La escalera parecía no acabar nunca. Artyom subió poco a poco, con gran precaución, porque los escalones rechinaban y traqueteaban bajo sus pies, y en cierto momento cedieron. Faltó poco para que le quedara atrapada la pierna. Por todo el camino encontró ramas rotas cubiertas de musgo, e incluso arbustos enteros. Tal vez la onda de choque los hubiera arrastrado hasta allí. Las paredes estaban cubiertas de enredaderas y musgo, y los agujeros en el revestimiento de material sintético dejaban a la vista los herrumbrosos engranajes.

No miró en ningún momento hacia atrás.

Arriba reinaba la negrura. Ésta no presagiaba nada bueno: ¿Podía ser que el vestíbulo de la entrada se hubiera venido abajo, y no se pudiera salir? ¿O quizá la oscuridad se debía a la noche sin luna? En este último caso, también se habría tratado de un mal augurio: sin una buena visión, sería difícil orientar los misiles hacia el lugar adecuado. Pero, cuanto más se prolongaba el ascenso de Artyom, más brillantes se volvían las manchas de luz en las paredes, y los finos rayos de luna que se colaban por las grietas. El acceso al vestíbulo de la entrada estaba bloqueado, pero no por las piedras, sino por los árboles caídos. Pero, al cabo de unos minutos, Artyom descubrió un hueco por el que, con gran esfuerzo, logró pasar al otro lado.

En el techo del vestíbulo había un gigantesco boquete por el que se colaba la pálida luz de la luna. Por el suelo se encontraban ramas rotas. Parecían aplastadas contra el suelo, como una especie de masa. En una de las paredes, Artyom descubrió unos objetos extraños, medio ocultos por la maleza: unas bolas de color gris oscuro, coriáceas, casi tan altas como un hombre. Inspiraban repulsión, y Artyom no se atrevió a acercarse a ellas. Por seguridad, apagó la linterna y salió a la calle.

Frente a la entrada se encontraba una hilera de pabellones y kioscos. Quizás en otro tiempo hubieran resultado atrayentes, pero en aquel momento sólo quedaba de ellos el esqueleto. Más atrás había un edificio gigantesco y extraño, con una forma semejante a un arco.[72] Una de sus alas se había derrumbado en parte. Artyom miró en torno a sí: Ulman y su camarada no habían llegado. Sin duda, algo los había entretenido en su camino. Así pues, le quedaba algo de tiempo para explorar los alrededores.

Por unos segundos contuvo el aliento y escuchó, por si oía a lo lejos el espantoso aullido de los Negros. El Jardín Botánico no se encontraba muy lejos de allí. ¿Por qué motivo esas criaturas no atacaban su estación desde la superficie?

Todo estaba en silencio. Tan sólo en algún lugar, a lo lejos, se oía el aullido triste, casi melancólico, de perros salvajes. Artyom no tenía muchas ganas de encontrarse con ellos. Si habían logrado sobrevivir durante todos aquellos años en la superficie, no podrían compararse con los perros que criaban los habitantes del Metro.

Algo más allá, descubrió algo extraño. La entrada de la estación estaba rodeada por una fosa no muy profunda, irregular, llena de un líquido oscuro —como un foso de castillo de reducidas dimensiones—. Artyom la cruzó de un salto, fue hacia uno de los kioscos y miró en el interior de éste.

Estaba totalmente vacío. Sobre el suelo había cristales de botella, pero todo lo demás ya no estaba allí. Artyom registró también otros puestos de venta, hasta que por fin acabó frente a un gran kiosco. Parecía una fortaleza en miniatura: una cabina de plomo grueso, con una pequeña ventana de cristal de espejo. El cartel decía: «Cambio de divisas».

La puerta tenía un cerrojo poco común, que no se abría con llave, sino con una combinación de cifras. Artyom se dirigió a la ventana y trató de abrirla, pero fue en vano. Entonces descubrió sobre la repisa una nota casi borrada.

Aquella cabina cerrada le inspiraba una gran curiosidad, y por ello Artyom prescindió de toda precaución y encendió la linterna. Con gran trabajo, logró descifrar las borrosas letras: «Enterradme de manera decente. Código 767». A duras penas lo había entendido cuando se oyó mucho más arriba un chillido encolerizado. Artyom lo reconoció al instante: era el grito de los monstruos voladores de la Kalinin Prospekt.

Al instante apagó la linterna, pero ya era demasiado tarde: el chillido se oyó una vez más, y en esta ocasión sobre su cabeza. Miró en derredor, presa del pánico, en busca de un refugio. Si sus suposiciones eran acertadas, le quedaba una única salvación: marcó con los botones de la puerta el número indicado y agarró el picaporte. Se oyó un sordo chasquido en el cerrojo, y la puerta se abrió con dificultad. Se oyó el fuerte chirrido de sus bisagras oxidadas. Artyom entró, cerró la puerta y encendió de nuevo la linterna.

En un rincón, sentado, con la espalda apoyada contra la pared, se hallaba el cuerpo reseco de una mujer. En una mano sostenía un grueso rotulador, y en la otra una botella de plástico. Las paredes revestidas de linóleo estabas cubiertas de arriba a abajo con una buena caligrafía femenina. En el suelo había un paquete de pastillas vacío, los envoltorios de colores de varias tabletas de chocolate y botellas de agua mineral. En otro rincón había una caja fuerte abierta. Artyom no sentía ninguna repugnancia por el cadáver. Al contrario: se sintió sobrecogido por la compasión que le inspiraba. Sin saber por qué, estaba convencido de que el cadáver era de una joven.

Oyó una vez más el chillido de la bestia voladora, y sintió un poderoso golpe en el techo. El kiosco entero retumbó. Artyom se tendió en el suelo y esperó. Como no se produjo ningún otro ataque, y los chillidos del encolerizado animal se fueron alejando, se levantó de nuevo. Aquel puesto era un escondrijo ideal. Habría podido esperar en él durante todo el tiempo que le conviniera. Al cabo, el cadáver seguía allí, aun cuando no debían de faltar en aquella zona depredadores que de buena gana lo habrían devorado. Por supuesto, podía tratar de matar, o por lo menos herir al monstruo, pero para ello habría tenido que salir del kiosco. ¿Y si erraba el tiro, o la bestia tenía la piel blindada? Si salía a campo abierto, no tendría una segunda oportunidad. Lo más juicioso sería esperar a Ulman. Si es que éste aún vivía.

Para distraerse, Artyom se puso a leer el texto escrito en la pared.

Escribo porque me siento sola, y para no volverme loca. Hace tres días que estoy dentro de este kiosco, y tengo miedo de salir a la calle. Afuera hay diez personas que no han conseguido llegar hasta el Metro. Han muerto y están tiradas en la calle. Por suerte he leído en el periódico que se pueden aislar las junturas con cinta adhesiva. Ahora estoy esperando a que el viento se lleve las nubes. Han dicho que dentro de un día ya no habrá peligro.

9 de julio. He tratado de llegar hasta el Metro. Al final de la escalera mecánica hay una cortina de metal y no he podido levantarla. He llamado, pero nadie me ha abierto. Al cabo de diez minutos me he encontrado mal, y por eso he vuelto hasta aquí. Hay cadáveres por todas partes. Tienen un aspecto espantoso. Están hinchados y huelen mal. He roto la cristalera de una tienda de alimentación y me he llevado agua mineral y chocolate. Así por lo menos no me moriré de hambre. Me siento espantosamente débil. Tenía una caja fuerte repleta de dólares y de rublos, y no me sirven para nada. Qué raro. No son más que papel.

10 de julio. Hoy han lanzado más bombas. A la derecha, desde Prospekt Mira, he oído durante todo el día unas explosiones espantosas. Pensaba que no quedaría nadie, pero ayer un tanque pasó por aquí a toda velocidad. Quería salir corriendo y hacerles señas, pero ya era demasiado tarde. Echo tanto de menos a mamá y a Lyova… He tenido vómitos durante el día entero. Luego me he dormido.

11 de julio. Hoy ha pasado por aquí un hombre horriblemente quemado. No sé dónde se habría escondido durante todo este tiempo. Chillaba sin parar y respiraba con dificultad. Ha sido terrible. Ha llegado hasta el metro, y entonces he oído unos golpes muy fuertes. Me imagino que habrá llamado. Luego ha quedado todo en silencio. Mañana iré hasta allí y veré si le han abierto.

Otro golpe sacudió el kiosco. El monstruo no renunciaba a su presa. Artyom se tambaleó, y a punto estuvo de caerse sobre el cadáver de la mujer, pero, en el último momento, se agarró a la mesilla que estaba al lado de la ventana. Se agachó y aguardó un minuto, y luego siguió leyendo.

12 de julio. No puedo salir. Estoy temblando. Ya no sé si duermo o estoy despierta. He hablado con Lyova durante una hora. Me ha dicho que nos casaríamos pronto. Luego mamá. No paraba de llorar. Después he vuelto a quedarme sola. Me siento tan sola… ¿Cuándo terminará todo esto? ¿Cuándo vendrán a rescatarnos? Afuera hay perros que devoran los cadáveres. ¡Muchísimas gracias! He vuelto a vomitar.

13 de julio. Aún me quedan conservas, chocolate y agua, pero yo no quiero seguir. Hasta que la vida vuelva a la normalidad, falta como mínimo un año. La Guerra Patriótica[73] duró cinco años, esta no puede durar más. Todo irá bien. Van a encontrarme.

14 de julio. No quiero seguir. No quiero seguir. Hacedme un entierro decente, no quiero quedarme en esta maldita caja de hierro… es estrecha. Gracias, Phenazepam. Buenas noches.

El escrito continuaba, pero se encontraban cada vez con mayor frecuencia frases sin sentido, o inacabadas. Y también dibujos: pequeños diablillos, muchachas con sombreros grandes o lazos en el pelo, rostros humanos.

Había abrigado la esperanza de que la pesadilla llegaría a su fin. Al cabo de un año, o quizá dos, todo volvería a ir bien. Volvería a ser como antes. La vida continuaría, se olvidaría todo lo que había sucedido. ¿Cuántos años habían pasado desde entonces? Durante aquel tiempo, la humanidad se había alejado todavía más de su objetivo de regresar a la superficie. ¿Habría pensado la joven que solo sobrevivirían los que habían conseguido meterse en el Metro, y luego los pocos afortunados a los que les habían abierto las puertas durante los días siguientes, aunque fuera en contraviniendo de las instrucciones que se habían dado?

Artyom también quería creer que algún día los seres humanos saldrían del Metro para volver a vivir como antes. Para reconstruir los soberbios edificios que sus antepasados habían levantado. Para vivir en ellos. Para contemplar la salida del sol sin tener que cerrar los ojos. Para no tener que respirar a través de los filtros una insípida mezcla de oxígeno y nitrógeno, sino saborear el aire puro, enriquecido con el aroma de las plantas… no sabía muy bien cómo era ese aroma, pero debía de haber sido magnífico. Sobre todo el de las flores que le habían gustado a su madre.

Pero, mientras contemplaba el cadáver reseco de la joven, se preguntó si él mismo viviría para verlo. ¿En qué se distinguían sus esperanzas de la certidumbre de la mujer? A lo largo de todos sus años de vida en el Metro, el hombre no había cobrado fuerzas para regresar triunfante a la superficie, y tomar el camino de una nueva gloria y un nuevo esplendor. Al contrario: tan sólo se había empequeñecido, y se había acostumbrado a la oscuridad y las estrecheces. La mayoría de los seres humanos había olvidado el poder absoluto que su especie había llegado a ejercer sobre el mundo —¿de qué les servía ya?—, mientras que otros lo añoraban, y unos terceros lo maldecían. ¿A cuál de estos grupos pertenecía el futuro?

De repente, Artyom oyó afuera una bocina. Corrió hacia la ventana. Sobre la pequeña superficie que quedaba libre frente a los kioscos se encontraba un vehículo totalmente insólito. Artyom había visto coches en el pasado. Primero, en su lejana niñez. Luego, en las ilustraciones y fotos de los libros. Y, finalmente, durante su anterior salida a la superficie. Pero nunca había visto ninguno como aquél.

Era un camión gigantesco, de seis ejes, pintado de color rojo con franjas blancas en los costados. La enorme cabina de conducción tenía dos filas de asientos, y detrás de esta había un gigantesco contenedor metálico para el transporte de la carga. Unos extraños tubos sobresalían del techo, y también un par de focos de color azul, situadas a derecha e izquierda, que giraban sobre sí mismas y hacían señales luminosas.

Artyom no salió del kiosco, sino que empezó por encender la linterna desde la ventana, y aguardó una señal de respuesta. Los faros del camión parpadearon, y se apagaron de nuevo. Artyom quiso salir, pero entonces dos sombras negras descendieron de lo alto. La primera sujetó el vehículo con sus garras y trató de levantarlo, pero pesaba demasiado para ella. Cuando el animal lo hubo izado hasta medio metro en vilo, se rompieron los dos tubos delanteros. La criatura chilló, encolerizada, y lo dejó caer. La segunda criatura chillaba y golpeaba el costado del camión. Indudablemente trataba de volcarlo.

Se abrió una puerta y salió un hombre. Llevaba puesto un traje aislante, y sostenía una enorme ametralladora con las manos. Apuntó hacia arriba, aguardó unos segundos hasta que los monstruos estuvieron más cerca, y disparó. En lo alto se oyó un chillido lastimero.

En aquel momento, Artyom abrió a toda prisa el cerrojo y salió corriendo. Vio que uno de los monstruos alados volaba en círculos a unos treinta metros de alguna, y que se estaba preparando para un nuevo ataque. El otro había desaparecido.

—¡Rápido, sube al camión! —le gritó el hombre de la ametralladora.

Artyom salió disparado hacia el vehículo, trepó hasta la cabina del conductor y se sentó dentro. El otro apuntó y disparó una nueva ráfaga, y luego saltó al estribo, se metió dentro y cerró ruidosamente la puerta. El motor bramó, y el camión dio una sacudida y se puso en marcha.

—¿Querías dar de comer a las palomas? —Ulman hablaba con voz cavernosa. Estaba mirando a Artyom a través del visor de su máscara de gas.

El muchacho creía que los monstruos los iban a perseguir, pero estos se limitaron a pasar volando varias veces sobre el camión, y, cuando este hubo recorrido unos cien metros, volvieron hacia la VDNKh.

—Defienden su nido —dijo el soldado—. De todos modos no lograrían agarrar el camión. Es demasiado grande para ellos. ¿Dónde tendrán el nido ese?

De repente, Artyom comprendió dónde estaría el nido de los monstruos, y por qué no había ningún ser vivo cerca de la entrada de la VDNKh —ni siquiera Negros—.

—Está en la entrada de nuestra estación, donde terminan las escaleras mecánicas —dijo.

—¿De verdad? Qué raro, normalmente sus nidos están más arriba, sobre las casas. Quizá sea otra raza… ah, oye, disculpa el retraso.

Como consecuencia de los trajes aislantes y de las voluminosas armas, la cabina del conductor resultaba algo estrecha. En los asientos de atrás llevaban las mochilas y largas bolsas con asas. Ulman se sentaba a la derecha, Artyom iba en medio, y a la izquierda, al volante, Pavel, el camarada de Ulman en la Prospekt Mira.

Éste dijo:

—¿Por qué te disculpas? No podíamos hacer otra cosa. El comandante no nos había dicho nada de lo que había sucedido en Prospekt Mira quiero decir, en la calle que viene desde la Rizhskaya hasta aquí. Como si hubiera pasado una apisonadora por encima. Lo que no entiendo es que el puente no se haya hundido. Allí no se salvó nada. Menos mal que hemos podido escaparnos de los perros.

—¿Has visto algún perro? —le preguntó Ulman a Artyom.

—Sólo los he oído.

—Nosotros sí hemos tenido la oportunidad —le respondió Pavel mientras tomaban una curva.

—¿Y?

—Nada bueno. Nos han arrancado el parabrisas y han estado a punto de hacer un desgarrón en uno de los neumáticos. —Pavel señaló a Ulman—. Petro ha tenido que cargarse al líder de la jauría con el Dragunov para que nos dejaran en paz.

El viaje no fue sencillo. Por todas partes encontraban fosas y cráteres. El asfalto había estallado en varios lugares. Tuvieron que elegir la ruta con mucho cuidado. En cierto lugar frenaron, y se pasaron cinco minutos intentando sortear un montón de fragmentos de hormigón. Sin duda, un paso elevado se había venido abajo. Artyom miraba por la ventana, siempre con el arma en la mano.

—Se conduce de maravilla —dijo Pavel, en referencia al vehículo—. Al principio decían que nos quedaríamos sin gasolina. Pero nuestros químicos se las han apañado para elaborar otro combustible. No es en vano que defendemos la Polis. Las ratas de biblioteca son buenas para estas cosas.

—¿Dónde encontrasteis el vehículo? —preguntó Artyom.

—Estaba en un taller de reparaciones. Servía para apagar incendios, pero no llegaron a tiempo para sacarlo de allí cuando Moscú estalló en llamas. Ahora lo empleamos de vez en cuando, no con el objetivo que tenía originalmente, por supuesto, pero igualmente nos sirve.

—Ajá —Artyom miró de nuevo por la ventana.

Indudablemente, Pavel tenía ganas de charlar.

—Hemos tenido suerte con el tiempo. No se ve ninguna nube. Eso está bien, porque tendréis buenas vistas desde la torre. Si es que llegáis.

—Yo voy antes allí que a los edificios —dijo entonces Ulman—. El comandante decía que están prácticamente deshabitados. Pero ese «prácticamente» no me acaba de convencer.

El camión giró a la izquierda y avanzó por una calle ancha y recta, con un césped que la dividía por la mitad. A la izquierda se hallaba una hilera de casas de ladrillo prácticamente intactas, y a la derecha una lúgubre selva que llegaba prácticamente hasta la calle. En algunos lugares, unas poderosas raíces habían reventado el asfalto, y tuvieron que esquivarlas.

—¡Allí está! ¡La joya de la corona! —exclamó Pavel con entusiasmo.

Se erguía frente a ellos la Torre de Ostankino. Cual columna que sostuviera el cielo, o gigantesco dardo, se clavaba a cientos de metros de altura y amenazaba a enemigos derrotados desde hacía mucho tiempo. Era una construcción totalmente irreal. Artyom no había visto nunca nada semejante ni en libros ni en revistas. Desde luego, su padre le había hablado de la ciclópea edificación, pero sus descripciones no habían bastado para que Artyom se imaginara hasta qué punto le abrumaría aquella torre.

Pasó el resto del viaje sin moverse, y contempló aquella obra maestra de la imaginación humana con una extraña mezcla de admiración y amargura, porque vio todavía más claro que el hombre no sería nunca más capaz de construir algo semejante.

Artyom trató de expresar sus sentimientos con palabras:

—La tuve tan cerca durante tanto tiempo, y no llegué a saberlo…

—El que no ha estado nunca arriba no puede imaginarse una cosa así —dijo Pavel—. ¿Sabes de dónde viene el nombre de vuestra estación? VDNKh son las siglas de «Grandes Éxitos de Nuestra Economía». Aquí hubo un gigantesco parque con todos los animales y plantas imaginables. Y te voy a decir una cosa: habéis tenido mucha suerte con eso de que los pajaritos hayan puesto el nido sobre vuestra entrada. Porque la radiación ha desarrollado tanto a algunos de esos «éxitos» que ahora ya no te los cargas ni con un rifle antitanques.

—Pero se asustan de vuestros amiguitos con plumas —añadió Ulman—. Ellos os protegen.

Ambos se rieron. Artyom le explicó a Pavel el verdadero significado del nombre de su estación, y se volvió de nuevo hacia la torre. Al verla más de cerca, se dio cuenta de que la gigantesca construcción estaba algo inclinada, pero de todos modos se mantenía en equilibrio y seguía estable. ¿Cómo había podido seguir en pie en medio de aquel infierno? Las casas vecinas se habían derrumbado en parte bajo las bombas, a veces totalmente, pero la torre se erguía en medio de la destrucción, orgullosa en sus alturas. Como si alguien la hubiera vuelto invisible para las bombas y misiles enemigos mediante un hechizo.

—¿Cómo pudo conservarse? —Murmuró.

—Probablemente no quisieron bombardearla —conjeturó Pavel. Era una infraestructura valiosa. De hecho, antes era un veinticinco por ciento más larga y terminaba en punta. Pero ya ves que ahora se acaba poco más arriba del mirador.

—¿Pero por qué iban a respetarla? —preguntó Ulman—. Al enemigo ya le daba todo igual. Esperemos que no haya algo dentro como en el Kremlin…

Pasaron una verja de acero muy alta, y finalmente llegaron al pie de la antena. Ulman sacó un dispositivo de visión nocturna y un fusil, y saltó fuera del camión. Al cabo de un minuto les hizo una señal para decirles que no había peligro. Entonces, Pavel bajó del camión, abrió la puerta trasera y sacó las mochilas con el equipamiento.

—La señal tendría que llegar dentro de cinco minutos —dijo.

—Trataremos de captarla desde aquí. —Ulman había encontrado la mochila donde llevaban el receptor. Sacó las piezas y empezó a montar una larga antena portátil.

Al cabo de poco rato, una antena de seis metros de longitud vibraba en el suave viento nocturno. Ulman se sentó frente al receptor, se puso unos auriculares con micrófono y escuchó.

Esperaron.

En un momento dado, la sombra de un pterodáctilo pasó sobre ellos. Pero el monstruo se contentó con trazar un par de círculos sobre los humanos y desapareció de nuevo tras los edificios.

—¿Qué aspecto tienen esos Negros? —le preguntó Pavel a Artyom—. Tú eres nuestro experto en estas cuestiones.

—Su aspecto es terrible. Son como… hombres al revés. —Artyom buscó las palabras adecuadas—. Son lo absolutamente opuesto a un hombre. Sí, y además, como dice su nombre, son de color negro.

—Mm… ¿y de dónde proceden? Nadie había oído hablar nunca de ellos. ¿Qué dice vuestra gente?

—No son los únicos de los que nadie había oído hablar. ¿Acaso sabíais algo sobre los caníbales de la Park Pobedy?

—Es cierto. Se habían encontrado personas con un dardo en la nuca, pero nadie sabía quién lo había hecho. Bueno, ¿qué le vamos a hacer? La red de metro es así. Y todo eso del Gran Gusano… ¡qué chorradas! Pero vuestros Negros, ¿de dónde…?

—Yo le he visto.

—¿El gusano?

—No, pero se le parecía. Quizá fuera un tren. Era gigantesco, y tan ruidoso que se notaba la presión en los oídos. No llegué a verlo bien. Pasó muy rápido.

—No, no podía ser un tren… ¿cómo iba a circular? ¿con setas? Los trenes circulan con electricidad. ¿Sabes en qué me haces pensar? En la máquina de perforación de túneles.

—¿Por qué?

—No le cuentes nada de esto a Ulman, y tampoco al comandante. Si no, me tomarían por loco. Te lo voy a contar: hace algún tiempo reuní información en la Polis. Escuché a todos los espías imaginables. Dicho en pocas palabras: investigué a saboteadores, enemigos internos, y demás. Y en cierta ocasión conocí a un viejo que decía que en un rincón, en el túnel que está al lado de la Borovitskaya, se oye siempre un ruido muy potente, como si detrás de la pared trabajase una máquina perforadora. En otra situación le habría tomado por loco, pero ese hombre había trabajado en la construcción y entendía de estas cosas.

—¿Pero hay alguien que pueda tener algún interés en abrir túneles?

—Ni idea. El viejo me farfulló que unos malvados querían abrir un túnel hasta el río para inundar la Polis entera, y que les había oído hablar de sus planes. Informé de inmediato a los responsables, pero no quisieron creerme. Entonces busqué al viejo para presentarlo como testigo, pero desapareció de pronto, como si se lo hubiera tragado la tierra. Quizá fuera un agente provocador. Pero también puede ser —Pavel miró con prevención a Ulman, y luego bajó la voz—, también puede ser que de verdad hubiera oído que los militares estaban construyendo un túnel secreto. Y entonces lo enterraron a él, para que no se dedicara a ir escuchando por ahí. Sí, y desde entonces pienso en la máquina perforadora, y por culpa de eso piensan que estoy loco. Si se me ocurre decir algo, se pondrán enseguida a hacer chistes sobre mí y sobre la máquina. —Pavel miró inquisitivamente a Artyom. ¿Cuál sería su reacción ante aquella historia?

El muchacho se encogió de hombros, con gesto vago, como si hubiera querido decirle: ¿Y por qué no?

Ulman se les acercó.

—No oigo nada. Todo está muerto. Este montón de chatarra no capta la señal desde tan abajo. Probablemente, Melnik estará demasiado lejos. Tendremos que subir.

Artyom y Pavel se pusieron de inmediato a recoger sus cosas. Podía ser que el motivo por el que los Stalkers aún no habían contactado con ellos fuera otro. Pero no querían pensar en ello. Ulman desmontó la antena, metió el aparato de radio en la mochila y se puso en marcha hacia el vestíbulo acristalado que se ocultaba tras uno de los gigantescos soportes de la torre. Pavel le dio a Artyom una bolsa grande, tomó él mismo una mochila y el fusil de precisión, y cerró la puerta del camión. Luego siguieron a Ulman

El interior era un absoluto caos. Era obvio que las personas que estaban allí habían huido, presa del pánico, y no habían regresado. A través de las cristaleras rotas y cubiertas de polvo, la luna iluminaba los bancos volcados, una taquilla destrozada, el cuartelillo de Policía, donde había quedado una gorra de plato que se habían olvidado con las prisas, y el torniquete roto de la entrada. Y también arrojaba su pálida luz sobre las instrucciones y advertencias escritas en letra de imprenta sobre la pared para los visitantes de la torre antena. Apagaron las linternas y, después de buscar un rato, encontraron las escaleras. Los ascensores con los que años atrás se había podido subir hasta arriba en menos de un minuto estaban inutilizados, en la planta baja, con las puertas abiertas. Tenían algo en común con la mandíbula de un paralítico.

Ulman les anunció que tendrían que subir hasta trescientos metros. Los primeros doscientos escalones le resultaron fáciles a Artyom. Durante las últimas semanas, sus piernas se habían acostumbrado a trabajar mucho. Pero, al llegar al doscientos cincuenta, perdió toda sensación de estar avanzando. La infatigable escalera continuaba hacia arriba, y no había nada que permitiera distinguir un piso de otro. El interior de la torre estaba húmedo y frío, los ojos no encontraban otra cosa que desnudas paredes de hormigón. Pero las escasas puertas estaban abiertas y dejaban a la vista las instalaciones abandonadas de la antena.

Al cabo de quinientos escalones, Ulman les permitió hacer una primera pausa, y solo entonces Artyom se dio cuenta de lo cansadas que tenía las piernas. Pero al cabo de cinco minutos se pusieron de nuevo en marcha, porque Ulman tenía miedo de no estar arriba cuando el Stalker tratara de contactar con ellos.

En el escalón ochocientos, Artyom perdió la cuenta. Sentía sus pesadas piernas como el plomo. Todo le pesaba el triple que en el momento de iniciar la ascensión. Lo que más le costaba era despegar las suelas. Se pegaban como si las hubiera atraído un imán. El sudor le entraba en los ojos, las paredes grisáceas se volvían borrosas, y sus botas no querían separarse de los escalones. No podía pararse a descansar, porque a sus espaldas se oían los fatigosos jadeos de Pavel, que debía de llevar el doble de peso que él.

Al cabo de otros quince minutos, Ulman les concedió una pausa. Él también parecía agotado. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo bajo el holgado traje aislante, y el propio Ulman buscaba un apoyo con la mano en la pared. Sacó una cantimplora llena de agua que llevaba en la mochila y se la dio a Artyom.

En la máscara antigás había un conducto especial que servía para beber. Aun cuando Artyom sabía muy bien que los otros dos también debían de tener mucha sed, no logró separarse de la boquilla de goma hasta que se hubo bebido la mitad del agua. Luego se dejó caer al suelo y cerró los ojos.

—¡Venga, ya no falta mucho! —le gritó Ulman. Sacudió a Artyom para que se pusiera de nuevo en pie, le quitó la bolsa, cargó con ella a hombros y siguió adelante.

Artyom no sabía cuánto tiempo duró la última parte de la ascensión. Los escalones y las paredes se desdibujaban ante sus ojos, las manchas de luz que entraban por las sucias ventanas le parecían nubes brillantes, y llegó un momento en el que se distrajo contemplando su alegre jugueteo. La sangre le golpeaba en las sienes, el aire frío le abrasaba los pulmones, y la escalera no parecía tener fin. Se desplomó en varias ocasiones, pero los otros dos le ayudaban a ponerse en pie y le obligaban a seguir adelante.

¿Por qué hacía todo aquello?

¿Para que la vida en el Metro continuara? Sí.

Para que se pudieran criar setas y cerdos en la VDNKh, para que su padre adoptivo y la familia de Zhenya pudieran vivir en paz, para que los seres humanos pudieran asentarse de nuevo en la Alexeyevskaya y en la Rizhskaya, para que el comercio siguiera floreciendo en la Belorusskaya. Para que los Brahmanes se pasearan con sus túnicas por la Polis y se siguiera oyendo el rumor que hacían al pasar las páginas de sus libros, para que investigaran la sabiduría antigua y la transmitiesen a las generaciones venideras. Para que los fascistas edificasen su Reich, capturasen a sus enemigos y los torturaran hasta la muerte. Para que los hijos del Gusano secuestraran niños y devoraran a los adultos. Para que la mujer de la Mayakovskaya pudiera prostituir a su hijito y así los dos tuvieran algo para comer. Para que se siguieran celebrando carreras de ratas en la Paveletskaya y los luchadores de la brigada continuaran con sus ataques contra los fascistas y sus discusiones sobre la Dialéctica. Para que miles de seres humanos que vivían en el Metro respiraran, comieran, se amaran, trajeran hijos al mundo, defecaran, durmieran, soñaran, lucharan, mataran, se entusiasmaran, se engañaran, filosofaran, odiaran, para que cada uno pudiera creer en su cielo y en su infierno… para que la vida en el metro, esa vida absurda, inútil, sublime y resplandeciente, sucia y efervescente, de facetas infinitas, y precisamente por ello mágica y maravillosa… para que la vida humana continuara.

Mientras pensaba en todo esto, tenía la impresión de que alguien le daba cuerda por la espalda con una gigantesca llave, para que pudiera dar un paso más, y luego uno más, y luego uno más. Así caminaba, a pesar de las circunstancias, siempre adelante.

Y entonces, de repente, todo terminó. Entraron en un corredor grande, en forma de anillo. La pared interior estaba revestida de mármol. Artyom se sentía como en casa. Pero la pared exterior…

Tras la pared exterior, totalmente transparente, empezaba el cielo, y mucho, mucho más abajo, había insignificantes casitas. Las calles dividían la ciudad en barrios, los parques y los cráteres de las bombas aparecían como manchas negras, e incluso quedaba a la vista el perfil rectangular de los edificios que aún estaban intactos.

Desde allí se contemplaba la ciudad entera, cuya masa gris se prolongaba hasta el tenebroso horizonte. Artyom se dejó caer en el suelo, se recostó en la pared y contempló la extensa, extensísima ciudad de Moscú, y el cielo que se teñía de rosa.

—¡Artyom! —Ulman le sacudió el hombro—. Levántate. Ven a ayudarme.

El soldado le entregó un grueso rollo de alambre. Artyom le miró sin comprender, y entonces Ulman le señaló la antena de seis metros, tumbada sobre el suelo, y le dijo:

—Esa mierda no da más de sí. Vamos a intentarlo con una extensión de alambre. Al otro lado está la puerta que lleva al balcón técnico, un piso más abajo. La salida está del lado del Jardín Botánico. Yo me voy a quedar aquí con la radio. Vosotros dos saldréis, Pashka desenrollará el cable y tú lo pondrás en su lugar. Daos prisa, falta poco para que amanezca.

Artyom asintió. Había recordado lo que hacía allí, y eso le dio nuevo ímpetu. Una vez más, la invisible llave que tenía en la espalda giró, y el muelle se tensó. Estaban a punto de conseguir su objetivo. Tomó el rollo de alambre y se dirigió a la puerta del balcón.

No se abría. Ulman tuvo que dispararle un par de veces hasta que el cristal se rompió. Les asaltó al instante una poderosa racha de viento que estuvo a punto de derribarles. Luego, Artyom salió al balcón, que tenía una reja alta como un hombre.

Pavel le entregó unos prismáticos y señaló hacia abajo.

—Toma, mira hacia allí.

Con los prismáticos en los ojos, Artyom recorrió la ciudad con la mirada, hasta que Pavel le orientó en la dirección correcta.

El Jardín Botánico y la VDNKh se habían fundido en una única e impenetrable espesura, de la que sobresalían los edificios desconchados, antaño de color blanco, del palacio de exposiciones. Aquella selva virgen tenía dos claros: un angosto camino que unía el pabellón más grande —«la avenida principal», le susurró Pavel con respeto en la voz—, y también otro…

En medio del parque del Jardín Botánico había aparecido una superficie pelada, como si los árboles, horrorizados, hubiesen retrocedido ante una monstruosa ulceración. Era una imagen extraña, y al mismo tiempo repugnante: una ciudad enorme, pero también un órgano gigantesco, que daba vida, que palpitaba y se movía espasmódicamente, y tenía varios kilómetros cuadrados de extensión.

El cielo estaba cobrando los colores de la aurora, y cada vez se veía mejor la siniestra excrecencia: tenía una piel viva, recorrida por pequeñas venas. Éstas tenían unos desagües como de cloaca, por los que unas menudas figuras negras salían arrastrándose y corrían de aquí para allá como hormigas… sí, como hormigas, porque aquel híbrido de ciudad y útero le recordaba a Artyom un gigantesco hormiguero. Una de las filas de hormigas —ya podía verlas bien— conducía hasta un edificio blanco, redondo, idéntico a la entrada de la estación VDNKh. Las negras criaturas se dirigían hacia sus puertas y luego desaparecían en su interior. Artyom sabía muy bien cuál era el camino que seguirían luego.

De hecho, se encontraban cerca, muy cerca, no habían llegado hasta allí desde muy lejos. Eso significaba que podían exterminarlos… ¡exterminarlos a todos! Artyom suspiró, aliviado. Aunque el túnel negro de su sueño le viniera al recuerdo, meneó la cabeza y empezó a desenrollar el alambre.

El balcón daba la vuelta entera a la torre, pero el alambre solo medía cuarenta metros y era demasiado corto para juntar los dos extremos. Por ello, ataron una de sus puntas a un barrote de la verja y volvieron atrás.

—¡Ya he captado la señal! —les gritó Ulman—. ¡He logrado establecer conexión! El comandante nos pregunta dónde nos habíamos metido. —Apretó los auriculares contra los oídos, escuchó y siguió contándoles—: Dice que la situación es aún mejor de lo que esperaban. Han encontrado cuatro módulos, los cuatro en excelente estado, engrasados y cubiertos con lonas… dice que Antón es un genio, que conoce muy bien esas máquinas.

Muy pronto estarán a punto. Dicen que les enviemos las coordenadas. ¡Te manda saludos, Artyom!

Pavel desplegó un plano muy grande de aquella zona, con cuadrícula. Luego miró por los prismáticos y empezó a dictar las coordenadas. Ulman las iba transmitiendo.

—Para estar más seguros, volaremos también la estación. —Pavel se cercioró de su situación en el plano y dictó algunos números más.

—Bueno, ya tienen las coordenadas, ahora ellos las introducirán. —Ulman se sacó los auriculares y se frotó la frente—. Van a tardar un rato. Tu genio de los misiles tiene que hacerlo todo él solo. Vamos a esperar…

Artyom tomó los prismáticos y salió una vez más al balcón. Había algo que lo atraía hacia aquel repugnante hormiguero, una sensación incomprensible, deprimente, una ansiedad casi inexplicable, como si hubiera tenido un peso dentro del pecho y éste le hubiera impedido respirar hondo. Una vez más le pareció que veía el túnel negro frente a sí… y de repente, lo contempló con una claridad, con una lucidez, que Artyom no había conocido jamás en sus recurrentes pesadillas. Pero no debía tener miedo: aquellos devoradores de hombres no volverían a acosarle en sus horas de sueño…

Ulman gritó:

—¡Han disparado! ¡Con los más afectuosos saludos del comandante! ¡Esa mierda de ahí abajo va a saber lo que es un infierno!

En aquel instante, la ciudad desapareció a los pies de Artyom, el cielo se precipitó en un negro abismo, los alegres gritos que había oído a sus espaldas callaron… y sólo quedó el túnel vacío, el túnel negro, en el que tantas veces le había salido alguien al encuentro.

Y entonces el tiempo perdió ímpetu… y se detuvo.

Artyom sacó el mechero de plástico que llevaba en el bolsillo y lo encendió. Se encendió una llama pequeña y alegre, una llama que se puso a danzar sobre la válvula.

Sabía lo que vería, y comprendió que ya no tenía que sentir ningún miedo. Levantó la cabeza y miró a los gigantescos ojos negros, sin pupilas, sin blanco. Y oyó que alguien le decía:

—¡Has sido elegido!

El mundo se volvió del revés. En unas pocas fracciones de segundo descubrió en aquellos ojos, profundos como un abismo, la respuesta a todo lo que antes le había parecido incomprensible e inexplicable. La respuesta a todas sus dudas, sus vacilaciones, sus preguntas.

Y la respuesta era muy distinta de lo que siempre había pensado.

Había entrado en la mirada del Negro, y había empezado a ver el mundo con sus ojos.

Una nueva vida que nacía, la hermandad y unidad de cientos, de miles de espíritus diversos, que no borraba las fronteras entre estos, sino que unía los pensamientos de todas las criaturas que participaban en ella en una gran unidad. Piel elástica, negra, invulnerable a la radiación destructora, capaz de soportar tanto el Sol abrasador como las heladas de enero. Antenas telepáticas finas y flexibles, que acariciaban con cariño a los seres queridos, pero también infligían dolor a los enemigos. Absoluta insensibilidad al dolor…

Los Negros eran la corona de la creación destruida, un fénix nacido de las cenizas de la humanidad. Y estaban dotados de razón, de una razón curiosa y viva, que, sin embargo, era tan distinta de la humana que, hasta entonces, no había podido contactar con ella. Hasta que llegó él… Artyom.

Entonces vio a los humanos con los ojos de los Negros: cabrones sucios y amargados que se escondían bajo tierra, que escupían fuego y plomo, y mataban a los emisarios que los negros les enviaban. Sí, los hombres les arrancaban la bandera blanca de las manos y les atravesaban la garganta con el asta.

Luego, Artyom conoció la creciente desesperación de aquellas criaturas ante la imposibilidad de establecer contacto, de llegar a una comprensión mutua, porque en la oscuridad, en las galerías del subsuelo, moraban criaturas irracionales, salvajes, que habían aniquilado su propio mundo, luchaban constantemente entre sí y se extinguirían si no se les guiaba en la dirección correcta. Los Negros habían intentado varias veces tenderles una mano amiga a los humanos, pero estos siempre se la mordían. Se la mordían con tanto odio que habían llegado a preocuparlos. Y por ello sintieron el deseo de librarse de aquellas criaturas enloquecidas, pero, al mismo tiempo, de diabólica astucia, antes de que las galerías del subsuelo fuesen demasiado pequeñas para ellos y trataran de regresar a la superficie.

Pero durante todo aquel tiempo siguieron buscando, desesperados, a un humano, uno que les sirviera como intérprete, como puente entre ambos mundos, que tradujera a ambas partes los actos y los deseos de la otra. Que explicara a los humanos que no tenían ningún motivo para temer, y que ayudara a los Negros a comunicarse con ellos. Porque no había nada que los humanos y los Negros tuvieran que repartirse. No eran especies en concurrencia, sino dos organismos que la naturaleza, en cierta medida, había destinado a la simbiosis. Si hubieran cooperado —con el conocimiento que tenían los humanos sobre la tecnología y la historia de aquel mundo contaminado, y la capacidad de los Negros para resistir sus peligros— la humanidad habría podido alcanzar un nuevo estadio de desarrollo, y un mundo estancado habría vuelto a crujir en torno a su eje. Porque los Negros eran una parte de la humanidad, una nueva rama de esta que había crecido allí, sobre los restos de la megápolis destruida.

Los Negros eran fruto de la última guerra. Eran hijos de este mundo mejor adaptados a las nuevas reglas de juego. Y, como muchas otras criaturas nacidas de la guerra, habían desarrollado, junto a los órganos sensoriales ya conocidos, una especie de antenas mentales.

Artyom se acordó del extraño murmullo de las tuberías, de la mirada hipnótica de los bárbaros, de la masa repugnante que moraba en el corazón del Kremlin y se adueñaba de los cerebros. El hombre no podía hacer nada contra todos aquellos fenómenos, y los Negros, en cambio, parecían hechos para combatirlos. Pero necesitaban un compañero, un aliado, un amigo. Alguien que les ayudara a establecer un lazo con los hombres, sus hermanos mayores, ahora ciegos y sordos.

Y así empezó la larga y paciente búsqueda de un mediador. Al principio les pareció que habían tenido éxito: encontraron al intérprete, al Elegido. Pero, antes de que hubieran podido establecer contacto con él, desapareció. Las antenas de la «Gran Unidad» le habían buscado por todas partes. A veces lograban darle alcance, pero él reaccionaba con temor, se zafaba de ellos y huía. Tuvieron que brindarle su apoyo, salvarle, frenarle, advertirle de los peligros, darle fuerzas de nuevo y, al fin, devolverlo a su hogar, donde la conexión con él era especialmente fuerte y nítida. Al fin, el contacto se volvió estable: cada día, a veces en varias ocasiones, les fue posible acercarse a su elegido, y este daba cada día un nuevo y tímido paso hacia el conocimiento de su misión. De su destino. Ese había sido desde el principio su destino. Al fin y al cabo, era él quien les había abierto el camino hacia el Metro, hacia los seres humanos.

Artyom les quiso hacer una pregunta: ¿Qué había sido de Hunter? Pero las nuevas e incomprensibles percepciones le despojaron de este pensamiento, se escapó de sus manos, por mucho que se esforzara en retenerlo. Se sumergió en el torbellino borboteante de sus sensaciones y desapareció sin dejar rastro. Al cabo de un instante, había olvidado ya lo que quería saber.

No volvió a apartarse de lo esencial. Abrió de nuevo su conciencia…

…y estuvo a punto de aprender algo extraordinariamente importante. Había conocido ya esa sensación al inicio de su viaje, al sentarse junto a la hoguera en la Alexeyevskaya. Sí, era lo mismo: tenía la inequívoca sensación de haber vagado durante varias semanas por un túnel de varios kilómetros, y encontrarse de nuevo frente a una puerta secreta. Y cuando esta se abriese, conocería todos los secretos del Universo y se elevaría sobre los miserables humanos que habían excavado su pequeño mundo en la Tierra fría y contumaz, y se habían hundido en él. Si aquella otra vez hubiera abierto la puerta, el resto de sus vagabundeos habría sido innecesario. Pero había tropezado con la puerta por casualidad, había mirado por el ojo de la cerradura y se había asustado de lo que veía. El miedo se había adueñado de él. Pero, al término de su largo viaje, podía abrir la puerta sin titubeos y salir al encuentro de la luz del absoluto conocimiento que surgiría de allí. Y, aun cuando la luz lo cegara, los ojos, al fin y al cabo, no eran más que un instrumento torpe e innecesario, apropiado tan sólo para los que a lo largo de su vida aún no habían visto nada, salvo las bóvedas de los túneles y el sucio granito de las estaciones.

Habría sido suficiente con que Artyom tomara la mano que le ofrecían. Una mano que tal vez fuera fea, inusual, revestida de piel negra y reluciente, pero que, sin duda alguna, era una mano amistosa. Entonces, la puerta se abriría. Y todo sería distinto… se desplegaban ante él horizontes nuevos, interminables, majestuosos y soberbios. Su corazón rebosaba alegría y firmeza, y arrastraba tan sólo una gotita de dolor, por no haber comprendido antes que había estado persiguiendo a sus amigos y hermanos que anhelaban estar con él, que esperaban su ayuda, su apoyo, porque él era el único en toda la Tierra que podía brindárselo.

Puso la mano sobre el picaporte y tiró hacia abajo.

Los corazones de millares de Negros se agitaron con alegre y esperanzada anticipación.

La oscuridad que le había cubierto los ojos se disolvió, y, al mirar de nuevo por los prismáticos, vio que los centenares de cuerpos Negros que se movían abajo, sobre la tierra, se habían detenido. Parecía que todos ellos le estuviesen mirando, sin creerse que el milagro que habían anhelado durante tanto tiempo se hubiera cumplido, que aquella absurda guerra entre hermanos tocara a su fin.

En ese mismo segundo, el primer misil atravesó el cielo como un rayo, dejó atrás una estela de fuego y humo, y se precipitó sobre la ciudad de los Negros. Poco después, otros tres meteoritos hendieron el horizonte que se teñía de rojo.

Artyom se alzó, con la esperanza de detener el bombardeo, de dar órdenes, explicaciones… pero se derrumbó al instante, porque se dio cuenta de que era demasiado tarde.

Una llama anaranjada estaba cubriendo el «hormiguero», una nube resinosa ascendía hacia los cielos, las explosiones lo atacaban por todos lados. Se hinchó, se oyó en su interior un último y débil gemido, y luego se vino abajo. El humo denso de la carne y la madera quemadas lo envolvió. Y del cielo caían sin cesar nuevos misiles, y cada una de las muertes era amargo dolor en el alma de Artyom.

Desesperado, buscó a tientas dentro de su conciencia el rastro de aquella presencia que le había inundado con tantas delicias y le había brindado su calidez, que había prometido redención a Artyom y a la humanidad entera, y había dado un nuevo sentido a su existencia. Pero se había desvanecido. Su conciencia era como un túnel abandonado en el Metro, estaba absolutamente vacía, porque no había nada que ver, porque en ella reinaba la oscuridad, la absoluta oscuridad. Y Artyom lo sabía, sí, lo intuía con plena acuidad: nunca más volvería a brillar la luz que le había indicado su camino en la vida.

—Una buena barbacoa, ¿eh? ¡Eso es lo que les ocurre a los que se dedican a joder a los demás! —Ulman se frotaba las manos—. ¿Verdad que sí, Artyom? ¡Eh, Artyom!

El Jardín Botánico y la VDNKh se habían transformado en un mar de fuego. Grandes volutas de humo negro y grasiento se elevaban pesadamente en el cielo, y el fulgor rojo y brillante se mezclaba con la suave luz del sol naciente.

Artyom sentía una insoportable estrechez. Pensó que se iba a ahogar. Se arrancó la máscara del rostro y aspiró el aire frío y amargo. Luego se secó las lágrimas y, sin atender a los gritos de los demás, empezó a bajar por la escalera.

Regresaba al Metro.

A su hogar.

EL VIAJE CONTINUA…