Aquella noche Elizabeth volvió a soñar con la tempestad. Desde que aquel huracán había estado a punto de destrozar el Eindhoven y atraerlo hasta las profundidades marinas, a menudo sufría de pesadillas en las que unas olas grandes como torres la barrían de la cubierta del barco. Mientras las aguas rugían a su alrededor, ella intentaba aferrarse a alguna cosa, pero las manos le resbalaban una y otra vez hasta que no encontró nada más que el vacío. En esa ocasión, en su sueño, se encontraba en el Elise y, de nuevo, se alzaban esas olas enormes que amenazaban con engullirla. En aquel remolino de aguas, ella buscaba a Duncan. Sin embargo, aunque lo buscaba por todas partes, no lo veía en ningún sitio.
—¡Hemos llegado! ¡Hemos llegado!
Los gritos sobresaltaron a Elizabeth, que se despertó al instante. Felicity estaba de pie junto a su coy y la sacudía con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerla caer.
—¡Barbados ya está a la vista! ¡Ven! ¡Tienes que verlo!
Elizabeth salió trabajosamente de la hamaca y, al hacerlo, esquivó la mirada de Felicity. Fuera el sol acababa de salir. Al este, el cielo ya estaba inundado de una luminosidad resplandeciente, mientras que, al oeste, su color todavía era gris mate a causa de la noche, que terminaba. La mayoría de los pasajeros se habían congregado junto a la barandilla, con el rastro del sueño aún grabado en el rostro. Elizabeth constató con un vistazo rápido que todos tenían el mismo aspecto trasnochado y cansado que ella. Pelo erizado, ropas arrugadas y manchadas, un hedor corporal desagradable… Todos presentaban el mismo deterioro. Por un instante pensó en lo poco que le había molestado la noche anterior llevar tantas semanas sin bañarse y sin ropa limpia. No le había importado cómo olía, ni qué aspecto tenía. El anhelo que había sentido en brazos de Duncan había sido demasiado imperioso.
Volvió la mirada hacia él con disimulo. Para su alivio se encontraba bastante alejado de ella, en la proa del barco, y miraba por el catalejo. Al punto, lo bajó y se volvió hacia popa, como si hubiera percibido la mirada de Elizabeth. Por un instante posó la vista en ella; luego volvió a darse la vuelta y voceó una orden.
Elizabeth sintió que el calor le subía a las mejillas. De pronto la sangre le recorrió con fuerza las venas y tuvo que inspirar profundamente, como si hubiera estado corriendo durante un largo trecho. Se volvió con rapidez, inquieta por si alguien podía adivinar en la expresión de su rostro lo que había estado haciendo la noche anterior. Sin embargo, nadie la miraba excepto Felicity. Sin duda, su prima se habría estado preguntando por qué Elizabeth se había acostado tan temprano y además vestida. Había también otra persona que la observaba: Claire Dubois. La hermosa francesa pelirroja la miraba con una curiosidad que la inquietaba. Con un gesto forzadamente impasible, se acercó a la barandilla y, al colocarse entre uno de los holandeses y William Noringham, se ocultó de la mirada de Claire. William le sonrió con alegría.
—¡Buenos días, milady! Nuestro destino ya no está lejos. ¡Mirad!
Ella siguió con la mirada la dirección que él le indicaba con la mano. A lo lejos se distinguía una sombra azulada, apenas reconocible como extensión de tierra. Sin embargo, para entonces el sol ya se había elevado con toda la fuerza de sus rayos. Por todo el horizonte, el cielo se extendía en un azul deslumbrante. El mar refulgía con destellos de color turquesa, tan limpio y transparente que podían verse unos peces debajo, con sus cuerpos brillantes en forma de flecha.
Una exclamación de asombro recorrió la cubierta cuando, de repente, el banco de peces subió a la superficie, la atravesó y se elevó por los aires con las aletas abiertas como alas; aquellos animales eran una especie de cruce de pez y ave. Entusiasmada y fascinada a la vez, Elizabeth contemplaba a esas criaturas que volaban frente a ellos con gran rapidez. Había leído que en las aguas tropicales existía ese tipo de animales y, hasta el momento, los había buscado en vano. Aquella visión la dejó sin aliento.
El intenso color turquesa de las aguas casi dañaba los ojos, y mientras el Elise avanzaba a toda vela hacia la vaga sombra del horizonte, poco a poco la costa de Barbados fue haciéndose visible. La isla, cubierta de un color verde intenso, ribeteada por playas blancas y rodeada por olas espumosas, destacaba en la caliza de conchas de color rosado que la unía con las profundidades del mar. Elizabeth suspiró de forma involuntaria; aquella visión era tan bella que sintió que se le henchía el corazón.
Robert hizo a un lado a William Noringham, se acercó a Elizabeth y le posó el brazo en la espalda.
—Tu nuevo hogar. ¿No te parece maravilloso, Lizzie?
Su gesto fue delicado. Él no pretendía imponerse; sin embargo, Elizabeth se sobresaltó, como si de pronto hubiera despertado de un sueño.
—Sí —respondió en voz baja—. Es fabuloso.
No pudo evitar volver la vista hacia la proa. Allí estaba Duncan, de pie, y, como si de un acuerdo tácito se tratara, de nuevo sus miradas se encontraron. Elizabeth no lograba ver la expresión de su rostro, porque el brillante sol la deslumbraba. Sin embargo, le pareció notar que la miraba… e intuyó que él no la contemplaba como al mar.