Celia yacía en el catre que había en un rincón de su celda con la vista clavada en la oscuridad. Durante toda la noche habían sonado los tambores, unas veces más cerca, otras más lejos. Hacía un rato que habían cesado. Aunque sabía que no tendría que esperar mucho más tiempo, temía que tal vez para entonces ya fuera demasiado tarde.
Primero creyó que su amo la ayudaría. Lord Noringham la había visitado dos veces, se había interesado por saber cómo estaba y le había prometido presentar una solicitud de clemencia al gobernador y buscar el modo de sacarla de allí. Le había dado, de parte de lady Harriet, un vestido limpio, varias mudas y una manta. Después de que él se marchara, Celia, a su pesar, había albergado algo más de esperanza. El amo había sobornado a los guardianes para que la trataran bien. Sin embargo, habían pasado cuatro días desde su última visita y, desde hacía dos, los anteriores guardianes habían sido reemplazados por otros: Thomas y Francis. Celia conocía sus nombres tan bien como sus cuerpos y sus preferencias sexuales.
Aunque los tremendos dolores en el abdomen habían remitido un poco, la mulata aún sangraba. La última vez, Thomas y Francis habían disfrutado de ella a la vez, y su cuerpo no había podido resistirlo. Al rato, había empezado a sentir mucho dolor, luego comenzó a sangrar y finalmente había sufrido un aborto. Tras arrastrarse hasta el cubo, se había sentado en él y había expulsado el feto entre gemidos y lágrimas a causa de los retortijones. Doblada de dolor, se había arrastrado otra vez al catre, había esperado a que llegara la noche y había rezado para que aquello no se prolongara mucho más. Al cabo de un tiempo llegó Thomas. Ya desde el pasillo el carcelero vio el reguero de sangre y se puso a renegar a grito pelado, como si ella tuviera la culpa de lo ocurrido.
—¡Maldita sea! No pretenderás palmarla ahora, ¿verdad?
Celia no respondió. Thomas abrió la puerta enrejada, fue a ver primero a la prisionera y luego se acercó al cubo. Entonces renegó todavía más fuerte y llamó a Francis, para que él también pudiera sacar sus propias conclusiones.
—Si esta estira la pata, nos la cargaremos —dijo Francis, preocupado—. Se darán cuenta de que nos la tiramos.
—Tonterías. Las mujeres abortan sin más. Pregúntaselo tú a mi vieja. Ha tenido tres. Yo no estaba cerca cuando los sufrió y mi rabo menos.
—¡Puag! ¡Esto es asqueroso! ¡De haber sabido que estaba preñada, yo no lo habría hecho!
—Vamos, ahora no me vengas con esas… ¿A que te lo pasaste bien? Por lo menos te la tiraste tres veces, y eso en solo una hora.
Celia se hizo la dormida. Los dos hombres se alejaron, discutiendo aún sobre quién tenía la culpa y si tal vez no sería mejor matarla sin más y luego decir que había muerto.
—Al Consejo eso le vendría de maravilla —adujo Thomas—. De todos modos, van a colgarla. Les ahorraremos el dinero del verdugo. Y ni siquiera tendrán que reparar el patíbulo.
—Pero ¡se darán cuenta de que la hemos matado! ¡Tendríamos muchos problemas!
—Deberíamos hacerlo de un modo que no se note, que parezca como si hubiera muerto del aborto. Esas cosas ocurren continuamente, lo sé muy bien. La última vez mi vieja estuvo a punto de morir desangrada.
—Mmm —masculló Francis, pensativo—. En una ocasión oí decir que si se aprieta una almohada sobre la cara de alguien después parece como si el tipo la hubiera diñado solo.
Thomas se echó a reír con burla.
—¿Acaso tienes una almohada?
—No, aquí no. Pero en mi cama sí. ¿Voy a buscarla?
—Bastará con un trozo de ropa. Se pone en medio de la cara y luego es muy rápido. ¡Quítate el chaleco!
—¡Oye, que el tejido es bueno! —protestó Francis—. ¡No quiero que se me ensucie!
—¿Y qué quieres? ¿Que ella nos delate o que mantenga la boca cerrada para siempre?
—Como tú mismo has dicho, nadie la creería.
—Eso era antes de que empezara a sangrar como si la hubieran degollado.
Francis vaciló, pero finalmente consintió, si bien de mala gana.
—Vale. Pero lo haces tú.
—Entonces tú la sujetas.
Celia oyó el crujido de la ropa. Se incorporó y gritó. Al instante se encontró con los dos hombres junto a ella. Francis la tumbó contra el catre, le puso las rodillas sobre sus piernas y le sujetó los brazos hacia abajo. Thomas le apretó con fuerza el chaleco enrollado sobre la cara. La tela picaba y apestaba tanto a sudor que mareaba. Al rato, ella notó que se desvanecía. Thomas tenía razón. Iba a ser muy rápido.