Para alivio de Elizabeth el banquete transcurrió más rápidamente de lo que esperaba.
Tras el tercer plato, las dos docenas de invitados habían quedado satisfechos y ahora estaban sentados a la larga mesa de cedro español, eructando y deleitándose más con el alcohol que con la comida. Por doquier había huesos roídos y bandejas grasientas llenas de restos. Había mucha bebida. El jerez, el vino, el ron y el ponche fluían en abundancia. Después de los postres, los hombres encendieron sus pipas de modo que, al poco, los comensales quedaron envueltos en un humo espeso; para buena parte de las damas presentes, aquel fue un excelente motivo para retirarse a descansar o refrescarse un poco. Para ello se había dispuesto en la planta superior de la casa una habitación para las invitadas, que tenían a su disposición a una serie de criadas, Deirdre entre ellas.
Una muchacha negra agitaba un gran abanico para refrescar a una matrona oronda y sudorosa. Otra sirvienta lavaba los pies a una mujer, y dos muchachas más iban de un lado a otro repartiendo limonada fresca. Elizabeth pidió a Deirdre que le aflojara el corpiño mientras maldecía en silencio la moda que la obligaba a esas atrocidades tan agobiantes. ¡Qué suerte tenían los hombres! Sin quererlo aquello le hizo pensar en Duncan, en el aspecto que tenía la vez en que se habían encontrado junto a la casa de campo, con la camisa desabrochada y los pantalones mal colocados. Oh, sí, se dijo ella con ironía, sobre todo con los pantalones mal colocados.
No sabía si sentirse enojada o aliviada de que esa noche él no hubiera comparecido. Una y otra vez había dirigido la mirada hacia la puerta, esperando que se asomara. Como no podía ser de otro modo, había sido invitado, a pesar de que en la casa de los Dunmore no era precisamente bienvenido. Harold era demasiado buen negociante para desairar a uno de sus aliados más importantes. Los terratenientes rivalizaban por entregar su cosecha al corsario, pues si no no podían acceder a las codiciadas mercancías de intercambio o a la plata, y Harold Dunmore no era distinto a los demás. Según se decía, muy pronto la situación comercial se agravaría; corrían rumores sobre un nuevo decreto del gobierno inglés por el cual Cromwell prohibiría a las colonias negociar con los holandeses.
—¿Así está bien? —preguntó Deirdre después de aflojar los cordeles del vestido de Elizabeth.
Elizabeth levantó la mirada.
—Sí, gracias. Regresa tranquila con Jonathan y acuéstate. Aquí ya hay bastantes criadas para ayudar.
La irlandesa asintió agradecida. Su agotamiento era evidente. Llevaba de pie desde el alba. Elizabeth la vio marchar con remordimiento. Sabía muy poco sobre aquella muchacha que nunca hablaba de su pasado en Irlanda.
Deirdre trataba con mucho cariño a Jonathan; de haber sido su propio hijo no lo habría tratado con más dulzura y comprensión. Elizabeth se preguntó sin querer qué la habría empujado a vender su trabajo durante tanto tiempo. ¿Habría sufrido hambre, o tal vez habría perdido a su familia?
Por lo general, los contratos se firmaban para siete años. Muchos trabajadores morían antes, sobre todo los que se veían obligados a realizar las tareas en los campos. Los demás, los que llegaban vivos hasta el final de su período de servicio, tenían permiso para regresar a su hogar. Pero eso era algo que muy pocos lograban puesto que el escaso dinero de mano que obtenían de sus señores tras cumplir el contrato no alcanzaba para el viaje de regreso, sobre todo cuando tenía que pagarse con azúcar. A menudo las mujeres iban a parar a alguno de los cuchitriles del puerto, donde no les quedaba más remedio que vender su cuerpo. Los hombres, en cambio, tenían la posibilidad de enrolarse en un barco y pagar su pasaje como grumetes. Para la mayoría de los trabajadores sometidos a contrato, sin embargo, el regreso a casa no era una opción que mereciera la pena. En el Viejo Mundo no les aguardaba un futuro mejor, así que muchos se quedaban en las Antillas y buscaban un modo de ganarse la vida. ¿Qué querría Deirdre para su futuro?
El vocerío en la estancia había disminuido. La mayoría de las mujeres habían vuelto a bajar. El baile había empezado y la música resonaba por toda la casa. La obesa esposa de un terrateniente seguía sentada en una butaca junto a la ventana. Tenía la cabeza echada hacia atrás y roncaba, claramente embotada de comida y jerez. Dos muchachas jóvenes, hijas también de un propietario de plantación de Saint Andrew, reían con las cabezas muy juntas. En ese momento otras dos mujeres abandonaron la estancia sumidas en una animada conversación para ir a reunirse con el resto de los invitados.
Elizabeth se levantó del taburete en el que había permanecido sentada y estiró las piernas. Tenía las enaguas adheridas a la piel. Estaba sofocada y el corpiño aún le apretaba demasiado; le habría gustado quitárselo por completo y tumbarse en la cama. Sin embargo, aún no había tenido ocasión de hablar con los Noringham, que también se encontraban entre los invitados, así como con el futuro marido de Anne, George Penn, un corpulento cultivador de tabaco de cuarenta y un años que había convertido en cultivables unas tierras de la parte nordeste de la isla. Era un realista empedernido de modo que cuando Cromwell se hizo definitivamente con el poder, él, igual que muchos de sus correligionarios, había abandonado Inglaterra para probar suerte en las colonias.
Durante la travesía su esposa había fallecido, y hacía medio año aproximadamente que cortejaba a Anne. Tal como esta había confiado a Elizabeth en un momento de tranquilidad, aquel no era un gran amor, pero George le gustaba y eso, en vista de la escasa oferta de hombres casaderos de Barbados, era mucho más de lo que otras jóvenes podían esperar.
Elizabeth tomó un sorbo de limonada, pero la bebida, que antes estaba fresca, se había vuelto insípida y se había calentado. Dejó el vaso y bajó.
En el gran salón la gente se había reunido para bailar. En la zona despejada ya reinaba una alegre agitación. Las parejas formaban dos hileras contrapuestas; tras hacer un par de giros juntos, las parejas se intercambiaban. Los hombres hacían dar vueltas alegremente a las mujeres y todo el mundo procuraba danzar bien, aunque eso no impedía que continuamente los bailarines tropezaran ellos solos o se dieran con otros, más cuando casi todos estaban ya muy achispados. Sin embargo, todo el mundo se lo tomaba con humor, y las parejas daban vueltas animadamente y las risas no tenían fin. En medio del gentío bamboleante, Elizabeth vislumbró el rostro radiante de Felicity. En ese momento estaba en brazos de Niklas Vandemeer, que la contemplaba feliz antes de tener que pasarla, con evidente desgana, al bailarín siguiente. También Robert danzaba. Llevaba del brazo a una de las muchachas que antes había estado riendo por lo bajo en el piso superior. Su cabello volaba cuando él la hacía girar, y Robert reía tan relajadamente que Elizabeth sintió una punzada en el corazón.
De camino al patio ajardinado se encontró con su suegro, que estaba de pie hablando con otros dos terratenientes. Los tres hombres fumaban en pipa y discutían acaloradamente. Al pasar oyó de qué se trataba: hablaban de aquella enojosa nueva ley del gobierno inglés, una serie de disposiciones por las que se prohibía a las colonias de ultramar hacer negocios con otras naciones y se las obligaba a suministrar sus mercancías solo a Inglaterra. Esa ley, conocida como la ley de navegación, estaba en todas las bocas e inquietaba mucho a las gentes de Barbados, que rivalizaban entre sí con propuestas sobre cómo afrontar ese asunto.
—Inglaterra está muy lejos —dijo Benjamin Sutton, un terrateniente de barba gris de Saint Thomas—. Hagamos lo que siempre hemos hecho: negociar con los que mejor pagan y nos proporcionan bienes de intercambio de forma más fiable, es decir, con los holandeses.
—Desde luego —corroboró Harold Dunmore. Tomó una calada y soltó el humo sin tragarlo—. ¿Qué se habrá creído el gobierno inglés, que entregaremos nuestro azúcar a precios de ruina y, en contrapartida, no obtendremos otra cosa que letras de cambio con las que no puede comprarse nada?
—Lo mejor sería tener más esclavos —añadió Jeremy Winston, un hombre flaco entrado en los cincuenta, cuyos dientes grandes y amarillos a causa del tabaco le daban la apariencia de un caballo triste—. Y ahora mismo nos los proporcionan los holandeses; por lo tanto, ellos tendrán nuestro azúcar.
Igual que Harold Dunmore, Winston y Sutton también eran miembros del Consejo de Barbados; Winston, que pertenecía al grupo de los realistas, ostentaba además el cargo de gobernador, que había obtenido por mandato del rey. En cualquier caso, el destino de la isla llevaba ya una docena de años siendo decidido por la asamblea del Consejo de los terratenientes libres. El último acto oficial de Winston había consistido en proclamar rey a Carlos II. Se había topado entonces con la resistencia y la indignación de los puritanos representados en la isla, pero esa agitación remitió pronto porque, de hecho, la proclamación carecía de repercusiones prácticas en la vida diaria. Las plantaciones tenían que ampliarse y cultivarse, y el azúcar debía venderse, solo eso contaba.
—¿Qué puede hacernos el Parlamento rabadilla desde el otro extremo del mundo? —preguntó Sutton al grupo.
—Bueno, podrían arrojarnos al cuello su maldita marina y obligarnos a reconocer la autoridad de la Commonwealth —recordó el gobernador.
—Si es así, encontraremos modos y maneras para enviarlos al infierno —aseveró Harold Dunmore con sequedad.
Sutton tenía una propuesta.
—Tal vez deberíamos buscarnos aliados a tiempo. Por ejemplo, las otras colonias. A fin de cuentas, tienen el mismo problema que nosotros.
—Hablaremos de ello en dos semanas, en Summer Hill, durante la próxima reunión del Consejo, y entre todos decidiremos sobre este asunto. Hoy quiero pasármelo bien.
Su mirada entonces recayó en Elizabeth; Harold se apartó de los hombres para acercarse a ella. La miró con inquietud.
—¿Te diviertes, pequeña?
Ella se forzó a dibujar una sonrisa.
—Oh, sí. Es una gran fiesta.
Él pareció creérselo, del mismo modo que se había creído la mentira sobre el solomillo desaparecido.
—¡Estás muy guapa con tu nuevo vestido!
A Elizabeth le asombró que él reparara en fruslerías tales como un vestido nuevo.
—Muchas gracias —respondió, desconcertada ante aquel cumplido tan poco habitual en su suegro. Tiró de la seda azul y sonrió con cierto lamento—. Si no fuera tan incómodo…
Él se echó a reír. Al hacerlo, pareció sorprendentemente joven.
—Si dependiera de mí, las mujeres no deberían torturarse a sí mismas con corpiños o con… —Él escrutó la pista de baile—. Felicity lleva eso que quiero decir. ¿Cómo se llaman esos barriles que se ponen debajo de la falda?
—Son verdugados. De hecho, solo se llevan en España. —Elizabeth respondió a la sonrisa de Harold—. Es divertido que a los dos nos haya venido la misma imagen a la cabeza. A mí también me parece un barril.
Harold asintió. De pronto pareció irritado.
—¿Dónde está Robert? —preguntó de repente.
—Antes he visto que bailaba —respondió Elizabeth con cierta incomodidad.
—¿Con quién?
—Creo que era Amalia Smith. Pero tal vez era otra chica.
—Debería bailar contigo.
—Oh, te lo ruego, Harold, no me gustaría que…
Pero él ya se había dado la vuelta y se dirigía a grandes zancadas hacia la zona de baile. Elizabeth lo miró, tremendamente avergonzada. Sintió alivio al ver a Anne Noringham y a George Penn al pie de la escalera. Se acercó enseguida a ellos.
—¡Aquí estás! —exclamó Anne. Tomó a Elizabeth de las manos y le sonrió.
El rostro de la chica, algo afilado y, en general, bastante pálido, tenía un elegante tono sonrosado que le daba una apariencia lozana y bella, la cual además estaba subrayada por su vestido, de seda vaporosa y de color albaricoque. El cabello, que era del mismo marrón avellanado que sus ojos, lo llevaba recogido artísticamente en unos moños enroscados por encima de las orejas de los que salían unos tirabuzones que le caían sobre los hombros. Asió uno con fingida desesperación e hizo una mueca.
—Horroroso, ¿verdad? Este peinado me lo ha hecho Maggie. Afirma rotundamente que es lo que la nobleza lleva hoy en día.
Maggie era la nueva doncella de Anne; hacía pocos meses que había llegado a la isla y tenía un talento muy solicitado: era una excelente costurera. No solo había cosido el vestido de Anne Noringham, sino que también había hecho los vestidos que lucían Elizabeth y Felicity aquella noche. La habían deportado, al parecer, por robar una bala de tejido, algo que ella negaba con vehemencia, y acusaba a la gente que la había llevado allí de secuestrar a personas. En cualquier caso, se sentía muy a gusto en Barbados, y agradecía que su pena de cárcel se hubiera conmutado por trabajo en las Antillas. Para ella había sido una suerte que los Noringham hubieran adquirido su contrato como trabajadora sometida, ya que en Summer Hill el servicio era tratado mucho mejor que en cualquier otro lugar.
George, el futuro marido de Anne, estaba junto a ella y tiraba incómodo del cuello alto que llevaba, tan poco adecuado para el clima tropical como la gruesa levita de terciopelo que lucía, la cual posiblemente había estado de moda veinte años atrás. Resultaba evidente que pretendía compensar con prendas elegantes lo que le faltaba de porte. Aunque tenía el título de baronet, su origen era rural y su único talento era cultivar la tierra. Eso se le daba realmente bien porque su plantación crecía de forma magnífica.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Elizabeth a Anne—. Todavía no lo he visto.
—William ya se ha ido. Me ha pedido que lo excuse —respondió Anne con incomodidad—. Madre tenía jaqueca y él la ha acompañado a casa.
—Lo siento —respondió Elizabeth.
La expresión de Anne dejaba entrever que la indisposición de lady Harriet había sido un simple pretexto. Entre los Dunmore y los Noringham había una aversión tácita, pero muy evidente. A Elizabeth le parecía que provenía sobre todo de los Dunmore, pero cuando preguntaba a su suegra o a Robert al respecto, le decían que todo eran figuraciones suyas. Martha admitía que los Noringham no le gustaban especialmente, pero alegaba que era porque esa «gentuza altanera» (en palabras de su suegra) miraba a los Dunmore por encima del hombro y los tachaba en público de advenedizos. Cuando le preguntó por qué entonces se invitaban y se hablaban en sociedad, Martha se había limitado a encogerse de hombros con expresión de amargura y había dicho que era para no dar a esos aristócratas presuntuosos el gusto de parecer superiores a los Dunmore.
Elizabeth lamentó que William se hubiera marchado porque su compañía siempre le resultaba muy agradable. Era un conversador ameno, divertido y, a la vez, cortés. Su presencia en actos oficiales como aquel a menudo era para ella el único rayo de esperanza, sobre todo cuando Anne no podía intercambiar con ella más que unas palabras para no desatender a George. Incluso en ese instante, por la expresión de la cara de él, era evidente que se sentía fuera de lugar. Elizabeth se dio cuenta y emprendió la retirada.
—No os toméis a mal que vuelva a dejaros solos, pero necesito un poco de aire fresco.
Mientras se encaminaba hacia el patio interior, Anne la siguió con una sonrisa medio frustrada y medio agradecida.
El patio ajardinado, igual que el vestíbulo, estaba iluminado con numerosas velas. Aquí y allá había pequeños grupos de hombres que fumaban en pipa y mujeres con vasos de ponche. El olor agradable a tabaco se mezclaba con el aroma intenso del ron y, por encima de todo, estaba la fragancia embriagadora de las flores de frangipani, que crecían a lo largo del muro, las cuales se veían blancas a la luz de los fanales.
Elizabeth se quedó de pie en el patio y levantó la mirada al cielo, fascinada como siempre por el esplendor de las estrellas. Ensimismada, se dirigió hacia la fuente que había en el centro del patio y se sentó en su borde de piedra. Se quitó las horquillas del pelo y se sacudió los rizos húmedos por el calor; a continuación se sacó los zapatos, que eran tan nuevos como el vestido y le apretaban no menos que este. Se subió una de las mangas cubiertas de encaje y sostuvo la mano ante la gárgola murmuradora, que presentaba la clásica forma de la boca de un león —esa también era una costosa pieza de importación que había que agradecer a Duncan Haynes—. Notó el agua fría en la piel. Su brazo, que por el sol tenía ya el color tostado de un coco pulido, se oscureció aún más bajo el manto de agua, hasta volverse casi negro. Tan solo la alianza de boda en su mano brillaba con intensidad, como queriéndole recordar que en su vida aún había cosas que tenía que soportar, quisiera o no.
Un grupo de mujeres se acercó a la fuente hablando animadamente; en medio de ellas estaba el reverendo Martin, cuyas prédicas dominicales, con su tono amenazador, habían agriado varias veces el humor de Elizabeth. Con una perseverancia especial condenaba las tentaciones de la fornicación, que, en su opinión, solo eran achacables a la mujer. Elizabeth tenía la clara impresión de que, al referirse a ello, más de una vez había dirigido su atención a ella. No aguardó a que el grupo llegara a la fuente. Se puso en pie de un salto e ignoró las miradas despectivas que le dirigieron cuando abandonó el lugar. Con el corpiño aflojado, la cabellera suelta y sin zapatos, sin duda había proporcionado de nuevo a las damas y al reverendo un tema de charla; de todos modos eso a ella le traía sin cuidado. Regresó a la casa y volvió a dirigirse al exterior directamente por el lado opuesto, pasando junto a las cuadras y los cobertizos en dirección a la playa. Sentía la necesidad, casi dolorosa, de estar sola. Allí fuera todo estaba en calma y no había nadie. Ese era el mejor de los alivios. Un camino de tierra descendía por la suave colina cubierta de hierbas de las dunas al mar. El agua no estaba muy lejos, a no más de seiscientos metros. En la distancia, donde se hallaban las casas siguientes, se veía el destello de algunas luces, una débil oposición a la oscuridad. El puerto, el amplio semicírculo situado al otro lado de la colina, no se divisaba desde allí, pero estaba también a un tiro de piedra. El chapoteo del oleaje resonaba en la noche; los siseos, gorgoteos y chapoteos del agua oscilaban en un ir y venir constante. Elizabeth notó en los pies la tibieza de la arena, que todavía conservaba el calor del día. De vez en cuando pisaba pequeñas piedras y conchas, pero eso no le molestaba.
Aunque estaba oscuro, la noche aún no era absoluta. Las numerosas estrellas brillantes apenas iluminaban, pero la luz de las antorchas encendidas en el muro exterior de la mansión acompañó a Elizabeth mientras se encaminaba hacia el agua. Cuanto más se alejaba, más débil resultaba la luz; aun así, ella podía ver aún por dónde pisaba. De todos modos, habría podido encontrar el camino incluso a ciegas. A menudo iba con Jonathan a la playa para enseñarle conchas o caracolas. A él le encantaba chapotear con las olas bajas y arrojar piedras al agua. En ocasiones pedía a algún criado que los llevara, a ella y al pequeño, en un bote de remos a ver los peces voladores, de los cuales había muchos en torno a la isla. Jonathan estallaba en gritos de júbilo cada vez que los animales rasgaban la superficie del mar y recorrían grandes distancias por el aire. Robert los había acompañado en una ocasión. Se puso al pequeño en el regazo, apoyó la barbilla en la cabeza de Jonathan y en sus ojos asomó una expresión meditabunda y feliz. Entonces Elizabeth había rezado para apartar a Duncan de su recuerdo. Se había jurado a sí misma aprender a amar a Robert si en el futuro se le concedían tardes como aquellas: ella, él y Jonathan. Una familia.
Había deseado desesperadamente llegar a ser feliz con él. Sin embargo, poco después, él empezó de nuevo con sus aventuras. Desde entonces no pasaba ni un solo día sin que ella pensara en Duncan. Ni uno solo.
Duncan la vio salir de la casa y dirigirse a la playa. Al punto, abandonó su plan de asistir a la fiesta y la siguió, guardando las distancias para que Elizabeth no se percatara de su presencia. Entretanto se preguntó cómo ella era capaz de recorrer todo ese camino sin tropezar. Debía de tener la vista de un gato. Él trastabilló más de una vez y, cuando al final resbaló y se cayó, tuvo que reprimirse para no renegar. Tras volver a ponerse en pie, necesitó un momento para orientarse. Tal vez, se recriminó, no debería haber bebido tanto en el local de Claire.
Al final el sonido de las olas en la playa cercana le mostró el camino. Entonces vio a Elizabeth. Estaba sentada en la arena, entre dos palmeras; la cabeza y los hombros formaban una silueta apenas visible, solo reconocible gracias a la débil fosforescencia del agua. Al oír sus pasos, ella se volvió de golpe y se incorporó rápidamente.
—¿Quién anda ahí? ¡Daos a conocer o saldréis malparado!
—Ya me gustaría a mí ver eso en caso de emergencia.
—¡Maldita sea, Duncan! —gritó ella—. ¿Cómo se te ocurre acercarte con tanto sigilo?
—Disculpa. No quería asustarte.
Elizabeth tomó un puñado de arena y se lo arrojó. Él no lo vio venir a tiempo y sufrió el impacto.
—¡Lizzie, escucha! ¡Ya te he dicho que lo siento!
Ella bufó, enfadada.
Duncan sacó su pipa de la bolsa que llevaba pendida al cinturón, la rellenó con cuidado y la encendió con el pequeño artilugio que llevaba siempre consigo: un trozo de mecha de algodón con el que él prendía el tabaco. Esa era una de las cosas que era capaz de hacer a oscuras con la misma seguridad que cargar su pistola de doble cañón, la cual también llevaba siempre colgada al cinto cuando estaba en Barbados. Para su gusto, en la isla había demasiados desaprensivos capaces de pasar por encima de un cadáver ante la oportunidad de cobrarse un botín rápido. El Elise había atraído muchas miradas codiciosas cuando echó anclas colmado de mercancías. Tenía buenos motivos para ser precavido: le bastaba con recordar cómo él, en su momento, se había apropiado sin escrúpulos de la fragata.
Elizabeth tenía los brazos cruzados. Bajo la luz débil de la mecha observó que ella lo miraba con expresión impertérrita. Se maldijo en silencio por ser incapaz de controlar los latidos de su corazón. Habría sido más sensato darse la vuelta y desaparecer. Sin duda, había sido un grave error haberla seguido allí. Hasta el momento no había hecho más que cometer errores con ella. Uno tras otro, con una invariabilidad casi regular. Se puso de cuclillas, tomó un poco de cañizo, lo juntó con varios trozos de algas secas y unos pocos restos de madera podrida, hizo una pila y prendió fuego con la mecha.
—¿Por qué me has seguido? —quiso saber Elizabeth.
La expresión de su rostro era controlada, no así el tono de su voz. Duncan notó un temblor ligero en él, apenas perceptible.
El capitán Haynes sopló en la brasa hasta que las llamas prendieron.
—Iba a la fiesta cuando te he visto salir. Me ha parecido conveniente vigilar que no te pasara nada.
—Sí. A fin de cuentas, como vigilante mío ya tienes experiencia, ¿no?
—De hecho, quería hablar contigo.
Ella lo miró con recelo.
—¿De qué?
¡Cielos! Ahora no se lo podía decir. Aún no. En su lugar, dijo torpemente:
—Ha… ha pasado mucho tiempo, Lizzie.
—¿Y me has seguido hasta aquí para decirme eso?
—No. Solo quería comenzar con algo que no pareciera demasiado estúpido.
—Pues suena igualmente así.
Duncan suspiró.
—Dios mío, Lizzie… —carraspeó—. En los dos últimos años te he estado esquivando.
Silencio expectante. Ella no estaba dispuesta a ponérselo fácil.
—Y no es que no te haya deseado, Lizzie. Cada vez que te veía yo te habría… Me habría gustado…
Se interrumpió, incapaz de dar con la palabra adecuada.
—¿Qué me habrías hecho? —Elizabeth levantó la barbilla—. ¿Te habría gustado volver a hacerlo conmigo? ¿Por los buenos tiempos?
—Eso, en cierto modo, también —admitió él al punto. Aunque no era lo que había querido decirle, era verdad—. Estás casada —señaló entonces. Como si eso le hubiera inquietado lo más mínimo—. Y, además, he oído decir que tienes un hijo. En esas circunstancias me pareció mejor…
—¿… no desearme?
Duncan reparó en que ella llevaba las mangas subidas y el corpiño aflojado. Su cabellera le caía en rizos rebeldes sobre los hombros desnudos y las llamas dibujaban sombras inquietas en la piel del escote demasiado pronunciado.
—¿No desearte? —repitió con voz áspera.
Aunque viviera cien años, él nunca podría renunciar a ella. Ya en el instante en que se había acercado a Elizabeth había sabido que estaba a punto de cometer otro error y, además, más estúpido que las otras veces. Era evidente que cuando se trataba de aquella mujer él no era amo de sus decisiones. Arrojó la pipa encendida a la arena y se aproximó más a Elizabeth. Ella le propinó un bofetón en la cara: una, dos veces. Fue tan rápida que no pudo esquivarla. Entonces la agarró por los hombros.
—Maldita sea, Lizzie…
Pero ella ya no se defendió, sino que se abalanzó hacia él con ímpetu, posando la boca en la suya sin dejarle terminar la frase. Lo abrazó, le tiró de la camisa y gimió apasionadamente en su boca. Él fue presa de una pasión salvaje y ciega. Tenía que poseerla. En ese instante. Al menos aquella vez había arena blanda para tumbarse. Estrechamente abrazados, se dejaron caer al suelo. Duncan se abrió paso entre sus muslos abiertos, y notó que ella estaba húmeda y dispuesta. La penetró sin más. Muy poco después y a la vez que ella, alcanzó el momento culminante. Mientras Elizabeth ahogaba un grito en su oído, él se desplomó sobre ella entre gemidos y hundió la cabeza en su cabello. Olía a lavanda y a sol. Notó en el pecho los fuertes latidos del corazón de Elizabeth.
—Apártate un poco, no puedo respirar —dijo ella con voz ahogada.
Duncan se apoyó en el codo pero permaneció tumbado sobre la joven.
—¿Mejor? —preguntó él todavía resollando.
—No —respondió ella apartando la cara.
—Maldita sea, Lizzie. Mírame.
Ella cerró los ojos con fuerza y él la besó con dulzura en la frente.
—Escúchame. Lamento mucho que siempre pase con tanta… precipitación. No es mi modo de hacer. No soy ningún animal, Lizzie. De hecho, el amor es algo para lo que me gusta tomarme tiempo.
—¿Qué tiene esto que ver con el amor?
Al darse cuenta de que estaban en un terreno pantanoso, él cambió rápidamente de tema.
—Me habría gustado ir más lentamente, para que también resultara más agradable para ti.
—¿Y a qué nos llevaría eso?
—Bueno, para empezar, simplemente, a pasarlo mejor los dos.
Intuyó que Elizabeth iba a hacerle otra pregunta, pero finalmente calló. De todos modos tenía la mirada clavada en él. Los ojos, muy grandes, le brillaban húmedos por lágrimas que no había derramado. La ternura se hizo presa en él y sintió la urgencia incontenible de arrojar toda precaución por la borda y decirle lo que durante todo ese tiempo le había impedido acercarse a ella por ser una auténtica insensatez y algo totalmente imposible: quería decirle que recogiera sus cosas y que se marchara con él. Sin embargo, no podía continuar aumentando su lista de fechorías, ya bastante graves de por sí, con otras peores. El mero hecho de permanecer tumbado allí junto a ella ya era una enorme bobada. Fue consciente del brete en el que se había puesto y reprimió una maldición.
En esa situación tan molesta solo se le ocurrió besarla. Con prudencia le despegó los labios y le dio un beso prolongado e intenso; le acarició con dulzura el cuello, los hombros y los pechos, tomándose para ello todo el tiempo del mundo. Fue adentrándose en ella con cuidado y lentamente, deslizándose más que empujando, aunque, al cabo de poco tiempo, le empezó a resultar difícil contenerse pues notaba que la excitación de ella aumentaba con rapidez. Elizabeth gimió de forma contenida cuando él salió y se apartó un poco de ella.
—¿Qué pretendes? —preguntó sin aliento.
—Aguarda un momento. —Le levantó las faldas lo máximo posible—. ¡Por todos los diablos! ¿Qué tenemos ahí? —Estaba de cuclillas entre los muslos de ella, atónito—. ¿Llevas un cuchillo en la liga?
—Ya te he dicho que podías salir malparado.
Él se rio y tocó la pequeña funda.
—¿Con eso? Es diminuto.
—Pero afilado como un bisturí.
Por prudencia, Duncan prefirió no preguntar quién le había dado la idea de llevar un cuchillo en la liga. Una ocurrencia así solo podía provenir de Claire Dubois. Sabía que la francesa se protegía de ese modo ante impertinencias indeseadas.
—¿Sabes manejarlo? —quiso saber Duncan.
—No he tenido ocasión de probarlo —admitió Elizabeth.
—Tal vez debería enseñarte cómo utilizarlo.
—Es algo que podrías hacer —admitió ella.
—Muy bien, te enseñaré. —Desabrochó el pequeño cinto para el cuchillo y le besó la cara interna del muslo desnudo—. Pero eso será luego.
Elizabeth no sabía cuánto tiempo había transcurrido. El fuego aún llameaba; Duncan había puesto más madera. A unos pocos pasos de allí las olas lamían la arena, y sobre ellos se abría el cielo estrellado, que parecía estar al alcance de la mano. El aire olía a humo y a algas marinas, y a arena húmeda y pesada. Una suave brisa le acarició su cuerpo encendido de amor.
Se sintió envuelta por una sensación de irrealidad, como si no fuera ella la que se encontraba en brazos de su amante, sino una extraña que hasta ese momento no había conocido. Toda su amargura había desaparecido; se sentía ligera, casi etérea, libre de toda carga. Mientras permaneciera allí tumbada, nada podría pasarle, las dificultades desaparecerían. Era casi como estar en el paraíso, aunque solo fuera por un breve espacio de tiempo. A diferencia de los dos anteriores encuentros íntimos con Duncan, no sentía ni pudor ni remordimiento, tan solo lo inevitable de lo que había ocurrido entre ambos. Hundió la nariz debajo de la barbilla de él y aspiró su olor, tan inconfundible que lo habría reconocido incluso a ciegas entre muchos otros. Olía al ron que había bebido, a tabaco, a madera de sándalo, a sal y a sudor. Y a aquello que ambos acababan de hacer y que los unía de forma fatídica.
Era curioso lo suave que Duncan tenía la piel en aquella zona del rostro, mientras que un par de dedos más arriba, a partir de la parte inferior de la barbilla, rascaba igual que un cepillo. Después de haber vislumbrado también el lado dulce y atento de aquel hombre, se dijo que aquel contraste era lo que lo caracterizaba. Duncan era como un acertijo que solo podía adivinarse por partes. Cuando Elizabeth creía haber visto una, entonces asomaban algunas otras en las que no había reparado.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —preguntó al cabo de media eternidad, con los labios junto al cuello de él.
—Una hora y media, más o menos.
Elizabeth lo besó en el cuello al notar su vibración.
—Tengo que marcharme —dijo.
—Sí, claro.
Duncan no dijo nada más. Ningún «Déjalo y ven conmigo, da igual adónde». Nada. Simplemente: «Sí, claro». Ella atendió a su interior, pero no percibió ninguna ofensa, tan solo una sensación agridulce de la pérdida que sentía antes incluso de que él se marchara.
Se habían dado lo que querían, ni más, ni menos. Sin exigencias ni pretensiones. En efecto, ella tenía que regresar. Sin Duncan. Vivían en mundos distintos. El hecho de que Elizabeth fuera la madre de su hijo no cambiaba las cosas. Mejor dicho: no cambiaba nada en absoluto. La vida que ella quería para Jonathan no tenía nada que ver con la de su padre. Y con ese pensamiento regresó definitivamente del paraíso a la realidad. Se soltó con un gemido del abrazo de Duncan y se puso en pie.
—¡Por Dios! ¡Tengo arena pegada por todo el cuerpo!
—Ven, te ayudaré.
Le sacudió la arena de la falda, le ayudó a abrocharse bien el corpiño e incluso sacó un peine de la bolsa que llevaba y le peinó cuidadosamente el pelo desgreñado. Elizabeth se percató de que él esquivaba su mirada, y le dolió ver que la distancia entre ellos volvía a crecer rápidamente. De todos modos, disimuló.
—Gracias. Si alguna vez dejas el trabajo de pirata, puedo recomendarte como ayudante de cámara —dijo alegremente.
Para su asombro, Duncan la tomó entre los brazos y la sostuvo con firmeza contra él.
—Elizabeth, tengo algo que decirte. De hecho, por eso te he seguido hasta aquí. Quería que lo supieras por mí, y no por un desconocido cualquiera. Por favor, no me odies por sacar ahora este asunto. Pero hace un rato estabas enfadada conmigo y no he sido capaz de decírtelo. He preferido solucionar antes lo nuestro.
Su voz sonaba grave y apesadumbrada. A ella se le encogió el corazón, temerosa.
—¿Qué ocurre, Duncan?
—Tu padre ha fallecido.
Duncan la sostuvo a pesar de que Elizabeth gritó y lloró, a pesar de que le golpeó el pecho con los puños mientras lo mandaba al infierno. Cuando sus sollozos remitieron, él le contó lo que sabía. El vizconde había fallecido hacía cuatro meses de un ataque al corazón y había sido enterrado con toda discreción. Para Raleigh Manor se había designado un administrador, algo que el vizconde había dispuesto en vida.
Elizabeth escuchó en silencio el relato de Duncan hasta el final, mientras ambos regresaban a Dunmore Hall. Cuando él le preguntó si se sentía mejor, ella no le contestó. Se despreciaba a sí misma por haberse revolcado en la arena como una mujerzuela sumisa y haberse entregado a Duncan de forma desvergonzada cuando él, en realidad, lo único que había querido decirle era que su padre había muerto. Sentía una cólera tremenda porque él hubiera primado el retozón a aquella noticia. Ella debería haber sabido que en todo lo que Duncan hacía solo pensaba en sí mismo. Los sentimientos de los demás le traían sin cuidado. ¡Qué le importaba a él la muerte de su padre! En tal caso, a lo sumo, saberlo le habría proporcionado una satisfacción pues odiaba al vizconde desde niño. Elizabeth pensó con amargura que todavía no conocía los entresijos de la historia porque Duncan no se la había llegado a contar nunca. Elizabeth ya no la quería saber. ¿Qué importancia tenía eso ahora que su padre ya no vivía?
En sus cartas —en los dos últimos años solo había recibido dos— él nunca se había quejado de su mala salud sino que había subrayado siempre de forma animada lo mucho que le alegraba que las cosas le fueran bien a Elizabeth en las Antillas y lo feliz que le hacía saber que su nieto crecía en paz.
Ella le había contestado que esperaba volver a verlo pronto, a lo que él, en su última, y a la vez póstuma, carta, le había escrito que, en algún momento, cuando Jonathan fuera un poco mayor, ella tal vez tendría ocasión de mostrarle a su hijo su patria y, por lo tanto, de presentarle a su anciano abuelo. Al leer esas líneas melancólicas ella ya había sospechado que no volvería a ver jamás a su padre, pero no había querido creerlo.
—Lizzie —dijo Duncan. Fue a tomarla de la mano, pero ella se la retiró con brusquedad.
—Déjame.
—Lo siento.
—¿Lo sientes? —le espetó—. ¿Sientes que mi padre haya muerto? ¿O sientes que, en lugar de contármelo, hayas preferido aprovechar la oportunidad y volver a retozar conmigo? —Imitando las palabras de Duncan con sorna, añadió—: «He preferido solucionar antes lo nuestro». Tendría que haber sospechado que tú solo te mueves por tu conveniencia.
—Debería habértelo dicho de inmediato —admitió él, como si con ello su conducta quedara aclarada y, además, disculpada.
Vencida por el dolor y la rabia, Elizabeth se sumió en el silencio e hizo caso omiso de todos los intentos de Duncan por ablandarla con observaciones conciliatorias.
De lejos asomaron unas luces y la silueta de Dunmore Hall se recortó en la noche. Las antorchas que brillaban en las esquinas de los muros exteriores y a ambos lados de la entrada dibujaban una línea centelleante en la oscuridad.
—Será mejor que desaparezcas —dijo Elizabeth con frialdad—. De lo contrario, a alguien se le podría ocurrir que hay algo entre nosotros.
Duncan se quedó inmóvil y ella continuó avanzando. Así de fácil. Así de duro.
El mozo de cuadra, que aquella noche vigilaba la puerta exterior, le abrió el portón. Ella pasó rápidamente por su lado sin decirle nada mientras él se inclinaba y le daba las buenas noches. Si al mozo le había sorprendido que su señora hubiera estado fuera de Dunmore Hall en plena oscuridad, no lo demostró.
Elizabeth logró regresar a la casa pasando por los establos y las estancias del servicio sin encontrarse con ningún invitado ni con nadie de la familia. Solo dos criadas y un sirviente se cruzaron en su camino. Los tres parecían agotados y sudorosos. Las muchachas acarreaban jarras llenas de ponche, y el sirviente, un barril pequeño de jerez. Al ver a Elizabeth la saludaron con cortesía y se apresuraron. La fiesta aún estaba en pleno apogeo. Las risas y los cantos embriagados acallaban la música de vez en cuando, signo evidente del éxito de la velada. Se hablaría de ella durante mucho tiempo.
Elizabeth subió rápidamente por la escalera trasera, que era la que empleaba el servicio. No quería otra cosa más que acostarse, ponerse una manta sobre la cabeza y llorar.