25

En el patio que había entre las dos alas de la mansión señorial los terratenientes llevaban ya un buen rato debatiendo. Jeremy Winston había tenido la idea de celebrar la reunión del Consejo en Summer Hill en lugar de en la casa de la Asamblea de Bridgetown. Los criados irlandeses no paraban de servir bebida; sin embargo, el calor sofocante resultaba insufrible a pesar de la lona que se había tendido para resguardarlos del sol.

Winston había abierto la reunión en calidad de gobernador. A su derecha estaba sentado William Noringham, como presidente del Consejo de la House of Burgesses, y a la izquierda de él se hallaba Harold Dunmore, segundo presidente y portavoz de la facción más numerosa hasta el momento: la de quienes estaban a favor de la confrontación. Prácticamente todos los grandes terratenientes compartían su opinión: la ley de navegación de Cromwell era inaceptable bajo cualquier supuesto. Según Harold Dunmore, lo mejor era incumplirla.

—Seguiremos haciendo negocios con los holandeses, y punto. Si los capitanes de la marina mercante ingleses se nos llevan el azúcar con las mismas condiciones y nos proporcionan suficientes esclavos… entonces ¿por qué no? No obstante, mientras este punto no esté asegurado, nos estaríamos arrojando piedras contra nuestro tejado si acatáramos esta nueva ley tan estúpida.

—Pero ¿y si nos envían buques de guerra? —indicó Benjamin Sutton.

Estaba sentado unas cuantas sillas más allá de Harold Dunmore. Chorreaba de calor, ya había apurado su tercera copa de vino y hablaba con la lengua un poco pastosa. Aunque compartía la opinión de Dunmore, temía el ataque de los ingleses.

—Es algo con lo que tenemos que contar —corroboró William Noringham.

Dunmore dio un puñetazo en la mesa, como si con ello pretendiera reducir a añicos esa objeción.

—¡Si es así, tendremos que prepararnos como es debido! —Su rostro había adquirido un tono peligrosamente rojo. Había colgado su chaleco detrás de él, en el respaldo de la silla; tenía la camisa desabrochada y se le veía el pecho oscuro y peludo. El látigo recogido, que llevaba remetido en el cinto y a la vista de todos, simbolizaba su disposición a la violencia—. Barbados es una isla y solo se desembarca en puntos contados; de lo contrario hay peligro de exponerse a corrientes traicioneras o de ir a parar contra un acantilado. Únicamente necesitaríamos unos cuantos cañones colocados en lugares estratégicos.

—¿Y si disparasen desde el mar? —quiso saber un terrateniente.

—El alcance de sus cañones no será mucho mejor que el de los nuestros —bravuconeó Harold Dunmore.

—En esto andáis muy errado —rebatió Duncan Haynes—. Los cañones del buque insignia de la flota del Parlamento son los mejores y más nuevos del mundo.

Estaba sentado al extremo opuesto de la larga mesa, recostado cómodamente en su silla, con la camisa abierta casi hasta el cinturón, dejando el pecho, intensamente moreno, a la vista de todos. Llevaba el sombrero muy calado y, debajo del ala, su mirada era adormilada. Daba la impresión de que todo aquello no fuera con él.

—Seguro que no nos enviarán inmediatamente el buque insignia —le contravino Dunmore con desdén—. Podremos hundir por completo el par de fragatas que nos harán llegar.

—Míster Dunmore, me asombráis —repuso Duncan con voz suave—. Siempre os he tenido por un fiel partidario de Cromwell. Y ahora, en cambio, pretendéis atacar a los parlamentarios como si fuerais un realista de pies a cabeza.

A Dunmore le tembló la mano sobre la empuñadura del látigo. Todos se dieron cuenta y apartaron la vista, incómodos. Pero Duncan no pareció inmutarse. Irguió la espalda y alzó la cabeza.

—Cuando se trata de la libertad de Barbados, los convencimientos políticos no tienen ninguna importancia. Nuestra supervivencia depende por completo de poder hacer negocios con libertad. ¿Hay alguien que se oponga a ello?

Algunos terratenientes se dirigieron miradas furtivas entre sí y otros se encogieron de hombros sin saber qué hacer. Muchos eran realistas que, de todos modos, siempre se habían negado en redondo a someterse a Cromwell. William Noringham y Niklas Vandemeer también intercambiaron miradas. Duncan se puso en guardia al percatarse de ello. El holandés, a fin de cuentas, sí había tenido oportunidad de hablar con Noringham antes de la reunión. Solo faltaba ahora que ambos se pusieran a favor de Dunmore y se declararan partidarios de la guerra; en tal caso, su estrategia se vería muy comprometida. Pero, para su alivio, Noringham optó por la opción con que él había contado.

—Me gustaría proponer un enfoque más moderado —dijo el joven lord.

Dunmore le lanzaba miradas de odio, pero William Noringham siguió hablando inmutable. Se había puesto en pie para dar más énfasis a su propuesta, algo que logró sin esfuerzo. Permaneció firme y con una expresión de autoridad natural en el rostro.

—Deberíamos negociar. Para ello tendríamos que elaborar una lista exhaustiva de nuestras reclamaciones, a cuyo cumplimiento condicionaremos nuestra aprobación del nuevo Parlamento y la nueva ley de navegación.

—¿Y cuáles serían esas reclamaciones? —preguntó Benjamin Sutton, interesado.

—La adquisición del azúcar según condiciones fijadas por nosotros —apuntó al punto uno de los terratenientes.

—¡Envíos regulares de esclavos! —exclamó otro.

—¡Nada de incrementar los precios a las importaciones! —añadió un tercero.

Harold Dunmore rio con desdén.

—¿Creéis de veras que vuestras reclamaciones interesan lo más mínimo a los parlamentarios? Aunque nosotros queramos negociar, ellos desde el mar dispararán contra todo cuanto se encuentre a su alcance hasta no dejar piedra sobre piedra; enviarán tropas armadas a tierra y tomarán posesión de nuestro Consejo de terratenientes. Nombrarán un nuevo gobernador, repartirán las tierras entre los hacendados fieles al gobierno y, a partir de entonces, el azúcar se cultivará y se distribuirá según las leyes de la Commonwealth. Todo esto ocurrirá con absoluta seguridad a menos que nosotros demostremos nuestra fuerza. La única alternativa sería someternos de inmediato al Parlamento, acatar la ley de navegación y, de ahora en adelante, solo comprar mercancía a los buques mercantes ingleses. Y, todavía peor, suministrar a Inglaterra todo nuestro azúcar en exclusiva, sin condiciones, y permitir que nos impongan el precio por ello. —Dunmore escrutó a su alrededor—. ¿Es eso lo que queréis? ¿Alguno de vosotros desea eso? ¡Tenemos que emplazar cañones, tanto si decidimos negociar como si no! ¡Además, debemos crear una milicia y armarla con mosquetes! —Ansioso por encontrar apoyo, clavó la mirada en todos los asistentes, uno por uno—. ¡Acabaremos con esos parlamentarios!

El griterío excitado fue en aumento. Algunos terratenientes se pusieron en pie; dos o tres dejaron oír improperios contra Cromwell, aquel odioso regicida. Otros, que se sentían puritanos, conservaron un poco más la calma, pero también entre ellos se adivinaba que compartían el punto de vista de Dunmore. Él había sopesado bien la situación: en cuestiones de negocios la lealtad política era muy lábil.

Duncan consideró que había llegado el momento de presentar su propuesta.

—Me gustaría añadir una cosa —dijo en voz alta para hacerse oír.

Fue preciso aguardar algunos instantes hasta que la calma se impuso. Poco a poco los terratenientes volvieron a tomar sus asientos. Un criado rodeó la mesa sirviendo jerez y vino. Algunos presentes eligieron ron, entre ellos, Robert Dunmore, que seguía el debate con ojos vidriosos. Tenía el pelo empapado de sudor y el rostro abotagado.

—Hablad, capitán Haynes —emplazó William Noringham a Duncan.

—Yo podría ayudar al Consejo en las negociaciones —dijo Duncan—. Conozco a los señores del almirantazgo por conversaciones antiguas y sé que no les interesa una guerra. —Dirigió una mirada de reojo a Harold Dunmore—. Aunque quizá a muchos aquí les gustaría creerlo. —Bajo la mirada expectante de los terratenientes se levantó de su silla y se retiró el sombrero para que todos le vieran la cara. Para abogar por algo, tenía que parecer convincente—. Veamos primero qué pretende conseguirse con esa ley de navegación —prosiguió.

—¡Un maldito embargo! —gritó uno de los terratenientes, impaciente.

—En efecto. Pero eso solo afecta al comercio con barcos que no son ingleses. En cambio, si las mercancías vienen de buques ingleses o son transportadas por ellos, el comercio será lícito. Sin embargo, actualmente es un hecho que, primero, no llegan suficientes barcos ingleses a la isla y, segundo, el precio de transporte que tienen es ruinoso. Esto se debe a que, en comparación con los barcos holandeses, los ingleses sufren más accidentes en el mar, por lo menos en esta travesía.

—¡Y además no traen esclavos! —exclamó entretanto un terrateniente mientras los demás asentían entre murmullos.

El tráfico de esclavos seguía sobre todo en manos de holandeses y portugueses. Así pues, ¿cómo acatar la ley de navegación y, a la vez, lograr que el cultivo del azúcar se mantuviese e incluso se ampliase?

Duncan siguió hablando, ajeno a esos reproches.

—Es un hecho que Inglaterra ha promulgado leyes sobre el comercio con las colonias, pero hasta ahora no ha podido mantener acuerdos de forma satisfactoria. Y es aquí donde veo para Barbados la posibilidad de tener la paella por el mango. ¿Por qué los terratenientes de esta isla no creáis un nuevo consorcio comercial? Barbados podría equipar barcos y crear una línea de transporte de mercancías. Si eso además pudiera hacerse bajo el amparo de la Commonwealth, entonces se acataría la ley y, a la vez, se garantizaría un intercambio comercial más seguro así como los beneficios resultantes de él. Y, sobre todo, sería expandible. —Dirigió la mirada a su alrededor, antes de seguir—. Si esta fuera la condición para reconocer el Parlamento y la ley de navegación, nadie os lo podría negar.

Los terratenientes se lo quedaron mirando, sorprendidos, mientras aquí y allá se oían murmullos de asentimiento.

—Capitán Haynes, me parece que esta propuesta es muy interesante —dijo William Noringham con tono pensativo.

Únicamente Niklas Vandemeer sacudió la cabeza con gesto de desaprobación. Era evidente que la idea de Duncan no lo había convencido en absoluto.

—Creía que éramos amigos —le susurró a Duncan de tal modo que solo lo oyeron los dos. En su cara se reflejaba enojo y decepción.

—Luego me lo agradecerás —repuso Duncan igualmente en voz baja.

Harold Dunmore volvió a golpear la mesa para reclamar atención.

—Con todos los respetos por la propuesta del capitán Haynes… —Pronunció su nombre como si fuera veneno—. ¿Es acertada? Pensemos un momento en Inglaterra. Existe ahí una sociedad enorme, la East India Company, la Compañía de las Indias Orientales, y en Holanda existe la Compañía de las Indias Occidentales. Estas sociedades mercantiles tienen más influencia y dinero que los que Cromwell y sus secuaces pueden llegar a imaginar. ¿Cuánto falta para que en Inglaterra se cree otra compañía comercial parecida a la holandesa? Recogerán el té y las especias de la India; el tabaco y el algodón de Virginia, y el azúcar de Barbados. Entonces nosotros solo seremos trabajadores forzados, y cultivaremos la tierra y prensaremos la caña para nuestros señores de Londres. En recompensa podremos darnos por contentos con las limosnas que nos concedan. No seremos los amos de lo que vendamos, ni tampoco de lo que compremos. Entonces nadie en la isla tendrá nada que decir, sobre ningún aspecto. —Blandió el puño—. Yo digo que tenemos que luchar por nuestra libertad. ¡Por la independencia de Barbados!

Robert Dunmore se puso en pie.

—¡Libertad para Barbados! —gritó. Su voz estaba un tanto desvaída, pero no por eso su efecto fue menor.

Algunos de los otros terratenientes le hicieron eco.

—¡Libertad para Barbados! ¡Libertad para Barbados! —La voz se propagó como un eco.

Duncan se dejó caer en la silla con un suspiro. William Noringham levantó las manos.

—¡Caballero, calma! Antes tenemos que pensar bien las cosas.

La tranquilidad se impuso poco a poco; los murmullos de excitación persistieron todavía un rato. Duncan lo intentó por última vez.

—¿Qué hay de malo en negociar conforme a mi propuesta? El hecho de que puede existir alguna vez una compañía inglesa de las islas Occidentales aún no es algo firme. Si lográis establecer a tiempo un tráfico comercial marítimo entre Barbados e Inglaterra que funcione bien, ¿qué sentido tendría que alguien se aventurara en territorio desconocido y con elevadas posibilidades de pérdidas? Sabed que no hay muchos capitanes ingleses capaces de hacer esta ruta. Es algo que tiene que aprenderse. Evidentemente, en este sentido también estoy dispuesto a poner mis conocimientos al servicio de la causa. En interés de Barbados.

—¿Por qué no decís el verdadero motivo de esta buena disposición vuestra? —clamó Harold Dunmore. Rezumaba odio y en una de las sienes se le dibujó una vena—. ¡A vos solo os interesa el dinero!

—¿Acaso hay alguien aquí a quien le interese otra cosa? —preguntó Duncan con una sonrisa.

Dunmore sacó su látigo pero, a la vista de la distancia que había entre él y Duncan, aquel gesto no fue más que algo inútil y ridículo. Escrutó con nerviosismo a cada uno de los presentes.

—¿No os dais cuenta de que este hombre quiere tomarnos el pelo? ¿Alguien tiene idea de cuánto costaría algo así? ¿Quién debería aportar los medios para equipar todos los barcos que necesitamos para crear un comercio floreciente del azúcar? Y, otra cosa, ¿tendría ese consorcio tal vez cazadores expertos de esclavos que viajasen a África en lugar de los holandeses y los portugueses para proveernos de los negros que necesitamos para los años venideros? Yo os digo: ¡Armemos los cañones y preparémonos para la guerra!

—En tal caso debéis apresuraros. La última vez que zarpé a Inglaterra se había concentrado ya una parte de la marina de guerra dispuesta para hacerse a la mar en dirección hacia las Antillas. Como sabéis, llevo ya una buena temporada aquí; seguramente no falta mucho para que sus velas se divisen en el horizonte. —Duncan hizo una pausa con intención efectista—. Hasta que ello ocurra deberíais reflexionar muy bien sobre vuestra respuesta a la nueva ley.

Robert Dunmore clavó los ojos en él.

—¡Cobarde miserable! —Se volvió hacia los demás y farfulló—: ¡Y todos vosotros también sois unos cobardes! ¡Todos! ¡Sin excepción!

—Robert —dijo William con tono conciliador—. Compórtate. No estamos aquí para insultarnos los unos a los otros.

—¡Y tú…! ¡Tú eres el mayor de los cobardes! —gritó Robert.

De pronto se abalanzó contra William y le dio puñetazos. William recibió varios golpes antes de poder levantar las manos y defenderse.

—¡Sé muy bien lo que eres en realidad! —gritó Robert—. ¡Tú andas detrás de mi esposa! ¡Pretendes a Elizabeth!

William palideció.

—¡Retira lo que acabas de decir!

Pero Robert no estaba dispuesto a hacerlo y se abalanzó de nuevo contra él para intentar volver a golpearle. Sin embargo, esa vez William lo vio venir y supo defenderse. Propinó un puñetazo a Robert en la mandíbula que lo arrojó al suelo. Harold entretanto había sacado el látigo, pero las miradas de los que lo rodeaban le impidieron hacer uso de él. Con gestos bruscos se acercó a su hijo para ayudarlo a levantarse. Robert gemía y se sostenía la barbilla. Dirigió a William una mirada llena de odio que este respondió con indiferencia.

—Propongo que nos tranquilicemos un poco y que nos encontremos otra vez aquí dentro de una hora para votar las posibilidades que hay sobre la mesa —se apresuró a decir Jeremy Winston.

La propuesta fue bien recibida, sin discrepancias, por todos los presentes. Acto seguido el grupo se disgregó rápidamente.

Como no podía ser de otro modo, la votación otorgó una clara mayoría a la propuesta de Duncan Haynes. Muchos miembros del Consejo se alegraron por ello. Lo único que querían era mantener la paz; en cambio otros —sobre todo los de tendencia realista— no temían la confrontación con la marina de Cromwell y preferían apoyar a Harold Dunmore. Con todo, estaban en clara minoría.

En cualquier caso todos estaban preocupados, porque nadie podía saber qué pasaría si el comandante de la flota de Cromwell no quisiera negociar y solo aceptase, desde el principio, una rendición sin condiciones.

Tras la votación Harold Dunmore aseveró que ya verían lo que conseguirían de contar con un aventurero con ansias de grandeza que ni siquiera tenía derecho de voto en el Consejo. En su opinión, el plan de crear una sociedad mercante propia no solo era un proyecto visionario, sino idiota por demás, y añadió que todos pasarían a la historia como los lamebotas de Cromwell.

Quedó pendiente la cuestión de las exigencias que tenían que formar parte de las negociaciones. William Noringham había dicho que estaba decidido a redactar y a imponer una constitución en la que llevaba años trabajando, a lo que Harold Dunmore respondió con una carcajada de burla. Al oír aquel anuncio de Noringham, incluso Duncan Haynes frunció el entrecejo con escepticismo.

La fiesta de compromiso, que empezó a última hora de la tarde y en la que participaron una docena de invitados, empezó con mal pie. Era como si la irritación con que los miembros del Consejo habían puesto fin a la asamblea después de la votación fuera el inicio de la futura desgracia. Sobre la sociedad parecía que pendía ya la espada de Damocles de una guerra inminente con la metrópoli. Harold Dunmore permaneció sentado en un rincón con expresión avinagrada. Nadie se atrevió a acercársele, solo el criado que tenía que servirle la bebida con regularidad. De la comida prácticamente no tomó nada.

Robert estaba totalmente bebido. La siesta prolongada que su madre le había convencido que hiciera no lo había calmado. A veces Elizabeth notaba su mirada cavilosa sobre ella, provocándole una incomodidad creciente. Martha estaba todo el rato en torno a él, rogándole que dejara de beber; Robert hacía como si quisiera obedecerla pero, en cuanto ella apartaba la mirada, volvía a tomar un trago. En la barbilla tenía señales del puñetazo de William; de vez en cuando se la tocaba y contraía el rostro con un gesto de dolor.

William Noringham tampoco había salido indemne de la pelea. Tenía el ojo derecho hinchado, y era evidente que en los próximos días le iría cambiando de color.

Tampoco entre el resto de los invitados reinaba un buen ambiente, a pesar de que en el menú de varios platos con el que lady Harriet los obsequió no faltaba de nada. Los violines y las flautas sonaban más agudos que alegres, y la mayoría de los terratenientes no parecían tener otra intención que la de emborracharse cuanto antes mientras sus mujeres e hijas dibujaban caras de desconcierto. Nadie tenía ganas de bailar.

Elizabeth sabía de lo ocurrido en la asamblea de los terratenientes por Felicity, la cual, a su vez, lo había ido sonsacando, parte por parte, a su capitán holandés. Aunque Haynes no estaba invitado a la fiesta, el Elise seguía anclado frente a la costa. Elizabeth no dejaba de pensar en él. No podía evitarlo. Igual que el día anterior, sentía una extraña zozobra, como si estuviera a punto de ocurrir algo importante y ella no pudiera saber exactamente qué.

Niklas Vandemeer formaba parte de los invitados en calidad de amigo de William. Sin embargo, tampoco su humor era bueno. La inminente llegada de la marina de guerra inglesa convertía en un peligro incalculable cada día que pasaba de más en Barbados. Si los cañones ingleses llegaban a disparar, sin duda primero lo harían contra los barcos holandeses puesto que la ley de navegación iba dirigida en primer lugar contra la navegación mercante holandesa. Vandemeer iba de un lado a otro con expresión preocupada, y la mayor parte del tiempo tenía la mirada perdida en el vacío. A pesar de sus esfuerzos, Felicity, que permanecía junto a él como un perrito y lo acompañaba lealmente a un lado y a otro, no lograba animarlo.

Anne estaba junto a George Penn en la larga mesa y se esforzaba de verdad en mantener la expresión de felicidad en la cara, pero no podía engañar a nadie. Su sonrisa parecía forzada y su alegría simulada. Su prometido George, que estaba sentado a su lado con la espalda rígida, también parecía muy incómodo. Su rostro atractivo, algo ajado, tenía una expresión decaída. Igual que en la fiesta anterior, iba demasiado abrigado para el bochorno que hacía; de hecho, llevaba el mismo traje. Estaba bañado en sudor, igual que la mayoría de los presentes.

Solo lady Harriet parecía fresca y de buen humor. Su aspecto impecable casaba elegantemente con su afable amabilidad, y si la fiesta duró tanto fue solo gracias a su esfuerzo. Con todo, los primeros invitados se marcharon antes de medianoche. Algunos que vivían en la parroquia de Saint James y que, por lo tanto, no residían muy lejos de allí, iniciaron el camino de vuelta. Los criados les iluminaron con lámparas el camino de salida. El resto se retiró a los dormitorios que se habían dispuesto para ellos, y aceptaron los orinales, las jofainas y las bebidas que el servicio les ofreció para la noche. Los Dunmore también se quedaron a dormir.

Después de que todos los invitados se hubieran retirado, Niklas Vandemeer y Felicity se encontraron para despedirse en la galería exterior donde, ocultos por las columnas, se besaron y se abrazaron apasionadamente. Martha ya se había ido a la cama, y lady Harriet y Anne se ocupaban de acomodar a los invitados que pernoctarían en Summer Hill. Solo Elizabeth sabía de aquel encuentro secreto. A instancias de Felicity, vigilaba que los dos amantes no fueran molestados.

Apoyó la espada en la gran puerta doble que separaba el gran salón del vestíbulo. Estaba todo a oscuras, excepto por la lamparilla de noche que titilaba en el pasillo que llevaba a la galería exterior. En torno a la casa cantaban las cigarras, y se oyó el ululato de un búho. A Elizabeth le pareció volver a oír a lo lejos el sonido de los tambores. Al cabo de un rato oyó hipar por última vez a Felicity; a continuación la figura corpulenta de Niklas Vandemeer desapareció entre las sombras de la noche. Su silueta se recortó aún por unos instantes en el cielo nocturno iluminado por la luna y luego desapareció en la negrura.

—Tengo mucho miedo de que él se vea involucrado en la guerra —susurró entre lágrimas Felicity a Elizabeth mientras ambas se dirigían a la planta superior.

—Ya verás como todo irá bien —la tranquilizó Elizabeth. Sin embargo, también a ella le costaba creerlo.

Más tarde, cuando ella y Felicity ya estaban acostadas, Elizabeth permaneció mucho rato escrutando la oscuridad de la habitación. La noche anterior apenas había dormido y se sentía agotada. Con todo, estaba muy nerviosa. Tuvo que obligarse a permanecer tumbada para relajarse.

Un arañazo en la puerta la asustó; saltó de la cama sin pensar siquiera quién podía querer molestarla a esas horas. El corazón empezó a latirle con fuerza porque estaba convencida de que era Duncan. Aquel día solo lo había visto un momento, al final de la sesión del Consejo, pero no se habían hablado; Duncan solo la había saludado con la cabeza de lejos. Luego Niklas Vandemeer y William Noringham lo habían abordado y le habían impedido ver más. Inmediatamente después de la votación él se había esfumado; sin embargo, el Elise continuaba anclado en la bahía. ¡Duncan había vuelto para verla! Abrió la puerta sigilosamente y soltó un respingo al encontrarse ante sí, al trasluz de la lamparilla de noche que ardía en el pasillo, a Robert. Su esposo la agarró, la sacó de la habitación, la apretó contra la pared y la envolvió entre sus brazos.

—¡Robert, basta! —Elizabeth intentó apartarlo, pero él era demasiado fuerte.

—¡Lizzie, te quiero!

Horrorizada, se dio cuenta de que Robert lloraba a la vez que le intentaba quitar la camisa.

—¡Robert, por Dios, para! ¡Despertarás a toda la casa!

—¿No vas a quererme un poquito? ¿Tan repugnante te parezco? ¡Soy tu esposo! —Hablaba de forma entrecortada y balbuceante, ya no podía controlar bien la lengua.

—Robert, mañana lo hablamos.

—Lizzie, déjame… —Le metió la mano entre las piernas, y eso a ella la indignó tanto que lo apartó con fuerza.

—¡He dicho mañana! ¡Y ahora, basta! ¡Lograrás despertar a tu madre!

Él cedió un poco y entonces ella consiguió zafarse de él. Una puerta del pasillo se abrió y, mientras Robert se volvía irritado hacia ese ruido, Elizabeth aprovechó aquella oportunidad y huyó al dormitorio de Anne. Corrió rápidamente el pestillo y escuchó detrás de la puerta. Fuera se oían unos murmullos amortiguados que no podía entender. Suspiró profundamente y a continuación regresó a su cama. En la oscuridad se oyó a Anne susurrar:

—¿Tu marido?

—Sí —respondió Elizabeth en voz baja.

—No sabía que fuera tan espantoso.

Si supieras hasta qué punto es espantoso, pensó Elizabeth. En su mente recordó a Deirdre sangrando, arrodillada en el suelo; a la muchacha que había muerto al dar a luz un hijo de Robert. Y luego pensó en Duncan, en cómo se sentía ella entre sus brazos y se consumía con sus besos, como una vela al viento. Por fin en su cabeza vio a Robert ante ella, llorando y suplicándole amor, y cómo ella, incapaz de soportar aquello, lo había apartado de sí. Al pensar en ello, también Elizabeth lloró.

En efecto, la culpa podía tener muchas formas. Y todas eran espantosas.