24

William Noringham se apartó de la columna en que se apoyaba e hizo una breve inclinación.

—Ruego a las damas que me disculpen. El deber me reclama.

Antes de retirarse, sonrió primero a Elizabeth y luego a su hermana. La asamblea de los terratenientes se celebraría al aire libre, en el gran patio que había entre las dos alas laterales de la casa, debajo de un toldo extendido.

—El bueno de William —comentó Anne con una mezcla de compasión y orgullo—. Siempre esforzándose por hacerlo todo bien, sin pensar nunca en sí mismo.

Elizabeth miró a William mientras se alejaba. Su espalda erguida parecía querer enfatizar las palabras de su hermana, igual que la expresión pensativa y algo inquieta de su rostro, que ya se veía de perfil. De pronto un rizo le cayó en la frente, atenuando un poco su rictus grave y devolviéndole su expresión juvenil que, en opinión de Elizabeth, le sentaba mucho mejor que la preocupación constante por el bienestar de los demás. Como en pocas horas estaba previsto el comienzo de la fiesta de compromiso de Anne, él ya iba vestido con sus galas: chaleco de seda, chorrera de encaje así como pantalones hasta las rodillas de terciopelo y zapatos con hebillas de plata.

Involuntariamente, Elizabeth se preguntó cómo iría vestido Duncan en la asamblea. Todavía no lo había visto con ropa elegante. Al instante se prohibió cualquier otro pensamiento sobre él. Había decidido que en el futuro actuaría como si él no existiera.

Los hombres que se encontraban fuera de la casa asomaron de todas partes; también Niklas Vandemeer llegó procedente de la playa en dirección hacia la casa, llevando a Felicity del brazo y seguidos por Martha, la eterna guardiana de la virtud. El capitán hizo una breve inclinación ante las damas y luego se apresuró hacia la parte posterior de la mansión. De allí se oían ya algunas voces exaltadas: al parecer, incluso antes del inicio del debate en el que se abordaría la ley de navegación de Cromwell muchos miembros ya estaban muy nerviosos.

Felicity, sofocada y con las mejillas sonrojadas, se aproximó a la galería exterior. Apoyado en los hombros llevaba descuidadamente el palo del parasol de paja que utilizaba para resguardarse del sol. Estaba muy bella ataviada con su cimbreante vestido de seda con volantes en el que, por esa vez, había prescindido de la enagua rígida y voluminosa.

Martha, vestida también para la fiesta, se derretía de calor. A pesar del parasol que llevaba, tenía la cara roja como una langosta hervida y su escote era un mar de sudor. El vestido que lucía, una maravilla de raso y seda de color azul marino con un sinnúmero de perlas en los dobladillos, estaba totalmente empapado.

Robert había llegado acompañado por sus padres hacía aproximadamente una hora y, en aquel breve espacio de tiempo ya había conseguido beber tanto que Martha le había tenido que suplicar que se contuviera. Al oírlo él había hecho una mueca de sorpresa y había afirmado que era capaz de controlarse y que sabía cuánto podía aguantar.

Estaba sentado en la galería exterior, con una copa medio vacía de jerez delante de él, con la cabeza reclinada sobre una mano y con la mirada clavada en el vacío. La cabellera rubia le caía delante de la cara, y de nuevo Elizabeth se sorprendió de lo atractivo que era. Por fuera, seguía pareciéndose a aquel mensajero de los dioses del cuadro que colgaba en el vestíbulo de Raleigh Manor; tenía una apariencia mítica, resplandeciente, que atraía hacia sí miradas de admiración. Alto, impecablemente vestido, y bendecido con aquel rostro, irradiaba un atractivo tal que no podía sorprender a nadie la rapidez con que las mujeres caían rendidas ante él.

—Si quieres participar en la asamblea, deberías ir hacia allí —le sugirió prudentemente Elizabeth.

—Sí. Eso a tu padre le gustará —añadió Martha con una expresión de temor en el rostro.

Robert no se movió y se limitó a seguir mirando al vacío sin decir nada. De pronto alzó los ojos.

—Jonathan ha preguntado por ti —dijo—. El pequeño te echa de menos.

Aquel comentario inesperado sobresaltó a Elizabeth. Hasta entonces no había llevado al pequeño consigo a la casa de los Noringham porque le parecía que se educaría mejor en el entorno habitual para él. Por otra parte, sus visitas a Summer Hill nunca se habían prolongado más de dos o tres días.

—Mañana ya volveré a casa —comentó ella.

Robert se levantó y las patas de la silla arañaron el entarimado de madera de la galería exterior. De repente parecía cansado.

—Perfecto. Por cierto, también quería decirte que lo siento. —Rápidamente añadió—: La muerte de tu padre habrá sido sin duda un golpe tremendo para ti.

Ambos sabían que no se refería a eso.

—Te agradezco el pésame —dijo Elizabeth. Con cierta incomodidad lo vio abandonar la galería para unirse a los demás terratenientes en el patio.

—Pobrecito —gimió Martha en voz alta.

En esas palabras se percibían ciertas ganas de compasión, y aunque Elizabeth no sabía exactamente qué pretendía su suegra, tuvo la necesidad de decir algo, aunque solo fuera para desviar la conversación de Robert.

—Me pregunto cómo irá la asamblea.

—Eso solo Dios lo sabe. Yo lo único que deseo es que no se les ocurra algo estúpido que haga que los ingleses nos ataquen a cañonazos.

Martha desplegó el abanico y se aventó. Estaba totalmente sudada; bajo los brazos su vestido tenía unas manchas tales que apenas dejaban ver algún punto seco en él. Con un gesto ágil tomó el vaso de jerez de Robert y se bebió en dos sorbos su contenido para luego llamar con un gesto a una de las criadas que aguardaba en segundo plano.

—Tráeme más de esto —dijo en tono autoritario.

—Por supuesto, madam.

La irlandesa, una criatura enclenque de edad indefinida y cara de espantapájaros, se alejó con rapidez. Por lo menos a ella Robert la dejaría tranquila.

Elizabeth se maldijo por juzgar a todas las mujeres según si estaban o no a salvo de su marido; sin embargo, desde que Harold había castigado a latigazos a Deirdre, ella vivía bajo el temor constante de que pudiera ocurrir algo parecido de nuevo. ¿Qué podía llegar a hacer su suegro si alguna vez se enteraba de lo suyo con Duncan? Estremecida, apartó aquel pensamiento de sí. Lady Harriet se asomó en la galería exterior.

—¿Está todo de vuestro agrado? —quiso saber con su voz suave y educada—. ¿Elizabeth? Martha, ¿quieres que te haga traer alguna otra cosa?

—No —repuso Martha sin más.

Elizabeth se sobresaltó al oír esa respuesta tan seca, pero lady Harriet se limitó a asentir con amabilidad y volvió a desaparecer en el interior de la casa.

Martha se quedó absorta mirando el vacío. Cuando Elizabeth le preguntó si estaba bien, la mujer se limitó a fruncir los labios y a encogerse de hombros. La presencia de Martha incomodaba tanto a Elizabeth que al final le resultó imposible permanecer más tiempo junto a ella. Tras excusarse, se levantó y entró en la casa. Arriba, en el dormitorio de Anne, encontró a su amiga y a Felicity. Anne estaba tumbada en la cama y Felicity, frente a ella, le daba aire con el abanico.

—¡Oh, Lizzie! —se lamentó Felicity—. ¡Es terrible!

—¿Qué ha pasado?

—Imagínate… George Penn… —Felicity bajó la voz, pues no hacía falta que todo el mundo se enterase de lo que tenía que decir sobre el futuro marido de Anne—. Resulta que tiene una negra en casa. Una para… —Habló entonces tan bajo que su voz fue apenas un murmullo—. Ya sabes.

Elizabeth, sobrecogida, miró a Anne, que se tapaba los ojos con los dorsos de las manos. Se preguntó si Anne había creído de verdad que, en ese aspecto, George era distinto de la mayoría de los terratenientes de la isla. O, por lo menos, de los que no estaban casados. Ella no sabía de ninguno del que no se dijera que se acostaba con una irlandesa o una negra. Elizabeth intentó encontrar una respuesta conciliadora.

—¡Pero seguro que la dejará en cuanto seas su esposa! Tal vez la venda a otra plantación. —Incluso ella reparó en lo poco convincente que había sonado esa afirmación.

Felicity sacudió con fuerza el abanico, un artilugio hecho de papel de seda con unas palmeras mal pintadas: era una de las obras de arte hechas por ella con que había obsequiado ya a todas las damas de su entorno inmediato.

—¡Oh, Lizzie! ¡Si solo fuera eso…! No te imaginas lo que hemos sabido: resulta que la negra ya tiene un hijo de George. Y está a punto de tener el segundo.

Anne se echó a llorar. La barbilla afilada le temblaba mientras sollozaba sin poder contenerse. Las lágrimas se le escurrían por debajo de los dedos y le humedecían las mejillas y el cuello. Todo su cuerpo se sacudía a causa del dolor contenido. Elizabeth tragó saliva.

—¿Sigues queriendo tomarlo por marido?

—¡Por supuesto que quiere! —Felicity respondió en lugar de Anne—. Si no, ¿quién le queda? —En voz baja y con tono de complicidad, añadió—: De todos modos, la mayoría de los hijos de los esclavos negros mueren. ¡Lizzie, habla con ella! ¡Si no, tal vez ponga fin al compromiso! —Se encaminó hacia la puerta—. Estoy que no puedo de los nervios por saber qué vestido va a llevar hoy Mary Winston. Antes la he visto llegar en su carruaje. Voy a ver.

Felicity pasó junto a Elizabeth tarareando una melodía. El olor ligeramente primaveral de su nuevo perfume la envolvió. Estaba de muy buen humor. Según le había confiado a Elizabeth, su encuentro con Niklas Vandemeer la noche anterior había resultado completamente satisfactorio para ella. «Creo que pronto me pedirá la mano —había dicho en un susurro—. ¡Nos amamos tanto…!». Sin embargo, aún no habían hablado acerca de dónde viviría como esposa del capitán.

Elizabeth se acercó a Anne y le posó la mano en la cabeza.

—¡Anne, pobrecita! ¿Qué vas a hacer?

—¡Si lo supiera…! —contestó su amiga—. Me hacía mucha ilusión ser esposa y madre. Pero ahora George ya… Él ya tiene…

—Eso no puede compararse. Esto es como… Todos los hombres tienen amoríos antes de casarse. Van con prostitutas y tienen hijos bastardos. ¡Lo importante es que tras la boda dejen de hacerlo! —Con tono de voz resignado añadió—: Aunque esto no siempre cabe esperarlo como esposa.

Anne retiró la mano de su rostro lloroso.

—¡Oh, Lizzie! —exclamó con voz lastimera, anegada en llanto—. ¡Lo siento muchísimo! Yo estoy aquí llorando desconsolada y tú… —Se interrumpió.

—No importa. ¿Sabes?, se puede soportar. Sin duda es peor si se siente amor por el esposo. Pero en raros casos el amor es el motivo por el que se celebra un matrimonio. Es preferible no depositar muchas esperanzas en eso, así no te llevas ninguna decepción.

Anne se incorporó y se limpió la cara con una punta de la sábana mientras miraba a Elizabeth con curiosidad.

—¿Alguna vez has amado a Robert?

Elizabeth no se tomó la molestia de mentir a su amiga. Sin decir nada, negó con la cabeza. Anne suspiró.

—Me parece que Felicity tiene razón. Es mejor mirarlo todo desde el punto de vista práctico. Aparte de George, no tengo mucho más donde elegir. Ya tengo veintiocho años. Si no me caso ahora, seguramente nunca lo haré. Acabaré como una solterona, sin hijos y sin casa propia. Aunque la vida aquí, en Summer Hill, es muy agradable, no es lo que quiero para mí cuando sea mayor. —Con sarcasmo lacónico añadió—: Bueno, eso si antes no me muero de aburrimiento. —Arrugó la frente—. Si tuvieras que volver a decidir, ¿volverías a hacerlo? Quiero decir, ¿te casarías con Robert?

No, pensó Elizabeth. Habría buscado otra solución para proteger a su padre y Raleigh Manor de los parlamentarios. Sin embargo, no fue eso lo que dijo a Anne.

—Pues, claro, por supuesto. En esa época era la única posibilidad razonable. Mi padre estaba amenazado políticamente, y su fidelidad al gobierno estaba en entredicho. Supo confidencialmente que su encarcelamiento era inminente. Entonces, el Parlamento se habría apropiado de nuestras tierras y mi padre habría sido enviado a prisión. —Se interrumpió un momento y luego apostilló, con mayor convencimiento—: Sí, volvería a hacerlo.

Anne suspiró de nuevo, pero ya no parecía tan abatida.

—Y además ahora tienes a Jonathan. El pequeño te lo compensa todo.

—Así es —dijo Elizabeth con el rostro vuelto hacia un lado.

Le habría gustado gritar a Anne que no lo hiciera. «¡No te sometas a una relación de tanta dependencia porque no sabes hasta dónde llega su alcance!». Sin embargo, calló, pues no quería poner a su amiga en otro dilema. Además, ¿y si George Penn fuera capaz de hacer feliz a Anne? ¿Quién era ella para juzgar eso? Solo porque su matrimonio fuera una auténtica catástrofe no significaba que todos los demás acabaran igual. Sin duda Anne, con su carácter divertido y generoso, lograría que George se comportara como era debido. De hecho, a él no le quedaría más remedio que amarla y llevarla en bandeja.

—Correré el riesgo —dijo Anne, como si hubiera leído el pensamiento de Elizabeth.

Elizabeth la tomó de las manos.

—Te deseo la máxima felicidad del mundo.

—Gracias, Lizzie. ¡Eres una amiga fabulosa! En cuanto a los bastardos que George ha puesto en el mundo, yo me encargaré de que sean bautizados y criados como cristianos. Tal vez, más adelante, cuando sean más mayorcitos, podrán hacer de criados en casa. Como Celia. De ese modo, su vida no será tan dura.

—Seguro.

Una imagen cruzó fugaz por la mente de Elizabeth: la mulata de piel clara bailando en el claro entre los negros, agitándose al ritmo de los tambores y manchada con la sangre caliente de un animal sacrificado. «El día está cerca», le pareció oír en un susurro desde algún lugar. Entonces la imagen se desvaneció, y Elizabeth se quedó mirando la pared encalada que había detrás de la cama de Anne.

—¿Qué ocurre? —preguntó Anne.

—Nada.

Anne se había levantado y se acercó al espejo que decoraba una de las paredes.

—Ya va siendo hora de que me arregle. —Hizo una mueca a su imagen reflejada en el espejo—. No todo el mundo ha de ver cómo me siento en realidad. Y menos aún George. —Tomó la mano de Elizabeth y le acercó su rostro lleno de manchas rojas—. ¿Podrás acompañarme? Quiero decir, hoy, en la fiesta. Así no me sentiré tan sola.

—Cuenta conmigo. Pase lo que pase, cuenta conmigo.