Apenas se hubieron separado de los demás, Ulman se transformó. Hablaba con monosílabos, y abría la boca tan sólo para darle órdenes a Artyom, o para advertirle de algo.

Levantaron entre los dos la pesada tapa de hierro que cubría la entrada. Entonces, Ulman le ordenó al muchacho que apagara la linterna. Se puso el dispositivo de visión nocturna y bajó primero.

Era un pozo vertical, estrecho, compuesto de anillos de hormigón superpuestos, en cada uno de los cuales había una abrazadera de metal. Artyom descendió agarrándose a ellas, prácticamente a ciegas, después de Ulman. Le maravillaba que éste adoptara tantas medidas de seguridad, porque no habían estado en peligro desde que habían salido del Kremlin. Llegó a la conclusión de que Ulman debía de seguir órdenes del Stalker. También podía ser que al soldado le gustara ejercer por una vez de capitán.

Tocó a Artyom en el pie. Éste, obediente, se detuvo, y aguardó nuevas órdenes. Pero, en cambio, oyó un suave impacto —Ulman había saltado al suelo—, y al cabo de unos segundos sonó un disparo con silenciador.

—Tenemos vía libre —le susurró Ulman. Abajo se encendió una luz.

Las abrazaderas se habían terminado. Artyom se soltó, cayó unos dos metros más abajo y aterrizó sobre hormigón. Se levantó, se sacudió las manos y miró a su alrededor. Se hallaban en un pasillo corto, de unos quince pasos de longitud. En uno de sus extremos estaba el pozo secreto por el que habían descendido, y en el otro una nueva compuerta, cubierta asimismo con una tapa de hierro estriada. A medio camino yacía un bárbaro muerto, de bruces en el suelo, en medio de un charco de sangre. Incluso después de la muerte se aferraba a su cerbatana.

—Debía de vigilar este pasillo —respondió Ulman a la mirada interrogadora de Artyom—. Y parece que se había dormido. No se le había ocurrido que nadie pudiera venir por este lado.

—¿Le has… mientras dormía?

—Sí, ¿y qué? ¿No te parece que eso es lo mejor? —Ulman resopló—. Cuando uno se duerme durante el servicio, le ocurren estas cosas. Y, por otra parte, era un hombre malo, porque no había seguido la «ley sagrada». En el día de hoy todos los túneles son tabú.

Apartó el cadáver con el pie, abrió la compuerta y apagó de nuevo la linterna.

Esta vez, el pozo era muy corto y terminaba en una de las dependencias del personal, aunque pareciera más bien una chatarrería. El pozo quedaba oculto tras una montaña de chapas, tornillos, muelles y pasamanos niquelados. Había material suficiente para construir un vagón entero. Las piezas se habían amontonado sin orden ni concierto hasta el techo, y era casi un milagro que todo aquello no se viniera abajo. Entre aquel montículo y la pared quedaba libre un estrecho corredor, por el que pasaron con penas y fatigas, siempre con el peligro de que la montaña de hierro se desplomase sobre ellos.

Encontraron una puerta cegada con tierra hasta la mitad de su altura. Daba a un túnel extraño, de techo plano. A la derecha se interrumpía, bien porque había habido un derrumbe, bien porque no se había excavado más allá. A la derecha enlazaba con un túnel estándar, ancho y abovedado. Artyom se dio cuenta enseguida: habían traspasado la frontera entre aquellos dos mundos subterráneos entretejidos. En el Metro se respiraba de otra manera: aun cuando el aire estuviera húmedo, no lo sentía muerto y estancado como en las galerías secretas de la D-6.

La pregunta era: ¿En qué dirección irían? Elegir una al azar era arriesgado: quizá se encontrara en aquel túnel un control fronterizo del IV Reich. A buen paso, el tramo entre la Mayakovskaya y la Chekhovskaya se podía recorrer en veinte minutos. Artyom buscó dentro de la bolsa y sacó el plano manchado con la sangre de Danila para averiguar cuál era la dirección correcta.

Al cabo de tan sólo cinco minutos llegaron a la Mayakovskaya. Ulman, aliviado, se sentó en un banco, se quitó el pesado casco, se frotó con la manga la cara enrojecida y cubierta de sudor, y se pasó los dedos por su cabello corto, de color rubio oscuro. Aun cuando fuera de constitución robusta, y caminase los andares de un experimentado lobo de los túneles, no tenía muchos años más que Artyom.

Primero buscaron una posibilidad de comprar comida. Artyom ya no se acordaba de la última vez que se había llevado algo a la boca, y su estómago protestaba con vehemencia.

La situación en la que se encontraba la Mayakovskaya y el ambiente que reinaba en ella no eran muy distintos de los de la Kievskaya. La estación que fuera elegante y alegre en otro tiempo ahora sólo era una sombra de sí misma. Estaba medio desierta, y sus habitantes se apretujaban en tiendas cerradas, o directamente en el andén. Las paredes y el techo estaban húmedos. Por algunas zonas se filtraban gotas de agua. En toda la estación ardía una única hoguera —evidentemente, estaban faltos de leña—, y sus habitantes conversaban en voz baja, como si estuvieran en un velatorio.

Pero incluso en aquella estación moribunda se encontraba un comercio: en una tienda para tres, remendada por varios lados, con una mesa desplegable a la entrada. La oferta era escasa: ratas desolladas y destripadas, setas secas y arrugadas —a saber de dónde procederían—, así como tiras de musgo cortadas en cuadrados. Todos los productos estaban orgullosamente señalizados con el cartelito en el que se indicaba su precio: una hoja de papel de periódico sujeta con un cartucho, sobre la que se había escrito el número con letra caligráfica.

Aparte de ellos, no había casi ningún otro cliente. Tan sólo una mujer flaca y encorvada que llevaba a un niño de la mano. El niño le señalaba a la madre el cuerpo muerto de una de las ratas del mostrador, pero la madre le gritaba:

—¡Deja eso! ¡Esta semana ya hemos comido carne!

El niño obedeció, pero no aguantó mucho tiempo. Tan pronto como la madre se hubo dado la vuelta, trató de agarrar el animal muerto.

—¡Kolya! ¿Qué te he dicho? —le abroncó la madre, y en el último momento lo apartó del mostrador—. Si no te portas bien, se te llevarán los diablos del túnel. Sashka tampoco quería obedecer a su mamá, y hace poco se lo llevaron.

Artyom y Ulman vacilaron. A Artyom se le ocurrió de pronto que podría aguantar hasta la Prospekt Mira, donde, por lo menos, las setas estarían más frescas.

—¿Os apetece una ratita? —les dijo el orgulloso tendero—. Las preparamos delante de los clientes. ¡Con garantía de calidad!

—Gracias, pero yo ya he comido —se apresuró a responderle Ulman—. ¿Tú qué querías comprar, Artyom? Será mejor que no lo intentes con el musgo, si no quieres que se declare la cuarta guerra mundial dentro de tu vientre.

La mujer les miró de reojo, con desprecio. Tenía dos cartuchos en la mano. Sólo le alcanzaban para el musgo. Al darse cuenta de que Artyom estaba mirando su modesto capital, escondió el puño detrás de la espalda y resopló, enfadada.

—¿Y tú qué miras? ¡Si no quieres comprar nada, ya puedes largarte! No todo el mundo es millonario.

En realidad, lo que le había llamado la atención a Artyom era su hijo. Se parecía mucho a Oleg: el mismo cabello frágil, sin color; los ojos enrojecidos; la nariz chata. El crío se metió el pulgar en la boca y le sonrió tímidamente a Artyom, con cierta desconfianza.

El muchacho se dio cuenta de que, inesperadamente, el niño había sonreído, y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

Pero la mujer, al ver su mirada, se enfureció, y le chilló con la mirada encendida:

—¡Cerdo pervertido! Ven, Kolya, volvemos a casa. —Se marchó con el niño tras de sí.

—¡Espere! —Artyom sacó algunos cartuchos del cargador de recambio de su fusil, corrió hacia la mujer y se los puso en la mano—. Esto es para usted. Para su Kolya.

La mujer le miró con desconfianza, y luego torció los labios en una mueca de desprecio.

—¿Pero tú te crees que te lo voy a consentir a cambio de cinco cartuchos? ¿Con mi propio hijo?

Al principio, Artyom no comprendió lo que le quería decir. Pero finalmente se dio cuenta. Abrió la boca para explicarse, pero no le salió ninguna palabra, y tan sólo consiguió parpadear.

La mujer, satisfecha con el efecto que había conseguido, le habló en un tono más amable.

—¡Bueno! Son veinte cartuchos por media hora.

Artyom, como paralizado, negó con la cabeza, se volvió y se marchó, casi corriendo.

—¡Tacaño! —le gritaba la mujer—. ¡Bueno, está bien, dejémoslo en quince!

Ulman seguía en el mismo lugar y charlaba con el tendero. Este último vio a Artyom y le preguntó educadamente:

—Bueno, ¿querría usted una rata, entonces? ¿Ha cambiado de opinión?

«Voy a vomitar», pensó Artyom. Arrastró a Ulman tras de sí y se marchó con él de aquella estación olvidada de la mano de Dios.

—¿Por qué tienes tantas prisas? —le preguntó Ulman cuando ya iban de camino hacia la Belorusskaya.

Artyom aún luchaba con el nudo que se le había formado en la garganta. Le explicó el incidente a Ulman, pero no pareció que le impresionara mucho.

—Bueno, ¿y qué? Ellos también tienen que comer.

Artyom estaba horrorizado.

—¿Acaso merece la pena vivir una vida como ésa?

Ulman se encogió de hombros.

—¿Conoces alguna alternativa?

—¿Cuál es el sentido de una vida como ésa? Siempre agarrarse a lo que uno encuentra, soportar toda esa mierda, comer musgo… ¿para qué? —Artyom enmudeció. Se acordó de Hunter. Se acordó que este había hablado del instinto de conservación, y había dicho que pelearía por su vida y por la supervivencia de todos los demás, con todas sus fuerzas, como un animal. Entonces, al principio de todo, sus palabras le habían infundido esperanza a Artyom y le habían imbuido de valor para el combate, como aquella rana que había revuelto la leche de la jarra hasta transformarla en mantequilla. Pero en aquel momento le parecía que era su padre adoptivo quien había dicho la verdad.

—¿Para qué? —le parodiaba Ulman—. Dime, muchacho, ¿tú sabes para qué vives?

Artyom lamentó haber empezado aquella discusión. Ulman era un formidable soldado, sin duda alguna, pero su discurso dejaba mucho que desear. No parecía que discutir con él sobre el sentido de la vida pudiera tener mucho sentido. Sin embargo, el muchacho le contestó de mala gana:

—Sí. Yo, sí.

Ulman se rió.

—¿Para qué? ¿Para salvar a la humanidad? Todo eso son chorradas. Si no la salvas tú, lo hará otro. Yo, por ejemplo. —Iluminó su propio rostro, para que Artyom lo viera, y puso cara de gran héroe.

Artyom le miró con envidia, pero no dijo nada.

—Y, por otra parte —prosiguió el soldado— no es posible que todo el mundo viva con ese objetivo.

—¿Y cómo puede gustarte una vida sin sentido?

—¿Sin sentido, dices? Seguramente mi vida tiene sentido. Igual que todas las demás. Esa pregunta por el sentido de la vida se suele superar al mismo tiempo que la pubertad. Parece que en tu caso está durando más…

Yo recuerdo muy bien el tiempo en el que tenía diecisiete años. También quería saberlo todo: ¿Cómo, para qué, y qué sentido tiene? Eso se pasa. El sentido de nuestra vida, hermano, es solo uno: engendrar niños y educarlos. Y luego serán ellos quienes se enfrenten al mismo problema. Y buscarán una respuesta, y se quedarán con la mejor que encuentren. Eso es lo que sostiene el mundo en pie. Bueno, ésa es mi teoría. —Ulman se rió de nuevo.

Al cabo de un rato, Artyom le preguntó:

—Entonces, ¿por qué vienes conmigo? ¿Y pones en peligro tu vida? Si no crees en la salvación de la humanidad, ¿qué es lo que buscas?

—En primer lugar: una orden es una orden. Eso no se discute. En segundo lugar: quizá recuerdes que no basta con engendrar niños, después hay que criarlos. ¿Y cómo quieres que lo haga si esos bichos de la VDNKh vienen a comérselos?

Ulman estaba tan seguro de sí mismo, de su fuerza y de sus palabras, y su visión del mundo era tan seductora en su sencillez, y tan armónica, que Artyom no quiso tener ninguna discusión con él. Al contrario: se dio cuenta de que el soldado le transmitía una seguridad que siempre le había faltado.

Tal y como había dicho Melnik, el túnel que unía la Mayakovskaya y la Belorusskaya estaba totalmente tranquilo. Aunque de vez en cuando se oyeran aullidos en los conductos de ventilación, también les pasaban por el lado ratas completamente normales, y eso tranquilizaba a Artyom. El trecho era sorprendentemente corto. Aún estaban hablando de lo mismo cuando, a lo lejos, avistaron la hoguera de la estación.

La Belorusskaya se beneficiaba de su vecindad con la Hansa. Se constataba por el mero hecho de que, a diferencia de la Kievskaya y la Mayakovskaya, estaba bien vigilada. A diez metros de la entrada había un punto de control, con una ametralladora de caballete instalada sobre unos sacos de arena, y una guardia de cinco hombres.

Una vez hubieron examinado sus documentos —¡qué suerte que Artyom tuviera un nuevo pasaporte!—, uno de los centinelas les preguntó educadamente si venían del Reich. Acto seguido, les explicó que su estación no tenía nada contra el Reich, que se trataba de una estación de comerciantes, y que mantenían una posición de estricta neutralidad en los conflictos entre las potencias —era así como el guardia llamaba a la Hansa, el Reich y la Línea Roja.

Antes de proseguir por la Línea de Circunvalación, Artyom y Ulman acordaron descansar un rato y comer algo. Se sentaron en una taberna bien provista, y decorada incluso con cierto buen gusto, donde Artyom no solo se regaló con una chuleta deliciosa y nada cara, sino que, además, consiguió una valiosa información sobre la Belorusskaya. En la mesa de enfrente se sentaba un hombre rubio, de cara redonda, que se presentó como Leonid Petrovich. Estaba devorando una gigantesca ración de huevos con tocino. Cuando por fin tuvo la boca vacía, empezó a hablarles de buena gana sobre su estación.

Como era de esperar, la Belorusskaya vivía del comercio con carne de cerdo y de gallina. Más allá de la Línea de Circunvalación, en la zona de Sokol, e incluso hasta la Voikovskaya —aun cuando esta última estuviera peligrosamente cerca de la superficie—, se encontraban grandes y prósperos establecimientos de producción de alimentos. A lo largo de varios kilómetros, los túneles e instalaciones técnicas se habían transformado en extensísimas granjas para la crianza de animales. Estos alimentaban a la totalidad de la Hansa, y proveían también al IV Reich, así como a la siempre hambrienta Línea Roja. Por lo demás, los habitantes de la estación Dinamo habían heredado de sus antepasados un don especial para la sastrería. De allí procedían las chaquetas de cuero porcino que Artyom había visto en la Prospekt Mira.

En aquel extremo de la Línea Samoskvoretskaya no se sentía la amenaza de ningún peligro, y, a lo largo de aquellos años de vida en el Metro, ni Sokol, ni Aeroport, ni Dinamo habían sufrido ningún ataque. La Hansa no planteaba ninguna reivindicación sobre ellas, simplemente les cobraba derechos de aduana y las protegía de los fascistas y los rojos.

Los habitantes de la Belorusskaya se dedicaban al comercio casi sin excepción. Ni los ganaderos de la Sokol ni los sastres de la Dinamo permanecían allí el tiempo suficiente para vender directamente su mercadería a los clientes, porque ganaban de sobra a través de los mayoristas. Las «gentes del otro lado», como los llamaban allí, transportaban sus piezas de carne porcina, o gallinas vivas, mediante dresinas y vagonetas de impulsión manual, las descargaban —se había llegado al extremo de instalar una grúa en los andenes—, pasaban cuentas y regresaban de inmediato a su estación de origen.

La estación estaba llena de vida. Los vivaces mercaderes —en la Belorusskaya, por razones desconocidas, los llamaban managers— se afanaban entre la llamada Terminal —el punto de descarga— y los Almacenes, hacían sonar sus saquitos llenos de cartuchos y daban instrucciones a los robustos mozos de cuerda. Las carretillas llenas de cajas y paquetes rodaban silenciosamente con sus ruedas bien engrasadas hacia una hilera de puestos de venta en la frontera con la Línea de Circunvalación, donde las mercancías de los comerciantes ingresaban en la Hansa, o hacia el otro extremo del andén, donde los emisarios del Reich esperaban para recoger sus pedidos.

No eran pocos los fascistas que rondaban por allí, sobre todo oficiales. Los simples soldados rasos no venían. Pero en la Belorusskaya se comportaban de otra manera: con una cierta insolencia, pero siempre dentro de los límites de lo razonable. Los de tez morena —había algunos entre los mercaderes y los descargadores— les miraban con desagrado, pero no intentaban en ningún momento imponer su propio orden.

—También tenemos bancos —les reveló su interlocutor—. Muchos de ellos, del Reich quiero decir, vienen con el pretexto de comprar mercancías, pero lo que quieren en realidad es depositar aquí sus ahorros. Por eso es improbable que jamás nos hagan algo. Somos para ellos un equivalente de lo que antes era Suiza.

—Os habéis organizado bien —dijo Artyom.

Entonces, Leonid Petrovich empleó toda su cortesía para informarse sobre los dos visitantes.

—¿Pero por qué hablamos todo el rato sobre nosotros? ¿De dónde sois?

Ulman hizo ver que estaba atareado comiendo y no había oído la pregunta. Artyom se volvió hacia Leonid Petrovich y le respondió:

—Yo soy de la VDNKh.

—¡Qué me dices! ¡Qué horror! —Leonid Petrovich dejó el tenedor y el cuchillo sobre la mesa—. Me imagino que la situación allí debe de ser horrible. He oído que sus habitantes están defendiéndose con sus últimas fuerzas. Se dice que la mitad de los habitantes de la estación han muerto. ¿Es verdad?

La carne se le atragantó a Artyom. No importaba lo que ocurriera. Tenía que regresar a la VDNKh para volver a ver a los suyos aunque fuera por última vez. ¿Cómo podía perder el tiempo con la comida? Apartó el plato, pagó y se llevó a Ulman, pese a las protestas de éste. Pasaron frente a los puestos donde se vendía carne y ropa, frente a las mercancías apiladas, los mercaderes, los mozos de cuerda que iban de un lado para otro, los engreídos oficiales fascistas, hasta la barrera de hierro que cerraba el acceso a la Línea de Circunvalación. Sobre la puerta colgaba un paño de color blanco con un anillo marrón en su centro, y dos hombres armados, ataviados con el familiar uniforme de camuflaje de color gris, controlaban los papeles y registraban los equipajes.

No tuvieron ningún problema para acceder a la Hansa. Ulman, que aún estaba masticando su trozo de carne, buscó dentro en los bolsillos de su chaqueta, sacó una carta de aspecto insignificante y se la enseñó a los guardias fronterizos. Éstos abrieron sin más discusión una de las barreras y les dejaron pasar.

—¿Qué clase de escrito es ése? —le preguntó Artyom.

—Ah, no es nada —bromeó Ulman—. El documento que certifica la concesión de la medalla «Por méritos en el servicio a la patria». Aquí no hay casi nadie que no le deba algo a nuestro comandante.

La frontera de la Línea de Circunvalación era una extraña mezcla de fortaleza y puesto comercial. El segundo puesto de guardia se encontraba al otro extremo del pequeño puente que pasaba sobre las vías. Allí se encontraba una verdadera unidad de defensa con ametralladoras e incluso con un lanzallamas. Más atrás, junto a un grupo de esculturas[69] —un hombre barbudo de aspecto inteligente con un fusil, y una muchacha y un muchacho de aire soñador, armados también (Artyom pensó que debían de ser los fundadores de la Belorusskaya, o héroes de la lucha contra los mutantes)— se encontraba una guarnición entera, que contaba por lo menos con veinte soldados.

—El motivo de que estén aquí es el Reich —explicó Ulman—. Así es la relación con los fascistas: la confianza está bien, la vigilancia es aún mejor. En su día dejaron en paz a Suiza, pero se apoderaron de Francia.

—Tengo bastantes lagunas en Historia —dijo Artyom, avergonzado—. Mi padre adoptivo no consiguió nunca un libro de texto de décimo curso. De todos modos he leído un poco sobre la Grecia antigua.

Frente a los soldados pasaba una inacabable hilera de porteadores, semejantes a hormigas. La Hansa acaparaba con avaricia casi la totalidad de la producción de la Sokol, la Dinamo y la Aeroport. El tráfico estaba estrictamente regulado: una de las escaleras mecánicas estaba reservada a los mozos que bajaban con sus cargas, y la otra era solo para los que subían. La tercera, que se hallaba en el centro, estaba destinada a todos los demás transeúntes.

Abajo, en una cabina acristalada, otro guardia armado vigilaba sentado las escaleras. Revisó una vez más los papeles de Artyom y Ulman, y les entregó una hoja con el sello TRÁNSITO y la fecha del día. Podían pasar.

Aquella estación se llamaba también Belorusskaya, pero las diferencias que la separaban de su doble en la línea radial eran impactantes: como dos gemelos que se hubieran separado al nacer, y a uno lo hubiera criado una familia noble, y al otro una del vulgo. Todo el bienestar y la prosperidad de la primera Belorusskaya palidecían en comparación con aquélla: las blancas paredes refulgían, los graciosos estucos acaparaban las miradas como por un hechizo, y los tubos de neón alumbraban desde el techo con una luz cegadora. Aun cuando sólo hubiera tres, su resplandor bastaba.

La hilera de porteadores se disolvía en el andén: unos salían a la izquierda por los arcos, los otros apilaban sus fardos a la derecha. Luego se marchaban a paso ligero para ir a recoger nuevas mercancías.

En cada una de las vías había dos paradas: en una de ellas, las mercancías se cargaban con la ayuda de una pequeña grúa, mientras que en la otra subían los pasajeros. Había una caja donde estos pagaban. Cada quince o veinte minutos pasaba una dresina mercante, con una amplia superficie de carga construida con tablones clavados. Aparte de los tres o cuatro hombres que manejaban la palanca, viajaba siempre en ella un guardia. Las dresinas de pasajeros no pasaban con tanta frecuencia. Artyom y Ulman tuvieron que esperar más de cuarenta minutos. El expendedor de billetes les explicó que se trataba de transportes colectivos, y que siempre esperaban a contar con un número suficiente de pasajeros, para no malgastar innecesariamente fuerza de trabajo. Pero el mero hecho de que en la red de metro se pudieran comprar billetes de pasaje —un cartucho por túnel— para viajar de una estación a otra, como se había hecho antes, entusiasmó a Artyom. Durante un rato olvidó todas sus desgracias y sus dudas. Estaba allí de pie y miraba cómo se cargaban las mercancías. Y entonces pensaba en lo magnífica que debía de haber sido en otro tiempo la vida en el Metro, cuando no se viajaba con dresinas de impulsión manual, sino que unos trenes centelleantes circulaban por las vías.

—¡Por allí viene vuestro transporte! —anunció el expendedor, e hizo sonar una campana.

Una dresina grande entró en la estación. Tiraba de un vagón con bancos de madera. Artyom y Ulman mostraron sus billetes y se sentaron en un espacio libre. Al cabo de unos minutos, cuando hubieron reunido un número suficiente de pasajeros, la dresina volvió a avanzar.

La mitad de los bancos estaba orientada hacia delante, y la otra hacia atrás. Artyom tuvo que sentarse en uno de estos últimos, de espaldas a Ulman.

—¿Por qué están puestos los asientos de esta manera tan rara? —le preguntó Artyom a su vecina, una mujer robusta de unos sesenta años con un vestido de lana lleno de agujeros—. Son incómodos.

La mujer juntó ambas manos.

—Sí, ¿a ti qué te parece? ¿Quieres que el túnel se quede sin vigilancia? ¡Siempre estos jóvenes tan frívolos! ¿No has oído lo que sucedió anteayer? Una rata así de grande —la mujer abrió los brazos tanto como pudo— salió disparada de uno de los corredores de enlace y se llevó a uno de los pasajeros.

—¡No era ninguna rata! —exclamó desde atrás un hombre pequeño que vestía una chaqueta acolchada—. ¡Era un mután! Los mutanes entran sin cesar en la Kurskaya.

—¡Pues yo digo que era una rata! —le replicó la mujer, indignada—. A mí me lo ha contado Nina Prokofyevna, mi vecina. ¡Ella lo sabe muy bien!

Discutieron durante largo rato, pero Artyom dejó de escucharles. Sus pensamientos volvieron a la VDNKh. Estaba decidido: antes de salir a la superficie para tratar de subir a la torre de Ostankino trataría de regresar a su estación. Aún no sabía cómo convencería a su compañero de que no tenía otro remedio, pero le asaltaba el incómodo presentimiento de que esa iba a ser su última oportunidad de ver su hogar y a sus seres queridos antes de salir a la superficie. Y no podía permitir que esa oportunidad se le escapara. ¿Quién sabía lo que ocurriría después? Aun cuando Melnik hubiera afirmado que su misión sería fácil de cumplir, Artyom no creía que volvieran a verse jamás. Antes de esta salida a la superficie que tal vez sería la última, tenía que regresar, aunque fuera sólo por un rato, a la VDNKh.

Ve-De-En-Ja… un sonido melodioso, casi tierno. «Podría oírlo durante toda una eternidad», pensó Artyom. ¿Era posible que el hombre que habían encontrado en la Belorusskaya tuviese razón, y que su estación estuviera a punto de caer? ¿De verdad habían muerto la mitad de sus defensores? ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¿Dos semanas? ¿Tres? Cerró los ojos y trató de representarse su amada bóveda; las líneas de los arcos, elegantes pero no recargadas; la reja de hierro forjado que cerraba los pozos de ventilación; y las hileras de tiendas en la sala. Allí estaba la tienda de Zhenya, y aquí, algo más cerca, la suya…

La dresina se mecía suavemente al ritmo de las ruedas, y poco a poco, sin darse cuenta, Artyom se durmió.

Una vez más, soñó que estaba en la VDNKh. En esta ocasión no se hizo preguntas, no escuchó y tampoco trató de entender. El objetivo de su sueño no se encontraba en la estación, sino en el túnel. De eso se acordaba bien. Abandonó la tienda y se dirigió de inmediato al andén, saltó a las vías y corrió hacia el norte, hacia el Jardín Botánico. No era la absoluta oscuridad lo que le atemorizaba, sino el inminente encuentro en el túnel. ¿Qué le esperaba allí? ¿Cuál era el sentido de aquella historia? ¿Por qué no tenía nunca valor suficiente para ir hasta el final?

Al fin, su doble apareció en la lejanía. Sus pisadas suaves, seguras de sí mismas, se acercaron, igual que las últimas veces, y Artyom se vio privado al instante de toda su resolución. Pero esta vez se portó mejor: al principio las rodillas le temblaron de nuevo, pero luego consiguió dominarlas y aguantó hasta el momento en el que se encontraba frente a la invisible criatura. Un sudor frío y pegajoso le cubrió el cuerpo, pero se quedó quieto, no huyó, y llegó el momento en el que un soplo casi imperceptible le anunció que su enigmático antagonista se encontraba a unos pocos centímetros de su cara.

—No te marches… mira a los ojos a tu destino —le susurró al oído una voz ronca y seca.

Y entonces, Artyom se acordó súbitamente —cómo había podido olvidarlo en su sueño anterior— de que llevaba un mechero. Palpó el pequeño objeto de plástico, activó su mecanismo y se dispuso a verle la cara a la criatura que le había hablado.

Se quedó paralizado. Pareció que las piernas se le hubieran clavado al suelo.

Ante él se erguía, inmóvil, un Negro. Sus ojos muy abiertos, oscuros, sin pupilas, buscaban su mirada.

Artyom gritó con todas sus fuerzas.

—¡Jesús y María! —la mujer mayor se llevó la mano al corazón y respiró con dificultad—. ¡Ahora sí que me has asustado, muchacho!

Ulman se volvió, y le dijo a modo de disculpa:

—Perdónele. Es que está… un poco nervioso.

—¿Qué podías estar soñando para gritar de ese modo? —La mujer le miró con curiosidad bajo sus párpados hinchados y a medio abrir.

—He tenido una pesadilla —le respondió Artyom—. Le ruego que me disculpe.

—¿Una pesadilla? Pues sí que sois sensibles los jóvenes —Y empezó una vez más a gimotear y a quejarse.

Artyom había dormido durante un rato sorprendentemente largo. No se había enterado de que habían hecho un alto en la Novoslobodskaya. No tuvo tiempo de acordarse de algo verdaderamente importante que había comprendido al finalizar su sueño, porque el transporte llegaba ya a la Prospekt Mira.

La situación de aquel lugar se diferenciaba notablemente de la generosa satisfacción de la Belorusskaya. El transporte de mercancías no tenía un gran papel en la Prospekt Mira. Además, le llamó la atención el gran número de soldados, sobre todo unidades especiales, y oficiales con el distintivo de los pioneros. Al otro extremo del andén había algunas dresinas motorizadas sobre las vías, con vigilancia. Estaban cargadas de enigmáticas cajas y cubiertas de lona. En medio de la sala, sobre el suelo, se sentaban unas cincuenta personas no muy bien vestidas. Arrastraban enormes sacos con todos sus bienes y sus caras mostraban su desconcierto.

—¿Qué ha sucedido aquí? —le preguntó Artyom a Ulman.

—Aquí no ha sucedido nada, pero sí en tu estación, en la VDNKh —respondió éste—. Parece que quieren cegar el túnel. Si los Negros llegan a la Prospekt Mira, la Hansa se verá en serios apuros. Probablemente estarán preparando un ataque preventivo.

Cuando pasaron a la Línea Kaluzhsko-Rizhskaya, Artyom comprobó que la hipótesis de Ulman era cierta. Las unidades especiales de la Hansa operaban incluso en la estación radial, donde, en realidad, no tenían nada por hacer. Los accesos a los dos túneles del norte, los que conducían a la VDNKh y al Jardín Botánico, estaban bloqueados; la Hansa había improvisado a marchas forzadas sus propios puestos de control. Apenas si había nadie en el mercado, y la mitad de las tiendas estaban vacías. Los hombres hablaban entre susurros, agitados, como si una gran desgracia hubiera amenazado a la estación. En un rincón se apiñaban varias docenas de personas, familias enteras con sacos y bolsas. Se había formado una larga cola frente a una mesita en la que se leía «Registro de refugiados».

—Espérame aquí, voy en busca de nuestro hombre —dijo Ulman. Dejó a Artyom junto a los puestos de venta y desapareció entre la multitud.

Artyom, sin embargo, tenía otros planes. Saltó a las vías, se dirigió a uno de los puestos de control y le habló a un guardia fronterizo de aspecto malhumorado:

—¿Aún es posible llegar a la VDNKh?

—Sí, aún es posible, pero yo te aconsejo que no lo intentes —le respondió este—. ¿No lo has oído? Unos devoradores de hombres se han arrastrado hasta allí. Se han apoderado de la mayor parte de la estación. Tendrán que abandonarla, aunque los tacaños de nuestros dirigentes les provean de munición gratuita para que puedan aguantar hasta mañana…

—¿Qué sucederá mañana?

—Mañana lo haremos explotar todo. Pondremos dinamita en los dos túneles, a trescientos metros de la Prospekt, y provocaremos un derrumbe.

—¿Pero por qué no los ayudáis? ¿La Hansa no dispone de fuerzas suficientes?

—Ya te he dicho que son devoradores de hombres. Forman un gran número. No podemos hacer nada contra ellos.

—¿Y qué pasará con los habitantes de la Rizhskaya? ¿Y de la VDNKh?

—Les advertimos hace ya algunos días. Y por eso van viniendo hacia aquí. La Hansa los acoge a todos ellos, no somos criaturas inhumanas. Pero más les valdrá que se den prisa. Cuando llegue la hora, el túnel quedará cerrado. Y tú procura regresar enseguida… ¿Por qué vas allí? ¿Por negocios? ¿Por familia?

—Por ambas cosas —le dijo Artyom, y el guardia fronterizo, comprensivo, asintió con la cabeza.

Ulman estaba bajo uno de los arcos y negociaba en voz baja con un joven alto y con un hombre mayor de aire severo, que vestía uniforme de conductor del Metro, e indudablemente era el director de la estación.

—El vehículo está arriba, tiene el depósito lleno —le decía el joven, y señaló a dos grandes bolsas de cuero—. Aquí tenéis aparatos de radio y trajes aislantes, así como un Pecheneg[70] y un Dragunov.[71] Podéis subir cuando queráis. ¿En qué momento tenéis que salir?

—Hemos de dar la señal dentro de ocho horas —le respondió Ulman—. Tenemos hasta entonces para llegar a ese sitio. —Se volvió hacia el director de la estación—. ¿La puerta hermética funciona?

—Desde luego —le confirmó éste—. En cuanto usted me lo diga. Pero antes tendremos que apartar a la gente para evitar que cunda el pánico.

—Bien. Yo, por mi parte, no le pido nada más. Ahora descansaremos cinco horas, y luego nos pondremos en marcha. ¿Qué te parece, Artyom? ¿Nos acostamos un rato?

Artyom se llevó a un lado a su compañero.

—No puedo. Tengo que ir a toda costa hasta la VDNKh. Para despedirme y ver en qué estado se encuentra. Tenías razón: van a cegar todos los túneles que parten de la Prospekt Mira. Aunque regresemos vivos de la superficie, no volveré a ver jamás mi estación. Tengo que ir.

—Escucha, si te da miedo salir a la superficie porque allí están los Negros… —empezó a decirle Ulman, pero se calló al ver la mirada de Artyom—. Lo decía en broma. Disculpa.

—De verdad, no me queda otro remedio. —Artyom no habría podido explicar bien aquella sensación, pero sabía muy bien que iría a la VDNKh. A cualquier precio.

—Está bien. Si no queda otro remedio, es que no queda otro remedio —murmuró el soldado, confuso—. Pero no tendrás tiempo para regresar hasta aquí. Sobre todo, si vas a despedirte. Entonces lo haremos así: Pashka y yo —Pashka es el que lleva las bolsas— queríamos ir directos a la torre, pero podríamos dar un rodeo y pasar cerca de la antigua entrada de la VDNKh. La nueva está hecha ruinas, eso seguro que ya lo sabíais vosotros. Te esperaremos allí. Dentro de cinco horas y cincuenta minutos. Si llegas tarde, tendrás que sufrir las consecuencias. ¿Ya tienes el traje aislante? ¿Y un reloj? Toma, toma el mío —se quitó un reloj de pulsera metálico—, entretanto llevaré el de Pashka.

—Dentro de cinco horas y cincuenta minutos. —Artyom asintió, le dio la mano a Ulman y corrió hacia el puesto de control.

Al verle de nuevo, el guardia fronterizo meneó con la cabeza. Entonces, Artyom se acordó de algo.

—¿Todavía ocurren fenómenos extraños en este túnel? —preguntó.

—¿Te refieres a ese problema con los tubos? Ya lo han arreglado. Dicen que ahora la gente se marea un poco al pasar por allí, pero que por lo menos nadie se muere.

Artyom asintió con la cabeza para darle las gracias, encendió la linterna y entró en el túnel.

Durante los primeros diez minutos, pensó a la vez en todas las cosas imaginables: en los peligros que le acechaban en el túnel, en la vida bien organizada y racional que llevaban los habitantes de la Belorusskaya, en los transportes colectivos y en los verdaderos convoyes de metro. Pero, poco a poco, las tinieblas devoraron aquellos pensamientos superfluos, aquellos pensamientos que relampagueaban en vano. Primero vinieron a él la calma y el vacío, y luego se puso a pensar en algo totalmente distinto…

El viaje tocaba a su fin. Artyom no habría sabido decir cuánto tiempo había durado. Quizás hubieran pasado dos semanas, o quizá más de un mes.

Qué sencillo, qué breve le había parecido el camino cuando, sentado en la Alexeyevskaya, a la luz de la linterna, había estudiado su viejo plano de la red de metro, y había tratado de imaginar el camino hasta la Polis. En aquellos días le aguardaba un mundo sobre el que no sabía absolutamente nada, y por eso había elegido el camino más corto, sin dedicarle tiempo para reflexionar. Pero la vida lo había llevado por otro camino, un camino intrincado, difícil, peligroso para su supervivencia, que a menudo les había costado la vida a los hombres que por casualidad le habían acompañado brevemente.

Se acordó de Oleg. En la Polyanka, Segey Andreyevich le había dicho que cada uno tenía su destino. ¿Era posible que el destino de la breve vida de aquel niño hubiera sido morir de una muerte horrible para salvar a otros hombres? ¿Para que éstos pudieran seguir adelante con lo suyo?

Artyom se sentía frío y desgraciado. Si aceptaba aquella hipótesis, tendría que dar por bueno también el sacrificio. Tendría que creer que él mismo había sido elegido, que se le permitía continuar con su camino, aun cuando otros perdieran la vida o tuvieran que sufrir. ¿Acaso eso significaba que Artyom tenía el derecho de pisotear el destino de los demás, de destruirlo… tan sólo para cumplir el suyo?

Oleg era demasiado pequeño para preguntarse por qué estaba en el mundo. Pero, si hubiera podido pensar en ello, difícilmente habría estado de acuerdo con semejante destino. Seguro que el crío habría elegido representar su papel de manera más consciente, tener un papel más significativo en este mundo. Y si hubiera tenido que sacrificar su propia vida para salvar vidas ajenas, habría cargado con esa cruz con plena consciencia, por voluntad propia.

Artyom se acordó de Mikhail Porfiryevich, de Danila y de Tretyak. ¿Para qué habían muerto? ¿Por qué había sobrevivido él? ¿Quién había podido otorgarle esa posibilidad, ese derecho? Se lamentó que Ulman no se encontrara ya a su lado: habría puesto fin a sus dudas con un comentario burlón. La diferencia entre ambos radicaba en que Artyom, a causa de las experiencias que había vivido durante su viaje, veía el mundo como un caleidoscopio, mientras que la dura vida de Ulman le había enseñado a este a ver las cosas de una manera sencilla. A saber: por la mira de un fusil de precisión. Artyom no sabía cuál de los dos tenía razón, pero ya no creía que para cada pregunta existiese una respuesta única, una respuesta verdadera.

En general, todo lo que se encontraba en la vida, y muy especialmente en el metro, era confuso, se transformaba, era relativo. El primero en explicárselo había sido Kan, en referencia a los relojes de la estación. Pero si el tiempo, uno de los fundamentos de la percepción de este mundo, era ficticio y dependiente de otros factores, ¿qué se podía decir de las otras representaciones de la vida que parecían inmutables?

Todo, desde las voces que se oían en las tuberías de aquel túnel, hasta el resplandor de las estrellas del Kremlin y los eternos secretos del alma humana, tenía siempre varias explicaciones. Y lo más importante: existían más variadas respuestas a la pregunta: ¿Para qué? Todos los seres humanos con los que se había encontrado Artyom, desde los caníbales de la Park Pobedy hasta los luchadores de la Brigada Che Guevara, tenían sus propias respuestas. Tanto los sectarios como los satanistas, tanto los fascistas como los filósofos armados, a la manera de Kan. Y era eso lo que hacía que fuera tan difícil para Artyom encontrar la respuesta adecuada para él. Cada día tomaba conciencia de una nueva variante, y por ello no podía creer que una de ellas fuera la correcta, porque al día siguiente tal vez tropezaría con una nueva que no sería ni menos exacta ni menos amplia.

¿A quién tenía que creer? ¿En qué? ¿En el Gran Gusano, en un dios devorador de hombres, que tenía como modelo un tren impulsado por energía eléctrica y parecía haber creado la vida en esta tierra abrasada y estéril? ¿En un Jehová colérico y celoso? ¿En su orgulloso antagonista, Satán? ¿En la victoria del comunismo en la totalidad de la red de metro? ¿En la superioridad de los rubios de nariz aguileña sobre los que tienen la piel oscura y el cabello rizado? Algo le susurraba a Artyom que no existía ninguna diferencia entre ellos, que todas las creencias le servían al hombre solamente como una especie de bastón en el que podía apoyarse, que le ayudaba a encontrar su camino, y le servía para ponerse en pie cada vez que se caía. De niño, Artyom se había divertido una vez con una historia que le contó su padre adoptivo, en la que un mono tomaba un bastón con la mano y se transformaba en hombre. En aquel momento se le ocurrió que el avispado macaco no había vuelto a soltar el bastón, y que seguía caminando erguido.

Entendía que el hombre necesitara aquel sostén. Sin él, la vida quedaba vacía como un túnel abandonado. Artyom oía aún el desesperado grito que lanzó el bárbaro al descubrir que el Gran Gusano solo era una invención de sus sacerdotes. Él mismo había sentido algo semejante cuando le habían dicho que los Observadores Invisibles no existían. Con todo, para él había sido relativamente fácil decirles adiós a los Observadores, al Gusano y a todos los otros dioses.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Acaso él era diferente, más fuerte que los demás? Artyom era consciente de que se estaba mintiendo a sí mismo. También él llevaba un bastón en la mano, y tuvo que hacer acopio de todo su valor para confesárselo a sí mismo.

Su sostén era la consciencia de que le había sido confiada una misión de enorme importancia, de que la supervivencia de la red de metro entera estaba en juego, y de que aquella misión no había recaído en su persona por casualidad. Conscientemente, o no, Artyom había buscado siempre pruebas de que había sido elegido para el cumplimiento de aquella misión, pero no por Hunter, sino por un poder superior. Aniquilar a los Negros, liberar de ellos a su estación y sus amigos, impedir que destruyeran el Metro entero… todo eso podía muy bien ocupar un lugar central como misión de una vida. Y todo lo que Artyom había experimentado en el curso de sus vagabundeos apuntaba a una única evidencia: que él no era como los demás; que se le había confiado un destino especial; era él quien tenía que acabar con aquella plaga, para que esta no acabara con el resto de la humanidad. En tanto que supiera encontrar su camino, e interpretara correctamente los signos que se le enviaban, su absoluta voluntad de triunfar se impondría a la realidad, jugaría con las posibilidades determinadas por la estadística, desviaría balas, cegaría a monstruos y enemigos y haría aparecer a sus aliados en el momento y en el lugar oportunos. ¿Cómo podía entenderse, si no, que Danila le hubiera entregado el plano de la base de misiles, y que ésta, hacía varias décadas, se hubiese salvado de la destrucción como por un milagro? ¿Cómo se podía explicar, si no, que se hubiera encontrado con uno de los pocos, si no con el último experto en misiles que quedaba con vida en el Metro? ¿Había sido la providencia personal de Artyom la que, bajo la forma de ese hombre, le había puesto en las manos una poderosa arma para exterminar a aquel poder inexplicable e inmisericorde? ¿Cómo se podía explicar, si no, que se hubiera salvado siempre milagrosamente de las situaciones más desesperadas? No, mientras creyera en su destino sería invulnerable, aun cuando los hombres que marchaban a su lado murieran uno tras otro.

Entonces sus pensamientos se deslizaron hacia lo que Sergey Andreyevich le había dicho en la Polyanka acerca del destino y del argumento de su vida. En aquel momento, sus palabras le habían dado nuevo ímpetu al joven, como un muelle negro y engrasado en el mecanismo gastado y herrumbroso de un autómata. Pero, al mismo tiempo, le habían resultado desagradables. Quizá porque aquella teoría le negaba a Artyom su libre albedrío. De acuerdo con ella, no tomaba decisiones por su capricho personal, sino porque se había insertado en la línea argumental de su destino. Pero, por otra parte, ¿cómo podía negar la existencia de esa línea, después de todo lo que le había sucedido? En aquel momento le era imposible creer que toda su vida no era más que un encadenamiento de azares. Y como había llegado hasta allí, tenía que seguir adelante. Ésa era la implacable lógica del camino que había elegido. Era demasiado tarde para titubear. Tenía que seguir adelante, aunque eso implicara hacerse responsable, no solo de su propia vida, sino también de la vida de otros. Los sacrificios no habían sido en vano, tenía que aceptarlos y recorrer su camino hasta el final, y cumplir el cometido por el que había venido a este mundo. Ése era su destino.

Pero ¿por qué no había tenido antes pensamientos tan claros? Siempre había dudado de su condición de elegido, se había dejado desviar por estupideces, había vacilado, aun cuando siempre hubiera tenido a mano la respuesta. Ulman tenía razón: ¿Para qué complicarse la vida?

En aquel momento, Artyom seguía adelante con nuevo ímpetu. No oyó ningún sonido en los tubos, ni tropezó con ningún peligro hasta llegar a la VDNKh. Con todo, se fue encontrando con gente a lo largo del camino, gente que se dirigía a la Prospekt Mira. Era un torrente de criaturas desdichadas, acosadas, que habían tenido que dejarlo todo para huir. Le miraban como si estuviera loco: era el único que se atrevía a salir al encuentro del terror, mientras que los otros huían del lugar maldito. No encontró ningún control ni en la Rizhskaya ni en la Alexeyevskaya. Debía de llevar una hora y media de camino, pero estaba demasiado ensimismado con sus pensamientos para darse cuenta de que estaba a punto de llegar a la VDNKh.

Cuando por fin entró en la estación y miró en derredor, se sobresaltó: la VDNKh estaba exactamente igual que la estación que había visto en sus sueños. La mitad de las lámparas no funcionaba, olía a pólvora, se oían gemidos a lo lejos, una mujer lloraba.

Artyom empuñó el fusil y siguió adelante. Estaba claro que los Negros habían conseguido, por lo menos una vez, atravesar las barreras y entrar en la estación. Una parte de las tiendas estaba hecha trizas, y en algunos sitios se veían manchas de sangre en el suelo. Algunas tiendas aún estaban habitadas, aquí y allá se veía incluso la luz de una linterna a través de la lona.

Se oían disparos en el túnel norte. A su entrada había una barricada de sacos de tierra, alta como una persona, y detrás de ella estaban apostados tres hombres que vigilaban el túnel, apuntando con los fusiles entre los sacos.

—¿Artyom? ¡Artyom! ¿Cómo es que apareces ahora? —oyó que le decía de pronto una voz familiar.

Artyom se volvió y vio a Kiril, el mismo que, al principio de su viaje, le había hablado de la caravana. Llevaba un brazo en cabestrillo, y su cabello se veía aún más hirsuto que entonces.

—En todo caso, he vuelto —le replicó vagamente Artyom—. ¿Cómo estáis aquí? ¿Dónde está el tío Sasha? ¿Y Zhenya?

—Zhenya… —el rostro de Kiril se entristeció—. No tuvo suerte… lo mataron hace ya una semana.

Artyom sintió que se le paraba el corazón.

—¿Y mi padre?

—Sukhoy está sano y salvo, y dando órdenes. Lo encontrarás en el hospital. —Kiril señaló a la escalera que conducía a la nueva salida de la estación.

La impresión que producía el «hospital» era bien lúgubre. Tan sólo unos pocos hombres —alrededor de cinco— estaban heridos de verdad. Los demás pacientes eran de otro tipo. Acurrucados como bebés, yacían en hilera dentro de sacos de dormir. Tenían los ojos como desorbitados, y con la boca a duras penas abierta pronunciaban cosas sin sentido. No los cuidaba una enfermera, sino un soldado que sostenía un frasco de cloroformo con la mano. Si alguno de los que estaban encogidos en el suelo sufría convulsiones, o se ponía a chillar, y amenazaba con contagiar su agitación a los demás, el soldado les ponía en la cara una gasa empapada de narcótico. Entonces, aun cuando el hombre no se durmiera —seguía con los ojos abiertos—, por lo menos callaba un rato.

Artyom no pudo encontrar de inmediato a Sukhoy. Su padre adoptivo había estado hablando con el médico de la estación en una dependencia separada, pero, al salir, estuvo a punto de chocar con el muchacho.

—¡Artyomka! Estás vivo… gracias a Dios… —murmuró, y acarició en el hombro a Artyom, como si hubiera querido convencerse de que realmente estaba allí.

Artyom lo abrazó con fuerza. Había tenido miedo, como un niño, de que su padre adoptivo le riñera: que si dónde se había metido, que si vaya irresponsabilidad, que por qué no sabía comportarse como el adulto que era… pero Sukhoy se limitó a abrazarlo con fuerza y retenerlo durante largo rato. Cuando por fin se soltaron, Artyom vio, con gran turbación, que su padre adoptivo tenía los ojos llenos de lágrimas.

Sin entretenerse en contarle todas sus aventuras, le explicó brevemente dónde había estado y qué había conseguido. Luego le dijo por qué había vuelto.

Sukhoy negó con la cabeza y se puso a despotricar sobre Hunter, pero luego calló, y dijo que sobre los muertos solo se puede hablar bien, o callar. Él tampoco tenía ninguna idea de lo que le había ocurrido al Cazador.

—¿Ves en qué situación nos encontramos? —la voz de Sukhoy se endureció de nuevo—. Cada noche acuden en manada. No tenemos suficientes cartuchos. Hace poco nos llegó una vez más una dresina con municiones desde la Prospekt Mira, pero ha sido como una gota sobre piedra caliente.

—Quieren hundir el túnel de la Prospekt, para aislar la VDNKh y las demás estaciones.

—Lo sé… temen a las aguas subterráneas, por eso no se atreven a acercarse más a la VDNKh. Pero a la larga no les servirá de nada… los Negros encontrarán otros accesos.

—¿Cuándo te marcharás de aquí? No quedan ni siquiera veinticuatro horas, y tendrías que recoger el equipaje…

Sukhoy le contempló durante largo rato, como estudiándole con la mirada.

—No, Artyom, sólo hay un camino por el que puedo salir de aquí, y ese camino no lleva a la Prospekt Mira. Tenemos treinta heridos. ¿Acaso vamos a abandonarlos? Y, por otra parte, ¿quién defenderá esta posición mientras yo me pongo a salvo? ¿Cómo voy a decirle a alguien que se quede aquí, y que luche con ellos hasta morir para frenar su avance, y luego largarme? No… —exhaló un suspiro—. Si es por mí, que hundan el túnel. Nos quedaremos aquí mientras podamos. Quiero morir como un hombre honrado.

—Entonces, me quedaré con vosotros. Van a disparar los misiles incluso sin mí. Así, al menos, podré ayudaros.

—¡No, no, tú tienes que marcharte! Nuestra puerta funciona perfectamente, y la escalera está entera, llegarás enseguida a la salida. ¡Tienes que ir con ellos… no saben con quién se van a tener que enfrentar!

Artyom sospechó que su padre adoptivo le hacía marcharse para salvarle la vida. Trató de replicarle, pero Sukhoy no quiso oír nada más.

—En tu grupo, eres el único que sabe de qué son capaces los Negros.

Su padre adoptivo señaló a los tullidos que estaban en el suelo.

—¿Qué les ocurre?

—Se hallaban en el túnel y han enloquecido. A estos de aquí, por suerte, nos los pudimos llevar. Pero los Negros han descuartizado a muchos hombres cuando aún estaban vivos. Tienen una fuerza increíble. Y cuando vienen y empiezan a aullar, no hay nadie que sea capaz de soportarlo. Tú mismo lo sabes. Algunos de nuestros voluntarios se habían sujetado con esposas para no huir. Todos los que conseguimos liberar a tiempo están aquí. No tenemos muchos heridos, porque cuando los Negros capturan a alguien es muy difícil que pueda escapar.

Artyom tragó saliva.

—A Zhenya… ¿lo capturaron?

Sukhoy asintió, y Artyom prefirió no preguntarle los detalles.

En el lúgubre silencio, su padre adoptivo le dijo:

—Ven, charlemos un rato, ahora que todavía estamos tranquilos. Incluso me queda un poco de té. ¿Quieres comer algo?

Le pasó el brazo por los hombros a Artyom y lo llevó al despacho de dirección.

El muchacho iba mirando por todas partes, conmocionado. No podía creer que, durante las tres semanas que había durado su ausencia, la VDNKh hubiera podido transformarse de aquella manera. En aquella estación que había sido tan confortable, tan animada, reinaban el miedo y la desesperación. Su instinto le decía que se marchara de allí.

A lo lejos se oía una ametralladora. Artyom agarró su propia arma, pero Sukhoy se lo impidió.

—Disparan sólo para asustarlos. Todavía faltan algunas horas para el próximo ataque. Eso parece. Los Negros vienen en oleadas. Hace poco que nos hemos defendido de la última. No tengas miedo… cuando se enfrentan a algo serio, activan las sirenas para dar la alarma.

Artyom reflexionó. Aquel sueño… pero era totalmente imposible que un encuentro de verdad terminara sin víctimas. Aparte de que Sukhoy no le permitiría que se adentrara en solitario por el túnel. Tuvo que renunciar a su disparatada idea. Le aguardaban ocupaciones más importantes.

Entonces, mientras estaban sentados en el cuarto tomándose un té, Sukhoy le dijo:

—Yo ya sabía que vendrías, y que volveríamos a vernos. Hace una semana vino un hombre que te buscaba.

—¿Quién? —le preguntó Artyom con cierta prevención.

—Dijo que tú lo conocías. Un hombre alto, delgado, con barba. Tenía un nombre extraño…

—¿Kan?

—Exacto. Me dijo que regresarías, y parecía tan seguro que, por primera vez, me tranquilicé. Me dio esto para ti. —Sukhoy tomó una cartera en la que guardaba anotaciones que solo él podía comprender y cosas diversas, y sacó una hoja de papel doblada dos veces.

Artyom la abrió y leyó lo que decía. Se trataba de una breve anotación, escrita con letra nerviosa y descuidada:

Quien tenga el valor y la perseverancia necesarios para pasarse la vida escudriñando las tinieblas, también será el primero que reconozca el despuntar de la aurora.

—¿No te dejó nada más? —le preguntó Artyom.

—No. Pienso que tal vez sea información en clave. Al fin y al cabo, ese hombre vino hasta aquí sólo por eso.

Artyom se encogió de hombros. La mitad de las cosas que Kan había dicho y hecho le habían parecido totalmente absurdas. Pero la otra mitad le había hecho ver el mundo bajo otra luz. ¿Cómo iba a entender aquella nota?

Durante largo rato, bebieron té y charlaron. Artyom no podía librarse del pensamiento de que estaba viendo por última vez a su padre adoptivo. Era como si quisiera hablar con él durante el tiempo suficiente para que le bastara ya para toda la vida.

Luego sería hora de marcharse.

Sukhoy agarró la palanca que estaba al lado de las escaleras automáticas, y la pesada cortina de hierro se levantó, chirriando, hasta una altura de un metro. El agua de lluvia que se había encharcado afuera vino adentro. Artyom se quedó con los pies embarrados hasta los tobillos, y le sonrió a Sukhoy, aunque las lágrimas le salieran a los ojos. Iba a despedirse cuando, en el último momento, se acordó de lo más importante. Sacó el libro infantil que llevaba en la mochila, pasó las hojas hasta que encontró la foto y se la enseñó a su padre adoptivo. El corazón le palpitaba con fuerza en su nerviosismo.

—¿Quién es ésa? —le preguntó Sukhoy.

—¿La conoces? Mírala bien. ¿No es mi madre? Tú la viste cuando te pidió ayuda.

Sukhoy sonrió con tristeza.

—Artyom… ahora no podría reconocer su rostro. Estaba muy oscuro, y yo sólo me fijaba en las ratas. Ya no me acuerdo de ella. Sí que me acuerdo de ti… recuerdo cómo me agarraste la mano, y no lloraste en ningún momento. Pero de ella no me acuerdo. ¡Perdóname!

—Gracias. ¡Adiós! —Artyom estuvo a punto de llamar «padre» a Sukhoy, pero el nudo que se le había formado en la garganta lo impidió—. Quizá volvamos a vernos. —Se puso la máscara de gas, se agachó, pasó por debajo de la cortina de hierro y subió por los inseguros escalones de la escalera mecánica, con la arrugada fotografía junto al pecho.