PRÓLOGO

El nacimiento de Vulcania

Del mismo modo que el bardo oye, remotos pero claros, la huidiza melodía y los secretos sones del cántico que su voz está predestinada a cantar, o de la misma manera que el narrador de historias siente en su médula el fluir de las frases y silencios del relato que ha de dar una razón de ser a su vida, así también el enano Isarn Hammerfell sabía que Vulcania justificaría que hubiese consagrado su vida a la forja de espadas. Aquel acero sería su obra maestra y se insinuaba, casi perceptible, tras cada filo que realizaba, aguardando paciente el momento de nacer.

La espada esperaba que Isarn Hammerfell se considerase digno de crearla.

Cuando el arma adquiriese forma material, cuando saliera del fuego y se enfriase en el aceite hasta consolidarse su temple y su belleza fría y azulada, el herrero se la ofrecería a su thane, a Hornfel, Gobernador de los hylar.

Si Hornfel juzgaba al artesano merecedor de tal honor, exhibiría la espada en un salón palaciego, como habían hecho los thanes de anteriores generaciones, junto a otras armas de similar valía allí expuestas a lo largo de lustros.

Una vez colocada la tizona en su plafón, Isarn no volvería a confeccionar otra espada. La fragua en la que había trabajado durante tantos años se convertiría en el taller de su aprendiz y pariente, el joven Stanach Hammerfell. El veterano maestro abandonaría el martillo, las tenazas y todas cuantas herramientas había utilizado y amado en su quehacer cotidiano, para terminar sus días envuelto en su nueva dignidad.

Dado que la elaboración de su arma sería la más cuidada de todas las que había emprendido, la encarnación de sus visiones y de su incomparable oficio, el anciano no vaciló en recurrir a un acero purísimo, tratado a partir de un hierro forjado negro y duro que él mismo moldeó.

Fue personalmente a las minas, aunque su condición no se lo exigía, a fin de elegir la vena apropiada. Él conocía mejor que nadie el aspecto del mineral idóneo, su textura y su olor acre. Recorrió pues los lóbregos pasadizos, iluminados por espaciados fanales, en busca de los filones donde había de encontrar la materia prima que su empresa requería. Y, cómo no, superviso su extracción.

Después de que regresara a su herrería, nadie tuvo noticias de él durante semanas. Encerrado en aquel habitáculo del seno de la montaña, diseñó a Vulcania, alerta a la inspiración; tanto que nunca emborronó un pergamino pues el diseño se componía en su mente, en su alma. Se formó una idea de la apariencia que tendría el arma. Su tacto intuía qué sensaciones se desprenderían de su superficie y sus tímpanos vibraban al son del yunque y el martillo, de las llamas y el vapor.

Le llevaron el mineral. Lo único que faltaba era seleccionar las gemas que decorarían la empuñadura, aunque encargaría la confección de ésta a Stanach. Era la tradicional prueba de confianza que daban todos los maestros a quien habría de sustituirlos.

En el reino de Thorbardin no sólo hay armeros, sino también toda una plebe de joyeros y orfebres de la plata y el oro. Isarn exploró en las dependencias de sus colegas, los más insignes en cada arte. El especialista en alhajas le regaló cinco zafiros sin tacha, cuatro del mismo color que adopta el cielo en el crepúsculo y el quinto del compacto azul de la medianoche y provisto de aristas vivas y profundas. Estas piedras ornamentarían la guarnición, mientras que aplicaría unas láminas áureas al gavilán y dejaría la lustrosa plata para la cazoleta.

Dispuestos todos los detalles, era hora de materializar la espada. Isarn Hammerfell, con la exclusiva asistencia de su joven ayudante, inició la tarea que culminaría en una obra maestra. La suya.

Ellos mismos alimentaron el horno y llenaron las dos pilas, una para el agua donde había de refrescarse el hierro y la otra para el aceite en el que se sumergiría el acero. Stanach accionó los fuelles, al ritmo lento pero firme que le enseñara Isarn y, mientras provocaba la ignición, observó cómo la luz anaranjada se encaramaba a las lisas paredes de piedra de la estancia. Era éste un menester que no había practicado desde los primeros balbuceos de su aprendizaje. ¡Cuan familiar se le antojaba, y al mismo tiempo cuan distinto!

Sólo él y su veterano instructor asistirían al alumbramiento de Vulcania. Stanach era consciente de que nunca volvería a ser tan sensible a la intensa magia de su artesanía hasta que, décadas más tarde, él mismo diera vida al sueño inimaginable de su propia obra maestra.

El acero se consigue en base a los elementos del mundo. Excavado primero como mineral, se transforma mediante la intervención del fuego y el agua en hierro forjado. Hammerfell obtuvo el ennegrecido metal bajo la atenta mirada del joven. Resultaba de gran interés que Isarn, el cual había manipulado un centenar de veces bloques análogos con la despreocupada destreza del experto cuyos dedos actúan de manera mecánica, siguiera ahora el proceso paso a paso, más reverencial que el mozo a quien se permite estrenarse en la fragua.

Stanach observaba al maestro como si lo viera trabajar por vez primera. «Lo recordaré sin omitir nada», pensó. El caldeado ambiente arrancaba de sus poros goterones de sudor, mas se enjugó la frente con el dorso de la mano y continuó repitiéndose que jamás olvidaría lo que estaba presenciando.

Al salir el mineral del horno, sus pupilas se clavaron en las del veterano y, de nuevo, se dijo que nunca se borraría de su memoria la expresión del arrugado rostro. Era la de quien alberga una honda querencia y sólo tiene ojos para el objeto de ésta.

Guardaron silencio mientras se enfriaba el hierro. No había necesidad de conversar; el pupilo no tenía preguntas e Isarn no habría sabido describir el vínculo que existía entre su espíritu y los elementos. Cuando se hubo endurecido el metal, asumiendo la consistencia de una áspera masa negruzca, el anciano lo introdujo en un recipiente de arcilla, nacido de la tierra y aún con vagas remembranzas del beso de las llamas.

El aprendiz alzó la vasija, pesada a causa del polvo de carbón y la materia vertida en su interior, y la depositó en el horno, allí donde le indicó su maestro. Transpiraba tan profusamente que los riachuelos de su frente desembocaban en su poblada barba, apelmazándola. El cabello se adhería a su nuca. Como había mudado hacía ya horas su holgada camisola por un mandil de cuero, sus musculosos brazos refulgían con el dorado reflejo de las ascuas.

El calor de la sala habría hecho palidecer al irradiado por los perennes incendios que, según viejas fábulas, ardían en las entrañas de Krynn. Bajo tan insoportable temperatura el carbón, combinado con el estrato superior del hierro, daría paso a una sustancia resplandeciente y de gran dureza: el acero.

Stanach arrastró un cubo de agua que había arrinconado en una umbría esquina de la fragua. Aunque fresco minutos antes, ahora el líquido estaba tibio como si lo hubieran sometido a la acción del sol. Llenó un cacillo, se lo tendió a Isarn, volvió a zambullirlo y sació su propia sed. En sus resecas gargantas el fluido se derramó más sabroso que el mosto.

Una tercera dosis del contenido del cubo sirvió para mojar la cabeza del aprendiz, quien, mientras la caliente cascada corría por su cuello y espalda, fue invadido por un repentino sentimiento de tristeza. No se le había ocurrido hasta ese instante que, en cuanto Vulcania cesara de ser sólo una visión, concluirían sus ricas relaciones laborales con el respetable anciano.

Isarn, su maestro y miembro de la familia, era también un amigo. Una sombra de soledad, como la nube que eclipsa las lunas, oscureció el ánimo de Stanach. Dejó el recipiente, vacío ya de agua, en el umbral de la cámara para que la renovara el mozo que ejercía de ayudante, y regresó a su puesto junto a las llamas. El viejo enano aguardaba tranquilo la metamorfosis del metal, el milagro con que Reorx maravillaba a sus criaturas desde que el primer herrero de su raza resolviera montar un taller.

«Sí, es un milagro —pensó Stanach—. Un lazo con los dioses y una fuerza que doblega a la naturaleza.» Tal fue la primera lección que le había impartido Isarn: que debía encomendarse a la divinidad y creer en sus propias facultades para dominar a los elementos, aunque sin perder de vista sus limitaciones. «La forja del arma más simple es un acto de culto», solía afirmar el veterano; un culto que él mismo se pasó la vida perfeccionando.

El acero brotó espeso, carmesí como la luna roja y fulgurante como el sol cuando aparece tras el horizonte. El alumno, encogidos los ojos frente a las abrasadoras ondas que de él dimanaban, llevó el bloque hasta el yunque. El maestro, de manazas enormes pero suaves si así se lo proponía, elevó el martillo, presto a cincelar el contorno de Vulcania.

El metal no se rebaja del mismo modo que la madera, sino que se golpea hasta darle la longitud y grado de angulación deseados. Aunque había hecho incontables armas antes que ésta, aunque herramienta y dedos configuraban un todo, cada una de las descargas de Isarn era prudente y mesurada. Ello no obstaba, sin embargo, para que las meditaciones intermedias durasen sólo unos pocos segundos, fruto como eran de la sapiencia y el instinto. No podía permitir que el acero se solidificara, perdiendo su carácter maleable.

El himno del martillo resonaba en la estancia, un jubiloso clamor que enaltecía los corazones. Stanach oía el Cántico de la Espada Magistral, y se dio cuenta de inmediato de que nunca los instrumentos del anciano habían interpretado tales notas. No volvería a escucharse aquel poema musical hasta que él, ahora pupilo, fundiese otra porción de hierro en su obra maestra.

No componía las estrofas otra letra que la que maestro y aprendiz modulaban en sus almas. Era el panegírico imaginario a un filo largo y estilizado, como correspondía a aquel que hubiera de adaptarse a la mano de Isarn. No le era difícil al discípulo visualizarlo mientras su maestro lo pulía con raspador y escofina y dejaba caer las limaduras sobre el suelo pétreo a la manera del polvo de plata.

Stanach incluso se representó el arma como un haz de argéntea luz de estrellas.

Perfilada la hoja, debía volver al fuego para templarse.

—Este —explicó Isarn al aprendiz— es el último viaje de la espada al calor, su última danza entre las ígneas lenguas.

A pesar de ser como un refrán muchas veces recitado, las palabras del veterano poseían una cualidad distinta en esta ocasión, cuando hacía penetrar su pieza cumbre en el proceso final. Parecían nuevas, frescas.

El anciano completó las funciones propias de la forja, calentamiento y temple del metal incandescente, con tanta solicitud como todas las anteriores. Su ayudante había azuzado las llamas hasta darles el punto justo, y ahora comprobó el aceite para que también su frescor fuera el exacto. Satisfecho, miró a su superior y la tizona.

En su postrera exposición al horno el filo no era ya un rayo de los astros nocturnos sino un rescoldo carmesí del mismo sol, un sanguinolento brazo de lava.

Al hundir Isarn el arma en el viscoso líquido, Stanach advirtió que su soleado relumbre se mitigaba hasta desvanecerse. El hierro candente pasó a ser plateado acero, prístino como la nieve y fuerte como la montaña. Inundados sus pulmones de vapor, sudorosas su epidermis y sus hercúleas extremidades, el artífice de Vulcania la retiró de la pila con gesto delicado.

Limpió el destellante aceite de la superficie con un fino lienzo, acariciando más que presionando, y posó al fin la hoja sobre el anverso del yunque como quien entrega un recién nacido al regazo materno.

Stanach contempló el juego de reflejos que establecían las llamas al reverberar en el purísimo acero, y también las vetas bermejas que punteaban el afilado reborde. Fascinado, con el corazón resonando con violencia en su pecho, fue a situarse entre el fuego y la mesa de herramientas. Su sombra no privó a la tizona de luz.

La espada, insuperable en todos sus pormenores, tenía su propio corazón de fuego. El corazón despedía delgadas líneas de luz carmesí que atravesaban el acero y que ninguna sombra podía debilitar.

Con las pupilas dilatadas y la encallecida mano trémula como si luchara contra la parálisis, el viejo maestro forjador estiró el brazo hacia el arma y al instante lo replegó, remiso a tocarla.

—¿Lo ves? —susurró—. ¿Ves lo mismo que yo, muchacho?

Stanach no halló el sonido de su propia voz. Mudo y sobrecogido, asintió con la cabeza y reculó unos pasos de Vulcania. Fue en aquel momento, mientras sus sentidos se impregnaban de la belleza de un arma aún sin empuñadura, cuando evocó involuntariamente los versos de un fragmento, tan a menudo citado y tan pocas veces creído, que se había convertido en la cantinela callejera de los niños.

·

· Bien lo saben los Enanos de las Montañas,

· que un rey supremo estas cosas puede hacer:

· una Espada Real,

· por Reorx, el Padre, de vida insuflada.

· Un alma en el crisol de la batalla,

· del sufrimiento, templada.

· Un Mazo como el que el legendario Kharas

· en la bruma quiere esconder.

·

Una Espada Real para que el soberano la blandiese, se la ciñera al cinto durante todos los días de su reinado y, llegada la hora, fuese sepultada junto a él. Un regio espíritu fortalecido en la ciencia que otorgan la guerra y el conflicto armado, sí, pero no menos que la experiencia de los juicios emitidos, que las decisiones que responsabilizan a quien las toma. Y el Mazo de Kharas, tanto tiempo oculto que en cada generación eran menos los enanos que no lo definían como un mito.

Mitos o realidades, ningún aspirante había ascendido al trono de los enanos desde que el Mazo se había extraviado.

El aprendiz tuvo un súbito escalofrío, pese a la exudación que todavía humedecía sus patillas. Entornó los párpados, tragó aire para refrenar los temblores y volvió a examinar la espada.

Las ramificaciones rojizas que surcaban el acero titilaban, como si de verdad Reorx le hubiera puesto un corazón y éste estuviera vivo. Al observarlo, el propio corazón de Stanach se acopló al recién nacido ritmo.

Según rumores y antiguas historias, tan sólo una Espada Real latía de este modo.

No se había forjado en Thorbardin ningún arma de aquellas características durante tres centurias. No obstante, ahora...

Stanach meneó la cabeza entre incrédulo y asombrado. Conocía las leyendas. ¿Qué miembro de su raza no las había oído contar? En un pasado remoto había existido una dinastía de reyes supremos. Duncan, el último de ellos, gobernó en la época en que estallaron las guerras de Dwarfgate, hacía ya trescientos años. Tuvo un heroico consejero y amigo, ese Kharas al que citaba la poesía popular. Se narraba que este personaje, cuyo nombre significaba «caballero» en lengua solámnica, había tallado un Mazo en las dependencias de la fragua de Reorx. Se aseveraba asimismo que el mencionado Kharas combatió con más denuedo y acierto que ningún otro en el sangriento período que sucedió al Cataclismo, cuando los ejércitos invasores de humanos y enanos de las colinas, capitaneados por el misterioso mago Fistandantilus, trataron de irrumpir en los territorios asignados a las tropas de las montañas y acceder a los supuestos tesoros de Pax Tharkas y Thorbardin.

La plaza subterránea de Thorbardin fue defendida con éxito de los atacantes, pero la fortaleza de Pax Tharkas se rindió. Y no fue ésta la peor desgracia, sino el hecho de que los dos grupos en que se habían escindido los enanos se declarasen enemigos irreconciliables. El fratricidio es el más grave de todos los pecados, y enfureció a Reorx. El dios, en su cólera, esgrimió contra sus hijos la misma hacha de la que se valiera para modelar el mundo y que, al decir de algunos, tomó parte en la realización del Mazo de Kharas. No le bastó con destruir el sector del país que había desatado su furia: lo deshizo de punta a acabo.

En su vasta demolición, la faz de Krynn, ya desfigurada y asolada por el Cataclismo, sufrió nuevas alteraciones. Las planicies de Dergoth degeneraron en un inmenso pantano, yermo y maldito, que recibió más tarde el apelativo de Llanuras de la Muerte. Bajo tan castigador brazo, Zhaman, otrora imponente y altiva ciudadela de los magos, se derrumbó sobre sí misma, desencadenando una devastadora tormenta de arena y roca.

Se decía que, cuando Kharas observó las ruinas del lugar, éstas habían conformado la caprichosa efigie de un enorme cráneo humano que parecía sonreír burlonamente. De ahí su nombre, Monte de la Calavera, y su actual carácter de monumento a los millares de caídos que perecieron mientras mataban a sus congéneres.

Mas el rostro del mundo no fue lo único que cambió. Poco después del conflicto, Duncan falleció. Sus codiciosos hijos comenzaron a conspirar unos contra otros antes ya de su enterramiento, enzarzándose en una pugna sin cuartel para ocupar el trono vacante. El héroe Kharas, sinceramente dolido por la pérdida de su monarca y confidente, asistió a aquella infame lucha por el poder y decidió que ninguno de los herederos obtendría la supremacía.

Dio sepultura al soberano en la magnífica torre que luego se llamaría la Tumba de Duncan. Enclave de ritos luctuosos y hechiceros, la mole se erguía suspendida sobre el cerro que coronaba el camposanto de los enanos conocido como Valle de los Thanes.

Buscó acto seguido, con el concurso de la magia y el mismísimo Reorx, un escondrijo para su Mazo, y decretó que ningún súbdito de su especie reinaría con poder absoluto en Thorbardin sin este simbólico cetro.

Fuesen estos eventos verídicos o inventados, meditó Stanach, nadie había sido elegido rey supremo desde entonces. Proliferaban los episodios críticos en que su pueblo había necesitado de forma perentoria un soberano que lo guiase, situaciones —recapacitó el enano— como las actuales, marcadas por la incertidumbre. En efecto, a las noticias que últimamente se filtraban desde el exterior sobre el inicio de una nueva guerra se sumaban las informaciones relativas a los dragones y al retorno de la Reina de la Oscuridad.

El alumno se secó el sudor frío de la frente con mano insegura. Nadie gobernaría sin el Mazo, como tampoco podía hacerse sin una Espada Real. A través de los años habían sido innumerables los enanos que intentaron crear un acero de virtudes especiales, sabedores unos de que ello permitiría que Thorbardin fuese gobernada por un rey en calidad de regente, y deseosos otros de que este primer paso condujera al hallazgo del arma de Kharas. Aunque hermosas obras de artesanía, ninguna de las tizonas así concebidas había sido una Espada Real. Reorx no les había conferido su soplo ni implantado el corazón carmesí del resplandeciente acero... hasta ahora.

Los herreros compartían la creencia de que la voz de todos los martilleos de los más avisados en su oficio retumbarían para siempre en el Eco del Yunque, una muy amplia caverna de los enanos que comunicaba la Puerta Norte con la ciudad de Thorbardin. Si era cierto, caviló Stanach, el repiquetear de la herramienta de Isarn sería el diapasón que daría la clave y armonizaría las resonancias de décadas de trabajo en una tonada eterna, imperecedera, entre los muros de la gruta.

Volvió a agitarse. Cuando apartó la mirada del acero ennoblecido por su deidad, vio que el maestro sollozaba. Había forjado una Espada Real para su thane, Hornfel, del clan hylar.