisado el fuego; su luminosidad deslumbradora competía con el cielo opalino y, a lo lejos, le había parecido un mar llameante cuyas olas lamían la orilla boscosa que se alzaba al pie de las montañas. Un humo denso y negro se elevaba en torbellinos hacia las alturas o se dispersaba sobre el flamígero rompiente en una danza macabra impulsada por el viento que evolucionaba encima de la planicie. Los resplandores sobrenaturales y el humo mortífero habían hecho palidecer y dado un cariz enfermizo al firmamento en su hora más rutilante: la de la salida del sol.
—Como ves —continuó el daewar—, tu presencia en las cámaras del cónclave es imprescindible. Además de éste, hay otros asuntos que la requieren.
La princesa del cabello de oro y plata y de hermosos ojos azules se incorporó y, apoyándose en la desnivelada mesa, indagó:
—¿Puedo hacer una pregunta?
—Por supuesto, señora —asintió Gneiss con brusquedad.
—¿Sabes cómo se declaró el guyll fyr?
—No, pero puedo garantizarte que tú y tus gentes estáis a salvo aquí. —Se percató entonces de la mueca desaprobatoria de Hornfel y agregó—: ¿No es eso lo que te inquieta?
—No —respondió ella con su armoniosa voz—. Sé que aquí estaremos a salvo. También estoy al corriente de lo que sucede cuando un incendio como éste asola el llano. He contemplado tal espectáculo, si bien nunca en época tan tardía.
—Supongo que sospechas de Verminaard y sus Dragones.
—Así es.
—También yo, señora, he pensado que los reptiles pueden ser los culpables. —Dado que su colega hylar parecía tener en gran estima a la mujer bárbara, a aquella humana que decía ser una sacerdotisa de Mesalax, Gneiss intentó desembarazarse de ella de un modo más ceremonioso—. Princesa Goldmoon, los pormenores deben ser analizados en consejo plenario. Así pues, espero que consientas en dejarnos marchar.
La mujer guardó silencio pero, al ponerse en marcha los dos thanes, Tanis abandonó la casucha en pos de ellos. Hornfel nada objetó y el daewar no protestó, pero se adelantó unos pasos mientras meditaba por qué sus palabras habían sonado tan groseras hasta en sus propios oídos.
Componían Thorbardin, como ya se ha dicho, seis ciudades edificadas en los recovecos de la montaña. Tales urbes estaban unidas entre sí, así como a las diversas aldeas auxiliares y a las dos grandes puertas, por una serie de calzadas y vías de transporte que los dos enanos conocían muy bien. Se adentraban en la intrincada red de calles, viraban o enfilaban las innumerables ramificaciones con la ausente despreocupación de quien ha nacido y se ha criado en el lugar. El bullicio del mercado y la paz de los jardines les pasaban inadvertidos.
El semielfo, por el contrario, lo grababa todo en su ávida retina. No intercambió ningún comentario con los gobernantes: estaba demasiado concentrado en tomar nota mental de cuanto se le ofrecía. En un momento dado el trío inició la travesía de un corto y angosto puente que cruzaba la caverna principal, de incalculable profundidad, donde se hallaban los burgos más poblados. El aventurero, que cerraba la comitiva, reprimió un respingo, lo que impulsó a Gneiss a volverse hacia él.
El estrecho paso, con una techumbre abovedada y el suelo confeccionado a base de bloques cuadrados de granito, estaba vacío salvo por las franjas de compacta penumbra y el murmullo de sus respiraciones. De la explanada de delante surgía el tumulto de gritos y risas de los zagales, y el parque posterior era un universo de oscura quietud.
—¿Qué pasa? —susurró el daewar.
Tanis estiró la mano y aguzó los sentidos, hasta que sus tímpanos registraron el roce del cuero sobre la piedra y el amortiguado crujir de unas pisadas. El viajero aferró su espada; Hornfel prefirió aprestar la daga que llevaba enfundada en el cinto.
—Alguien se mueve en las tinieblas —avisó el hylar a sus acompañantes.
Mientras hablaba, los vapores que parecían fluir del imponente precipicio y ensombrecer el pretil adquirieron forma y sustancia. Un escalofrío supersticioso atenazó la nuca de Gneiss al identificar al enano que emergió de la negrura, quien, como si no los hubiera visto, se volvió y se dirigió al amplio espacio donde se recreaban los muchachos.
Era un theiwar, uno de los magos derro que capitaneaba Realgar.
Tanis, acariciando abstraído con el pulgar la empuñadura de su acero, consultó a los dos soberanos.
—¿Quién era?
—Ignoro su nombre —gruñó el daewar.
—Dhegan —dijo Hornfel—, súbdito de nuestro thane nigromante.
«¡Súbdito! "Sicario" es el vocablo acorde con sus funciones», pensó Gneiss, mientras se adelantaba en dirección a la explanada.
Mientras marchaba, el daewar comprobó que Hornfel no le ofrecía ninguna explicación a Tanis. Experto en interpretar tanto lo que su viejo amigo contaba como lo que callaba, leyó en tal mutismo un síntoma de que el semielfo no los acompañaba tan sólo para aprovechar la oportunidad de visitar la ciudad, aunque se deleitara en ello.
Hoy mismo, o la noche pasada, el hylar debía de haberlo puesto en antecedentes acerca del clima político prevaleciente en el reino y ahora Tanis, embajador de una horda en éxodo y ajeno a sus costumbres, se había erigido en su escolta personal.
«También se protege a sí mismo —reflexionó Gneiss—. Lo primero que hará ese maldito theiwar si triunfa su revolución es expulsar a todos los refugiados.»
De repente, el daewar sintió un ansia imperiosa de sentir luz y calor en su epidermis. Tardaría un poco en empuñar las armas, y esperaba no tener que hacerlo en las sombras.
* * *
A Negranoche le disgustaba la luz del fuego. Realgar hizo caso omiso a su bramido de impaciencia y se puso de espaldas a la tea que ardía en un pedestal del muro. Su sombra se proyectó ante él, culebreando en el rugoso suelo del cubil provisional del Dragón. Un arrebato de furia conmovió violentamente al theiwar cual reguero de pólvora. Llevó la mano derecha a la espada envainada en su costado y, al contacto de la argéntea cazoleta y de los zafiros engastados en el gavilán, se enfrió su cólera. Hizo una señal a los dos guardianes apostados en la entrada, quienes, aunando esfuerzos, arrastraron una inmanejable y pesada carga al círculo de acción de la antorcha.
—¡Carne muerta! —se soliviantó el animal, y emitió un alarido chirriante que difundió su descontento por las grutas vecinas.
Fuera de su alcance, en una cavidad anexa a su madriguera, había comida más suculenta: el enano manco y la joven humana que Realgar había apresado aquella misma mañana. Un manjar vivo, fresco, satisfaría su sibaritismo mucho mejor que el cadáver del enano soldado depositado bajo sus zarpas.
—¿Es ésta toda la comida que me tienes destinada?
El thane hechicero se carcajeó, con un estrépito tan ingrato como el de los goznes de una puerta que no hubieran aceitado en años.
—¿Todavía tienes hambre? Si no te bastan una cabra, un ternero y este postre es que eres un glotón insaciable. —Realgar se volvió hacia el Dragón con ojos flameantes de ira—. ¡El guerrero ha huido! Encontré a este desdichado en la cavernosa mazmorra donde permanecía confinado. Y, ahora, hagamos un pacto: acalla un poco tu hambre con este cadáver y ve a buscar al prófugo. Cuando me lo traigas te daré un bocado mejor, pero no antes.
Negranoche bajó el cuello en un ademán semejante al reptar de una boa, y olisqueó los despojos con las ventanas nasales muy abiertas. Semejante carroña era un insulto, pero su estómago rugía de hambre. Hincó sus afilados colmillos en el hombro del guardián, mordiendo a conciencia y astillando el esqueleto.
Realgar, sin prestarle atención, hizo un gesto apremiante a los dos centinelas y los despachó con una orden. Luego le volvió la espalda al Dragón y su cena, y extrajo de su envoltura el acero de sus desvelos.
El oleoso humo de la llama se reflejó en la enjoyada empuñadura, y el corazón volcánico, divinamente inspirado, bombeó en sus venas la sangre de la vitalidad. Bajo el difuso alumbrado, el thane alzó la tizona con ambas manos y, despacio, volvió a bajarla al nivel de los ojos. Su aliento empañó el metal pero, aun a través del velo, las franjas carmesí resplandecían sin perder su palpitante intensidad.
Siendo una Espada de Reyes, Vulcania carecía de marcas o inscripciones.
—Todas esas marcas —siseó el nigromante al arma— te adornarán más adelante. Serán símbolos indelebles de mi reinado no como regente, sino como monarca único, todopoderoso.
«No seré regente —se dijo, a la vez que posaba el filo en tierra—. No me limitaré a cuidar el trono del legítimo soberano, a la espera de que aparezca el mítico Mazo de Kharas. ¡Me proclamaré rey supremo!»
El Dragón maniobró de nuevo con su flexible cuello hasta que la cabeza, casi rozando la húmeda losa, quedó a la altura del enano. Se entrecruzaron sus miradas al inquirir la bestia:
—¿Para qué vigilo a ese par, señor, si no es para mi nutrición?
El interpelado separó los labios con sarcasmo y su mirada fue de Vulcania a la caverna contigua, donde los dos prisioneros, inertes, yacían en el rincón donde los habían arrojado sus secuaces. Su hechizo del sueño se disiparía al cabo de unos minutos, y el perverso mandatario no pudo menos que regodearse al anticipar el susto que habrían de llevarse al despertar en la proximidad de un voraz reptil. En cualquier caso, no era el destino de Stanach, el aprendiz de forjador, ni el de la muchacha humana sucumbir en las fauces de Negranoche.
«Les deparo una suerte más gloriosa —pensó Realgar—: concederles audiencia tras los festejos de mi investidura y darles las gracias por traerme la Espada Real. Y luego les arrancaré el corazón por haber intentado mantenerla fuera de mi alcance.»
Al ver que, ensimismado, el thane no respondía, el Dragón levantó la cabeza y, con las fauces babeantes y expeliendo vahos fétidos que eran secuelas de sus recientes matanzas, insistió:
—¿Señor?
El theiwar contestó con voz tranquila, aunque todos sus músculos se tensaron frente a aquellos dientes que se cernían sobre su yugular.
—Los custodias porque yo así lo he dispuesto. ¿No es suficiente?
El Dragón hubo de conformarse con imaginar cuánto complacería a Verminaard colgar la tizona en la pared de la sala del trono de Pax Tharkas, encima de la calavera de su arrogante propietario.
El mago olfateó la victoria como el lobo su presa. Estaba allí mismo, sólo tenía que dar un salto para atraparla. Sus asesinos espiaban a los otros thanes, menos astutos pero también sedientos de sangre. Entretanto, Negranoche enroscó la cola en derredor de uno de sus flancos y comprimió su boca a fin de no delatar su exultante humor.
Igual que hiciera con el escamoso monstruo, Realgar no permitiría a sus carniceros cebarse en las piezas cazadas hasta sentarse él en persona a la cabecera del banquete. Eso ocurriría cuando Hornfel muriese.
Olvidados de momento sus dos cautivos y el acechante animal, el hechicero sostuvo otra vez la espada en el aire y, como imantado, fijó la vista en el juego de las reverberaciones de la luz sobre su hoja. Un torrente cegador, un esplendoroso relampagueo zigzagueó sanguinolento en las palmas del derro.
El hylar caería en fecha muy próxima, víctima de las conspiraciones de su maquiavélico colega. «Sí, cobarde —se mofó con desprecio Negranoche—, eliminarás a tu enemigo en la oscuridad, refugiándote en la bruma y clavándole el acero por la espalda. ¿De verdad crees que el fallecimiento de criaturas menos trascendentes, ejecutadas a la luz y ante los ojos de quienes sobrevivan en tu miserable reino, rehabilitará tu coraje?»
El enano envainó su trofeo con una parsimonia ceremonial y se volvió hacia el Dragón Negro con una extraña sonrisa:
—Tienes la facultad de penetrar en mi mente, ¿no es cierto, Sevristh?
El otro desplegó sus alas, pagado de sí mismo.
—Es algo que favorece mis designios. Mantente a la escucha. Necesito que emprendas un nuevo vuelo y cabe en lo probable que no pueda valerme de otros medios que los extrasensoriales para ponerme en contacto contigo.
Doblando de nuevo los correosos apéndices sobre los costados color de ébano, el animal se lamió las comisuras con su bífida lengua.
—Como siempre, mi señor, estoy a tus órdenes.
Negranoche lo vio partir y oyó la voz de sus confiadas cavilaciones, en las que no había un amago de recelo respecto al éxito de sus planes ni a las intenciones ocultas de Verminaard. Todo su ser estaba absorbido por su futura ascensión al trono y por las oscuras sendas que lo conducirían a tal objetivo.
«Así debe ser», se congratuló el reptil. Limó acto seguido sus garras frotándolas contra el suelo y, tras ensartar al difunto centinela, comenzó a roer su osamenta, mientras imaginaba que era a Realgar a quien trituraba entre sus mandíbulas.