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La luna todavía estaba baja. El alba estaba próxima. Por encima de los campos de azúcar el cielo era gris, aunque todavía estaba rasgado con las sombras azuladas de la noche. Abajo, en la playa, las garzas iban a grandes zancadas de un lado a otro mientras los cangrejos de tierra buscaban refugio entre la maleza de la orilla para pasar allí el día. Se oyó el canto de los primeros gallos; pronto los pájaros cantores los acompañarían en aquel concierto matutino. Unos nubarrones espesos se cernían sobre la isla, la mayoría arriba, sobre las colinas del centro; sin embargo, el cielo también abría sus compuertas en la costa. Todo estaba empapado de humedad. Llovía con retraso desde los árboles gigantescos de la jungla cercana, y por todas partes caían gotas y chorreaba agua. Los animales estaban escondidos en sus madrigueras de la maleza, y los pájaros levantaban de nuevo sus cabezas por debajo de las plumas. Aun así, apenas remitía un chubasco que el agua era absorbida; el suelo y los campos la absorbían como esponjas. Al salir el sol y convertir con su calor la humedad en vapor, se elevó de la tierra una especie de neblina.

Como todos los días, la compañera negra del capataz lo había despertado para que reuniera a los esclavos. El trabajo empezaba siempre al alba y terminaba con la puesta del sol. La mujer se acercó a la lumbre que tenía en un rincón de la cabaña y arrojó en un caldero los ingredientes para hacer sémola de avena. Estaba gorda como una morsa: no solo porque comía bien, sino por el hijo que esperaba, que era el tercero que tenía con el capataz. Él era un hombre bueno, que pocas veces le pegaba a ella o a los niños, y que solo castigaba a los demás esclavos si era necesario. Además, era divertido. No pasaba un día sin que él riera y bromeara con los niños, o sacara la flauta para tocar.

Aquella mañana él estaba especialmente cansado, porque en la víspera de la fiesta de compromiso del ama joven había llevado una ración extra de asado y de ron a casa y los había compartido con ella. La primera vez que ella había intentado despertarlo, él solo había emitido un breve gruñido y se había vuelto sobre su otro costado. A ella le habría gustado quedarse en la cama un poco más, como él, pero también sabía que si él se dormía le echaría la culpa. Así pues, lo sacudió varias veces por el hombro hasta que por fin él se despertó refunfuñando y salió de la casa para aliviarse.

El capataz orinaba en aquel aire húmedo matutino mientras bostezaba y observaba, aburrido, su alrededor. Al otro lado, junto al molino, vio algo fuera de sitio, parecía un fajo de bagazo doblado y arrojado allí con descuido. Enfadado, se encaminó hacia él para colocarlo con el resto. Entonces reparó en lo que era en realidad y empezó a correr. El camino de tierra se había vuelto un barrizal tras la última lluvia; el capataz resbaló y cayó. Tras renegar, se incorporó de nuevo; estaba cubierto de barro de pies a cabeza, pero eso le daba igual.

De la barra giratoria del aparato de molienda colgaba un cuerpo humano. Era un hombre. Cuando el capataz se acercó, reconoció el cabello rubio ensangrentado del cual el agua caía a gotas. Era Robert Dunmore y estaba, a todas luces, muerto.