9

Confidencias entre fantasmas

Las huracanadas ráfagas los persiguieron hasta el linde mismo de la espesura, y sólo remitieron una vez que se hubieron puesto bajo el cobertizo natural de los árboles. Stanach fue presa de violentos temblores al sentir que los fríos dedos de la superstición acariciaban su espina dorsal. Nunca imaginó que pisaría Qualinesti, y en nada contribuyó a aliviar su malestar saber que se hallaba en el laberíntico Bosque de los Elfos, a horas de viaje de cualquier paraje despejado. Estaba convencido de que, tanto en el linde del bosque como en su seno, la impresión sería la misma: la de ser espiado, vigilado, acechado.

A lo largo de su existencia el enano había oído un sinfín de relatos acerca de trotamundos que se aventuraban en Qualinesti. Nunca eran sus protagonistas quienes los narraban, pues nadie que se internara en aquellos parajes sin ser invitado salía para contar su experiencia. De no ser por Vulcania y su promesa de devolverla, Stanach se habría despedido de los otros en campo abierto aun a costa de exponerse al acoso de los draconianos. Mas había prestado juramento en nombre de la espada y en presencia de Hornfel, su thane.

Lavim, Kelida y él mismo habían llegado a estas latitudes en pos de Tyorl. El elfo cojeaba y caminaba a trompicones, mas nadie mostró su discrepancia cuando aseguró que ningún soldado de los ejércitos de los Dragones osaría poner el pie en el mítico Qualinesti.

Aunque no discutió la propuesta, Stanach accedió a regañadientes a tomar rumbo oeste, con o sin bosque, entretanto Piper lo aguardaba en los montes surorientales. Hacía ya dos días que había dejado al mago en situación comprometida a algunos kilómetros de Long Ridge. ¿Habría dado esquinazo a sus contrincantes? Cuatro contra uno no era exactamente un panorama alentador.

«De todos modos —razonó, al mismo tiempo que empujaba con el hombro un matorral de espino—, no teníamos elección. Uno de nosotros debía ir a la ciudad para investigar acerca de la espada.»

Sentía el corazón encogido. Las trepadoras terrestres, como tentáculos vegetales, aferraban las ramas caídas hasta engullirlas, y los matojos y arbustos crecían en un absoluto caos, obedientes acaso a la orden de desfigurar la vereda. El aprendiz seguía a ciegas a Vulcania en aquella jungla, consciente de ser un intruso.

«Alguien tenía que encontrar el mágico acero y dar un significado a la muerte de Kyan Redaxe», se consolaba mientras salvaba los escollos. No perdería de vista a la tizona hasta el momento de reclamarla y, ya recobrada, se reuniría con Piper en el punto acordado. Confiaba en que su amigo estaría allí.

Kelida transportó a Vulcania a lo largo de toda la ruta. Tyorl se ofreció a llevarla pero la muchacha rehusó e insistió en ser ella la portadora, por una razón que Stanach no lograba dilucidar. La hoja rebotaba contra su muslo a cada paso que daba. Él se habría ahorrado gustoso la molestia de tantas magulladuras de haber estado en el lugar de la mujer.

El enano se preguntó cómo habría ido a parar el arma a manos de la moza. No es que importara, en el fondo, de qué modo la había conseguido; lo único que le interesaba era concebir un plan para restituirla a Thorbardin.

Un plan, sí, pero ¿cuál? Si bien era cierto que no tenía el más mínimo escrúpulo en robar la Espada de Reyes, que pertenecía a sus soberanos, no lo era menos que le asustaba el riesgo inherente a cometer su hurto en Qualinesti y contra un elfo. Desconocía el cariz de las relaciones que existían entre la mujer y el guerrero, pero su instinto le decía que sustraer el arma a Kelida equivaldría a agraviar al elfo.

Tyorl estaba herido, pero no de tanta gravedad como para que no diera caza al ladrón de un artículo de semejante valor en una comarca boscosa en la que se había criado, mientras que Stanach podía extraviarse en menos de cinco minutos. Cualquier caminata por la espesura con Vulcania sobre sus espaldas culminaría con su muerte a causa de una certera saeta y acarrearía la nueva pérdida de su tesoro.

«No —decidió apesadumbrado—, prefiero dejar que la chica se haga cargo de ella hasta que se me ocurra qué hacer y cómo argumentar mi demanda.»

Y así, transido de frío en un bosque privado del benigno calor del sol, Stanach continuó dócilmente tras Tyorl. El arma se hallaba demasiado a su alcance para consentir que se desvaneciera en la lujuriante vegetación del feudo de los elfos.

Lavim, que iba al lado de Tyorl en un brioso trotecillo, consultó a éste con un peculiar brillo en sus ojos:

—¿Nos tropezaremos con muchos fantasmas?

El elfo sonrió, frunciendo acto seguido los labios en una mueca que se pretendía enigmática.

—¿Crees que esta región está poblada de tales criaturas, pequeño kender?

—Y de espíritus, espectros y en general la fauna del mundo de ultratumba, que a mi entender son todos iguales. Me han descrito infinidad de prodigios acaecidos en vuestro bosque. No deja de resultar extraño, ¿no opinas tú lo mismo? Me refiero a que algunos afirman que una vez dentro no hay quien se libre del ataque de monstruos sin corazón, sin alma y hasta sin cabeza, de muertos errantes condenados a vagar eternamente, y no obstante están vivos para explicar sus peripecias. Es un contrasentido que...

—Cállate, Lavim —espetó Stanach al parlanchín.

Este último se volvió y, al percibir la ceñuda expresión del enano, cerró la boca.

Kelida, que se había encerrado en un huraño mutismo desde su fuga de Long Ridge, no se rezagó de los otros a pesar de la engorrosa carga que para ella representaba Vulcania. No emitió ningún comentario, mas las sombras fluctuaban como pesadillas sobre su pálido rostro. Stanach le dio unas amables palmadas en el codo a fin de reconfortarla.

—Tyorl —inquirió el enano—, ¿está el paraje embrujado o tan sólo te divierte espantarnos?

El interpelado se detuvo y dio media vuelta, somnoliento y con la capucha echada.

—No lo habitan más duendes que cualquier otro rincón de Krynn.

Lavim, tras encogerse de hombros en un acto de simpatía hacia la muchacha, se apartó de la vereda. No entendía lo que podía perturbar a la joven, y se propuso sonsacárselo mas tarde. Fuera como fuese, se hallaban en la espesura de Qualinesti y, si las habladurías se verificaban, contradiciendo las palabras del elfo, pronto se insinuarían en los contornos los entes del limbo. El kender escudriñó la oscura espesura, conjeturando sobre la forma que adoptarían las apariciones. Desde su punto de vista, la emoción iba en aumento.

Tras otra hora de marcha, cuando la luna roja se había eclipsado y la de plata no era sino un fulgor tenue, fantasmagórico, entre las nubes, Tyorl hizo un alto en un claro resguardado por un círculo de robles. Lavim solicitó montar el primer turno de vigilancia, una petición que obtuvo el consenso de todos.

Renqueó Tyorl hasta un arroyo cercano para lavar los arañazos de su faz y el largo tajo de su hombro. El enano recogió leña y encendió la fogata de rigor, mientras que Lavim, tras efectuar una rápida exploración, regresó con dos perdices de tierna carne. Kelida se sumió en un profundo sueño antes de que asaran las aves.

* * *

El viento, saturado de vapores, agitaba las llamas y hacía que los ramajes se entrechocaran en ominosos gemidos. Stanach atizó el fuego y oteó el encapotado firmamento.

—Lloverá antes del amanecer —vaticinó, y Tyorl manifestó su asentimiento.

Una lechuza planeó en vuelo raso fuera del halo luminoso, reducida a un lóbrego perfil y un vago aleteo. Una zorra dejó oír su característico gañido en la otra ribera del riachuelo. Lavim hacía su ronda en las inmediaciones, entre bellos abedules argénteos, y tanto el elfo como el enano, persuadidos de que no resistiría mucho rato en tan aburrido empeño, permanecían despiertos, en un tácito acuerdo.

Tyorl estaba reclinado sobre un tronco, estiradas las piernas hacia las ascuas. Con el estómago a rebosar, el ambiente caldeado y la paz reinante, hubo de luchar contra la modorra. Miró al aprendiz, esbozando una sonrisa a la vez perezosa y sagaz, y paseó el pulgar por su barbilla.

—Desembucha ya, enano.

—¿De qué me hablas? —se hizo éste el desentendido, pasado el primer sobresalto.

—Vamos, di lo que quiera que has tenido en la punta de la lengua toda la velada, lo que aflora a tu pensamiento siempre que contemplas la espada de Kelida. Es un arma espléndida, razón por la que quizá te asombre que se encuentre en poder de la moza. —Tyorl agitó el índice hacia la muchacha, que dormía con un brazo doblado a guisa de almohada y el otro atravesado sobre la tizona—. Sin duda te figuras que sus escasas dotes marciales no hacen honor al acero que esgrime.

—Eres muy perspicaz. Sí, me intriga cómo pudo hacerse con él.

—¿Es ése el misterio que tanto te inquieta?

—Entre otros.

—Fue un obsequio —condescendió el elfo a aclarar.

—¿De quién?

—No es asunto de tu incumbencia —fue la tajante contestación.

Stanach observó las cabriolas de las llamas que lamían los leños de nogal y roble de la hoguera. La impertinencia de Tyorl no era muy ofensiva, pero debía responder. Zambulló los dedos en la hirsuta barba, dándole meditabundos tirones, y rememoró la recomendación de Piper de recobrar la espada sin reparar en medios.

—Te equivocas, me incumbe y mucho. Esa espada fue bautizada con el nombre de Vulcania.

Impulsada por la ventolera la hojarasca barrió el claro donde se hallaban y se apelotonó contra las rocas que bordeaban el arroyo. Durante unos segundos, los rayos de Lunitari —el satélite colorado— se franquearon una brecha a través de los cúmulos borrascosos y tiñeron el paisaje de púrpura. Tyorl se arrebujó en su capa.

—Bonito nombre. ¿Cómo es que lo conoces?

—No acabo de inventarlo, si tal es tu sospecha. En el lugar donde la empuñadura fue soldada a la hoja está inscrito el distintivo del herrero que la forjó: un martillo y una espada dispuestos como un aspa. Su artífice fue Isarn Hammerfell de Thorbardin, y a él correspondió el privilegio de elegir el apelativo. Hay una parte sin bruñir en el gavilán y los engastes no han sido limados en todo su perímetro. Constátalo si anida en ti algún resquemor.

—Ya me había fijado en ambos defectos, si bien eso no explica por qué es tan fundamental la identidad de la persona que entregó el acero a Kelida.

—Por Vulcania se ha vertido ya sangre pura, y también envenenada. Que yo sepa, han sucumbido cuatro seres al reclamarla. Uno de ellos, un enano apellidado Redaxe, fue asesinado en una emboscada hace dos días. Éramos parientes.

Tyorl, recostado contra un grueso tronco, recordó de pronto a los embozados hombrecillos que, en Tenny's, habían presenciado el juego de cuchillos con sumo interés.

Ni Hauk ni aquel par de sujetos habían sido vistos en Long Ridge desde aquella noche. No había habido motivos para asociar a los enanos con la desaparición de su compañero, al menos hasta ahora.

—Continúa —urgió el elfo a su vecino.

Stanach notó el apremio y procuró no reaccionar de manera impulsiva, aunque a estas alturas la cautela sería vana. Su oponente no cejaría hasta que le refiriese todos los hechos, y le había revelado demasiados detalles para introducir enmiendas de última hora.

—Yo moldeo metales, Tyorl, no historias, mas haré lo posible por complacerte. Esta tizona fue elaborada en mi reino y robada hace dos años. Hornfel, mi thane, y Realgar, cabecilla de otro clan, han rivalizado en astucia para descubrir su paradero y rescatarla antes que el otro. No hace mucho, alguien informó a los reyes de que Vulcania estaba en posesión de un guerrero que se hallaba en Long Ridge.

—Es tan sólo un arma, Stanach —objetó el elfo—. La gente mata con ellas, no muere por ellas.

—Por ésta sí. Es lo que denominamos una Espada Real. Nadie puede gobernar al pueblo de los enanos sin una de ellas y, puesto que en la actualidad no existe otra de sus virtudes, el afortunado que blanda a Vulcania controlará todos nuestros dominios.

—Y, como es lógico, tú te has propuesto reconquistarla para ti.

«Es un extranjero, un completo ignorante respecto a nuestras tradiciones —se dijo a sí mismo el enano para mantener la calma—. Habré de hacer acopio de paciencia.»

Así lo hizo, antes de instruir a Tyorl en sus costumbres.

—Aunque me convirtiera en su amo no podría sacarle ningún provecho. Soy un simple artesano, no tengo un ejército bajo mi mando como Realgar. ¿Qué clase de revolución iba a organizar con el soporte de tres o cuatro soldados?

—Tu Hornfel debe de contar con un contingente.

—Él sí.

—¿Estás a su servicio?

—És mi thane —dijo con sencillez Stanach—. Yo participé en la realización de la tizona para él, y estaba presente cuando Reorx le infundió el soplo de la vida. —Hizo una pausa, en la que examinó las cicatrices de sus palmas absorto, casi embelesado—. No había obrado un milagro análogo en tres siglos, Tyorl. Ninguna hoja salida de nuestro horno es una Espada de Reyes si nuestro dios no la toca con su gracia. Se me asignó la tarea de custodiarla, tuve un instante de descuido y la perdí.

El enano no volvió a despegar los labios hasta que Tyorl lo instó a hacerlo.

Fue una narración complicada. El elfo se adentró en los caminos de la política de los enanos con patente dificultad. Si bien no le costó colegir que para Stanach, y para los dos dignatarios que buscaban a Vulcania, ésta era mucho más que una hermosa pieza de artesanía. Personificaba el poder, constituía el talismán que unificaría el ahora dividido consejo de los thanes.

Escuchó con mucha atención y, mientras el otro se extendía en su parrafada, creyó deducir que los habitantes de aquel reino subterráneo no se habían enterado aún de que Verminaard pensaba infestar de tropas draconianas las estribaciones orientales de las Montañas Kharolis. El Señor del Dragón, hombre avaricioso, veía en Thorbardin un muy deseable trofeo.

Las divinidades del elfo eran las ancestrales de su tribu, Paladine Argénteo y el espíritu de los bosques, el rey bardo Astra. Sin embargo, en las sombras que se arremolinaban detrás de la profusa vegetación, deslizándose sobre las alfombras de hojas, reconoció un entramado que únicamente Takhisis, soberana de las Tinieblas, podía tejer. Se acercó al fuego, de repente congelado.

—Si has examinado el arma —decía el enano—, habrás distinguido las hebras candentes que se desparraman por su acero. Es el emblema de la forja de Reorx, trasunto de las llamas que allí arden. Así extrajo el hierro mi maestro y, al enfriarse en el proceso ulterior, perduró la marca de la deidad. Se trata, pues —repitió—, de una Espada Real, y el thane que la empuñe reinará en mi país en calidad de regente. En las últimas tres centurias nadie ha accedido a tan alto cargo, aglutinando a todos los clanes.

»Es muy duro carecer de un monarca. Siempre hay algo que falta, algo que se anhela sin alcanzarlo, y la tranquilidad se torna quebradiza. Nos hemos hecho a la idea de que jamás gozaremos de los beneficios de un rey supremo, ya que el Mazo de Kharas, oculto en un universo fabricado con el hilo de la leyenda y la esperanza, no nos será devuelto por ahora. Pero al menos Vulcania nos proporcionará un rey regente que hará respetar el trono en nombre del máximo rey que no hemos de tener.

»Si es Realgar quien desempeña este papel, los enanos de Thorbardin seremos condenados a la esclavitud. Es un derro, nigromante y adorador de Takhisis. Mi patria se someterá al yugo de tan terrible Señora, y lo hará sin combatir. Ese hechicero incurriría en cualquier crimen con tal de capturar la tizona; ya ha perpetrado otros muchos por móviles bastante más triviales.

Un leño, delgado y rebozado en cenicientos rescoldos, se desplazó hacia la tierra. Stanach lo envió de nuevo a su sitio de un puntapié.

—He de darte la razón —dijo el enano—. Poco importa de dónde sacó la espada Kelida.

—Ahora soy yo quien discrepo, amigo mío.

Tyorl se inclinó hacia adelante, clavando en el enano unos ojos azules, tan acerados como la hoja de su daga y, también, tan destellantes como la superficie de ésta con los reflejos de la fogata. Desconcertado, el aprendiz prendió la mirada en Vulcania.

—¿Podrías ser más explícito?

—Por supuesto. Fue un colega mío quien obsequió la espada a la muchacha, concretamente el guerrero que antes has mencionado. Desde entonces, hace ahora cuarenta y ocho horas, se ha evaporado sin dejar rastro. Quizá tú puedas ayudarme. Una pareja de enanos, uno de ellos tuerto, visitó la taberna de Tenny la misma velada en que Hauk se esfumó. ¿No serán de tu clan?

Stanach se heló hasta la médula de los huesos. ¡Los agentes de Realgar habían llegado a Long Ridge!

—Nada tienen que ver conmigo —repuso—. Yo abandoné Thorbardin en compañía de Kyan Redaxe y un humano apodado Piper. Uno, como ya he declarado, murió a traición, y el otro me aguarda, confío en que ileso, en las montañas. Fui a la ciudad solo.

—¿No estarás mintiendo?

—Si recelas de mí es cosa tuya —repuso Stanach cortante, mientras evocaba a Kyan y los graznidos de los cuervos—. Los tipos de la posada no eran amigos míos, más bien todo lo contrario: los mandó Realgar. Forman parte de su banda, y estoy seguro de que ejercieron la magia. Lo más probable es que asaltaran al tal Hauk y se encolerizaran al no encontrar la espada, porque éste ya se había desprendido de ella.

»Si estoy en lo cierto y esos bribones eran hechiceros, Tyorl, debieron de catapultar a tu compañero a una caverna de mi metrópoli antes de que tú advirtieras su ausencia. O ha muerto, o es prisionero del derro. Yo en su lugar preferiría lo primero, ya que nuestro adversario se valdrá de los más crueles recursos para averiguar dónde escondió la espada.

«Habrá fallecido —meditó el enano—, no puede haber durado dos días bajo los verdugos de Realgar. Si es un guerrero digno de su título, no obstante, habrá guardado silencio hasta el final.» Levantó los ojos, y leyó idénticas conclusiones en los ahora ensombrecidos iris del elfo.

—Compruebo que eres realista —musitó.

—Lo suficiente para percatarme de que nuestro centinela ha desaparecido —replicó Tyorl—. El kender se ha ido.

«No dudas de mi versión —pensó Stanach—. De hacerlo, no correrás el riesgo de que alguien dispuesto a matar en nombre de Vulcania aceche a la comitiva, y sobre todo a la muchacha.»

Hizo un gesto en dirección a los abedules, distorsionadas en la oscuridad sus grisáceas cortezas.

—Yo conservaré las ascuas encendidas, descansa un rato.

—Ese personaje que acaba de desvanecerse en la noche es amigo tuyo —apuntó el elfo—. Se me antoja muy conveniente que se haya retirado para que tomes el relevo y, acaso, también la espada.

—¡Majaderías! —exclamó el acusado—. ¿Dónde iría con ella? Sí, claro, de regreso a Thorbardin. Supongo que sería un excelente plan eliminarte mientras duermes. ¡Vamos, no delires! Sabes tan bien como yo que moriría de viejo antes de orientarme en esta espesura —increpó a su oponente, dibujada en sus labios una mueca vacía de humor—. Lavim fue muy sensato al aseverar que nadie sale del Bosque de los Elfos si no le enseña el camino un miembro de esta raza. Acuéstate, esperaré a mañana para proseguir nuestra amena charla.

Tyorl, que no había concebido ninguna desconfianza por el enano en Long Ridge, sentía ahora algunas aprensiones relativas a su conducta. De todas maneras, la jungla era la mejor garantía de que no conspiraría en su contra. ¿Qué habría hecho Stanach de no temer a Qualinesti? Pese a que su exposición de antes había sido verosímil y fluida, podría haber intercalado una dosis de engaño sin que el guerrero la detectase.

* * *

Kelida estaba hecha un ovillo en su cama de campaña para conjurar los vahos glaciales y húmedos que, brotando del suelo, entumecían sus huesos. Había escuchado lo suficiente de la historia de Stanach para comprender que la espada que amorataba sus piernas, las que en aquel momento yacía bajo su mano, nada tenía de corriente.

Las voces de los dos conferenciantes, prudentemente bajas, la habían despertado. Se alegró de que así fuera, pues durante su sueño la habían atormentado horribles visiones de incendios y destrucción.

No era su intención espiar a hurtadillas, pero las alusiones a la espada la indujeron a hacerlo.

¿Había muerto Hauk? ¿Se hallaba en alguna oscura mazmorra, torturado por el tal Realgar?

La mujer cerró los ojos y, en su mente, revivió los ademanes del humano, sus manazas encallecidas al poner el arma —Vulcania— a sus pies. Se conmovió al resonar de nuevo en su memoria el tartamudeo del hombretón al disculparse. ¿Qué había sido de él?

«O ha muerto, o es prisionero del derro. Yo en su lugar preferiría lo primero.»

Tyorl descabezaba un desasosegado sueño a su lado mientras, al otro lado del crepitante fuego, Stanach montaba guardia. Las reverberaciones de las llamas adquirían tintes plateados en su único pendiente y más encarnados en las honduras de su negra barba. Cuando el enano alargó el brazo para asir una nueva rama con que alimentar la hoguera, la joven se incorporó. Stanach nada dijo y ella, sujetando tras la oreja un rebelde mechón de cabello, le tendió otra rama.

El aprendiz cogió el leño y le dio las gracias. A Kelida le sorprendió que su acento, cavernoso y áspero en sus intercambios con el elfo, pudiera ser tan suave al dirigirse a ella. Le dedicó una sonrisa de tanteo y el hombrecillo, aunque no se la devolvió, relajó un poco las taciturnas arrugas de su frente.

Estimulada por esta casi imperceptible muestra de afecto, la moza fue a sentarse junto al centinela. No compartió el tronco que él ocupaba, sino que se instaló sobre la tierra y se respaldó en él. No pudo apartar la mirada del flamígero espectáculo. Recordando...

«Una llamarada, abrasadora como si contuviera un centenar de antorchas, surgió de las fauces del Dragón. Kelida lanzó un desgarrado chillido cuando las ígneas lenguas tomaron contacto con el techo de su granja y la casa entera explotó alrededor de su madre y de su hermano. Durante unos terribles momentos, vislumbró el rostro de ambos. El muchacho sollozaba lágrimas que parecían de sangre por los reflejos del fuego, y la mujer, escudándolo bajo su cuerpo en un infructuoso intento de protegerlo de las llamas, exhibía en sus facciones una peculiar mixtura de resignación y desesperanza.

»Al fin, no hubo nada que atisbar salvo dos teas humanas en una morada transformada en hoguera.»

Kelida era incapaz de lograr calentarse con el fuego del campamento: el recuerdo de la muerte de sus familiares no hacía sino producirle escalofríos.

—Stanach, ¿dónde se ha metido Lavim?

—En alguna correría de kender. ¿Quién puede saberlo? Sea como fuere, volverá antes del alba.

«Debe de andar a la caza de fantasmas —lucubró—. Pero no seré yo quien alarme a esta pobrecilla.»

—¿Te hemos manifestado nuestro agradecimiento por salvarnos la vida?

El enano meditó en silencio por unos instantes.

—No —dijo al fin.

—Te ruego que me perdones, ha sido una indelicadeza por nuestra parte. Gracias. De no haberos incorporado a la refriega Lavim y tú, Tyorl sería un cadáver y yo... —Enmudeció, atenta al siseo de las llamas y a las trágicas asociaciones que éstas le traían.

—No dejes que te martirice algo que no llegó a ocurrir —la aconsejó el enano—. Por cierto, ¿qué hacías tú en las barricadas con Tyorl?

—Despedirme de él. Era imperativo que se fuera de Long Ridge sin dilación.

—¡Aja!

—No es lo que estás pensando —se defendió Kelida, ruborizándose—. Sólo lo conozco desde hace un par de días. Después de que Hauk me regaló la espada y se esfumó, resolví restituírsela al elfo. Él se negó a llevarla consigo y me pidió que se la diera yo misma si venía a buscarla.

Stanach sonrió, al hacerse la luz en su confundido cerebro. La muchacha no se sentía atraída por Tyorl sino por el otro aventurero, Hauk. Lo captó en la nota melancólica de su voz, en su forma de acunar la tizona en el regazo. El acero podría haber tenido la empuñadura de plomo y sus zafiros simples pedruscos del lecho del río: pertenecía a Hauk y eso era lo único que contaba para Kelida.

Las motivaciones de Tyorl, no obstante, eran de un cariz muy distinto. A él le gustaba la chica. Sus ojos, que podían tener la dureza de las joyas que adornaban a Vulcania, se transformaban cuando los posaba en Kelida o departía con ella.

«He aquí algo que merece analizarse», caviló Hammerfell.

—¿No se extrañará tu familia de tu partida? —indagó de su acompañante.

—Mi padre, mi madre y mi hermano Mival ya no existen. Teníamos una granja en el valle, y... cuando llegó el Dragón Rojo...

Stanach dejó pasear su mirada por el silencioso bosque. El viento ululaba, similar al aullido de los lobos hambrientos. De pronto lo asaltó la sensación de ser uno de esos desaprensivos que, incapaces de contener su malsana curiosidad, ponen al desnudo las miserias, las llagas aún supurantes del prójimo.

—No sigas, pequeña —dijo con suavidad—. He estado en el valle.

—Nadie va a echarme de menos —suspiró Kelida.

Era una bella criatura según los cánones humanos. Stanach la miró de soslayo. ¿Qué edad debía de tener? No más de veinte, concluyó, aunque no le resultaba fácil calcularlo. Alta y de melena bermeja, con seguridad la cortejarían todos los granjeros de Long Ridge, embrujados por el imán de sus ojos verdes como los mosquitos por los fanales. Aquí, sin embargo, en la oscuridad del bosque, sus ojos no eran los de una mujer sino los de una niña extraviada que, llena de pavor, contempla un mundo de repente enloquecido.

¡Veinte años! El enano, que a esa edad no era más que un rapaz sin uso de razón y que no entendía cómo alguien que sólo había vivido cuatro lustros podía ser tildado de maduro, veía en Kelida a una candorosa chiquilla.

Y, además, sola. Para los humanos, la familia lo era todo y los demás sólo eran extraños. No pertenecían a un clan, esa profunda fuente de fortaleza y comprensión tan imprescindible cuando alguien perdía al padre, al cónyuge o al hijo. Stanach no habría podido soportar la vacuidad que ahora debía de experimentar la moza. Muy de tarde en tarde, y en castigo a delitos o pecados graves contra sus allegados, los enanos eran repudiados y condenados al destierro, y vagaban de un lado a otro en una perpetua penitencia en la que todos los esquivaban y algunos los compadecían. Pero para Kelida la situación era aún peor. Era como si progenitores, hermanos, primos, tíos y, en resumen, su clan entero, hubiesen expirado al unísono.

Stanach se estremeció. No conseguía siquiera imaginarlo. Azuzó de nuevo el fuego y se dejó absorber por la contemplación de las emanaciones luminosas, semejantes a luciérnagas que flotaran en el aire nocturno. Las llamas se reflejaban en el puño de oro de Vulcania, coloreaban la cazoleta argéntea en tonalidades anaranjadas y danzaban sobre los azules zafiros.

Se atusó la barba. Sí, el guerrero significaba mucho para la muchacha.

—¿Hace tiempo que conoces a ese tal Hauk?

—No, sólo cruzamos unas palabras el día en que me dio la espada. Es una historia disparatada —admitió la muchacha con una fugaz sonrisa. Sus ojos adquirieron una expresión triste—. Ha muerto, ¿no es así? Oí cómo se lo insinuabas a Tyorl.

El enano estuvo en un tris de corroborar que, en efecto, Hauk debía de estar muerto. ¿Cómo podría seguir vivo? Se mordió los labios, no obstante, al razonar que, si Kelida creía que el cautivo no había fallecido y que, heroico y caballeroso, rehusaba confesar a Realgar dónde se ocultaba la tizona para protegerla a ella, la joven no vacilaría en entregársela a él, a Stanach, a condición de crearle vagas ilusiones de que así quizá salvaría a su amado. No le costaría mucho disuadirla de ofrecérsela al mismo Realgar, arguyendo que en cuanto éste se adueñara del arma asesinaría a Hauk.

El theiwar no consentiría que el humano pregonara entre sus adversarios su proyecto de entronizarse en Thorbardin.

Sí, le entregaría la espada. Eran mínimas las posibilidades de que rescatara a Hauk de la muerte por tal procedimiento, pero Stanach estaba seguro de que la joven afrontaría ese peligro. Había arrastrado a Vulcania hasta el bosque, dormía abrazada a ella. Pertenecía a Hauk y no permitiría que nadie se quedara con ella... a menos que de ese modo pudiera salvarle la vida.

La miró con detenimiento. Se había quedado dormida sentada, con las manos enlazadas en torno a sus encogidas rodillas y la cabeza descansando sobre éstas. «Pobre muchacha —pensó—, enamorada de un bandolero idealista, aunque ella aún no lo sepa.»

Zarandeó su hombro suavemente para despertarla y, cuando ella esbozó una sonrisa, murmuró:

—Ponte cómoda, Kelida, no tardará en amanecer.

La muchacha se tendió en su improvisada cama, junto a la espada, mientras Stanach ultimaba los pormenores de su plan y hacía caso omiso de los escrúpulos de su conciencia.

Piper le había dicho que hiciera cuanto fuera preciso.

Se preguntó qué le habría sucedido a su amigo. ¿Estaría a salvo? ¿Lo aguardaría al lado de la pila de rocas que semejaban un túmulo funerario? Eran cuatro contra uno, cierto, pero ese uno era un mago. La balanza no estaba, en fin de cuentas, tan desequilibrada.

«Haz cuanto sea preciso», le había dicho Piper.

«Sí, Piper, lo haré», pensó Stanach.