Se habían dado cuenta ya de su ausencia, y se habían detenido. Un foco de luz recorría nerviosamente el túnel de un lado para otro, y, cuando por fin encontró a Artyom, este, por seguridad, levantó las manos y gritó:

—¡Soy yo! ¡No disparéis!

La luz se apagó. Artyom fue hacia ellos, dispuesto a soportar una buena bronca. Pero, cuando hubo llegado, Melnik se limitó a preguntarle:

—¿Has oído algo?

Artyom asintió, pero no les contó nada de lo que había visto. Quizá lo hubiera soñado. En los últimos tiempos, se había acostumbrado a la idea de que, en el Metro, un hombre no podía confiar siempre en sus sentidos.

¿Qué había sido aquello? ¿Un tren en marcha? ¡Claro que no! Hacía décadas que el Metro no disponía de electricidad suficiente para desplazar un tren entero. Pero la segunda posibilidad era aún más increíble: los bárbaros contaban que aquel día no se podía acceder a las galerías sagradas del Gran Gusano. Decían que era un día prohibido… no se le ocurrió nada más. Para estar seguro, le preguntó al Stalker:

—Los trenes ya no funcionan, ¿verdad?

El otro lo miró de mal humor.

—¿Pero qué dices? Desde que se detuvieron, no han vuelto a funcionar. Durante estos años, los habitantes del Metro han ido desmontando sus piezas y se las han llevado por toda la red. ¿Te referías a esos ruidos? Creo que se trataba de aguas subterráneas. El río está muy cerca de aquí, hemos pasado por debajo. Da igual, al diablo con eso, ahora tenemos otros problemas. En primer lugar, hemos de averiguar dónde estamos.

Artyom no insistió. No quería que el Stalker le tomara por loco. Al fin y al cabo, la segunda hipótesis le habría sonado aún más absurda.

Ciertamente, el río no se encontraba muy lejos. En la oscura quietud del túnel se oía el desagradable sonido de las gotas de agua que caían desde el techo y el rumor de los negros arroyuelos que se formaban junto a las vías. Las paredes y la bóveda del túnel tenían como un brillo húmedo, estaban cubiertas de moho blanquecino. En algunos momentos tuvieron que vadear charcos. Artyom sabía que, en los túneles, había que tener miedo del agua, porque la humedad penetraba siempre por los lugares que el hombre había abandonado y olvidado. Si no había nadie que se encargara del mantenimiento del túnel y luchara contra las aguas, al final se abrían agujeros. Sukhoy le había hablado, incluso, de túneles y estaciones totalmente inundados. Sin embargo, éstas solían ser las más profundas, y se encontraban más bien en la periferia de la red de metro, por lo que el problema no solía afectar al conjunto de la línea. En todo caso, las pequeñas gotas que brillaban en las paredes le parecían a Artyom otras tantas perlas de sudor sobre la frente de un moribundo solitario.

Pero, a medida que avanzaban, el terreno volvía a estar seco. Los arroyuelos se agotaban, el moho desaparecía gradualmente, se hacía más fácil respirar. El túnel llevaba hacia abajo, y en los trechos posteriores estaba totalmente vacío. Artyom se acordó una vez más de las palabras de Bourbon: un túnel vacío era un gran peligro. Los demás también parecían presentirlo. Cada vez con mayor frecuencia, echaban miradas hacia atrás, y se volvían de nuevo a toda velocidad, para no tener que mirar a los ojos a Artyom, que iba el último.

En todo momento anduvieron en línea recta, y no prestaron atención a las ramificaciones cerradas con rejas de metal, ni a las gruesas puertas también metálicas, que aparentemente se cerraban con grandes ruedas manuales. No fue hasta entonces cuando Artyom se dio cuenta de las increíbles dimensiones del laberinto que había sido excavado a lo largo de varias generaciones bajo la ciudad. Estaba claro que el Metro era tan sólo una parte de una gigantesca telaraña subterránea, formada por incontables galerías y pasadizos.

Algunas de las puertas que hallaron en su camino estaban abiertas. El fulgor de sus linternas prestaba a las salas abandonadas y las literas herrumbrosas un instante de vida fantasmagórica, y se perdía luego por los intrincados corredores. En todas partes reinaba una tremenda desolación. Artyom buscaba en vano los rastros más imperceptibles de presencia humana. Aquella gigantesca obra llevaba mucho tiempo muerta y abandonada; si hubieran hallado el cadáver de un ser humano, Artyom habría tenido menos miedo del que sentía entonces.

La larga marcha parecía eterna. El viejo iba cada vez más despacio, era evidente que sus fuerzas se agotaban, y ni los empujones ni los insultos lograban que acelerara el paso. El grupo no hacía apenas pausas, la más larga duraba medio minuto: lo que necesitaban los hombres que transportaban las andas para cambiar de costado. El hijo de Antón demostraba una sorprendente valentía. Su fatiga también era visible, pero no se quejó ni una sola vez, sino que corría junto a los hombres, jadeante, pero sin rendirse.

De pronto, los soldados que iban en cabeza empezaron a hablar animadamente. Artyom miró entre sus anchas espaldas y comprendió lo que ocurría. Acababan de llegar a una nueva estación.

Era casi idéntica a la anterior: un techo bajo que reposaba sobre columnas gruesas como patas de elefante. Las paredes de granito estaban pintadas de color liso, al óleo, y no tenían ningún tipo de adorno. En esta ocasión, el andén era tan exageradamente amplio que no se alcanzaba a ver el otro lado. A primera vista, parecía que dos mil personas hubieran podido estar allí al mismo tiempo para esperar un tren. Pero tampoco en este caso descubrieron una sola alma humana, la herrumbre había dejado las vías de color negro, y las traviesas estaban podridas y cubiertas de moho. El nombre de la estación, escrito con molduras de bronce, sobresaltó a Artyom. Una vez más leyó las enigmáticas palabras: ESTADO MAYOR. Al instante se acordó de los militares de la Polis, y pensó en el siniestro fuego vagabundo que se encontraba en la pequeña plaza, frente al bombardeado edificio del Ministerio de Defensa.

Melnik levantó una mano. Al instante, la unidad de combate se detuvo.

—Conmigo, Ulman —Al mismo tiempo que daba esta breve orden, el Stalker subió al andén.

Un soldado alto como un oso que había estado caminando junto a él trepó también hasta la plataforma y le siguió. El débil y furtivo eco de sus pasos desapareció enseguida en el silencio que reinaba en la estación. Los otros miembros del grupo tomaron posiciones de combate y se apostaron para vigilar el túnel en ambas direcciones. Protegido por sus camaradas, Artyom contempló con más detenimiento aquel lugar.

Entonces, el niño le tiró de la manga.

—¿Papá se va a morir?

Artyom se volvió hacia él. Oleg le miraba con ojos suplicantes, y Artyom advirtió que estaba a punto de echarse a llorar. Negó con la cabeza para tranquilizarle, y le acarició la cabeza.

Oleg sollozaba.

—¿Tengo yo la culpa por haber contado dónde había trabajado papá? ¿Le han hecho daño por eso? Papá me había dicho siempre que no se lo contara a nadie. Me había dicho que a la gente no le gustaban los hombres que habían estado en las Tropas de Misiles. Papá me había dicho que no había de qué avergonzarse, que no habían hecho nada malo, que las Tropas de Misiles tan sólo querían defender el país. Y que los otros estaban envidiosos.

Artyom tuvo la precaución de mirar al sacerdote. Estaba sentado en el suelo, agotado, miraba al vacío y no prestaba atención a lo que decían.

Al cabo de unos minutos regresaron los dos exploradores. La unidad de combate se reunió en torno al Stalker, y éste les informó de la situación.

—La estación está vacía, pero la utilizan. En algunas partes se encuentran representaciones del gusano ese. Y también había un plano pintado a mano sobre la pared. Si la información que proporcionaba era correcta, esta línea lleva hasta el Kremlin. Allí se encuentra la estación central, con conexiones con otras líneas. Una de ellas nos conducirá hasta la Mayakovskaya. Tenemos que ir hasta allí. No deberíamos encontrar nada por el camino. No nos meteremos por ninguno de los pasillos laterales. ¿Alguna pregunta?

Los hombres se miraban entre ellos, pero nadie dijo nada. Sin embargo, el viejo, al oír la palabra «Kremlin», salió de su apatía, preso del terror, y empezó a mover violentamente la cabeza y a gemir. Melnik se acercó a él y le quitó la mordaza de la boca.

—¡Allí no! ¡No! —murmuraba el sacerdote—. ¡No quiero ir al Kremlin! ¡Dejadme aquí!

—¿Cuál es el problema? —le preguntó el irritado Stalker.

El viejo se echó a temblar, y repitió, presa del horror:

—¡Al Kremlin no! ¡Nosotros nunca vamos allí! ¡Yo no quiero ir!

—Pues tanto mejor. Si no vais nunca allí, tendremos un problema menos. El túnel está vacío y limpio. Los pasillos laterales no me interesan. Creo que lo mejor será que tomemos el camino que pasa por el Kremlin.

Los soldados se pusieron a murmurar. Artyom se acordó de la maligna luz de las torres del Kremlin, y entendió que no fuera el sacerdote el único que tenía miedo de aquel lugar.

—¡Basta ya! —gritó Melnik para interrumpir el murmullo—. Sigamos adelante. Se nos acaba el tiempo. Para ellos, hoy es un día prohibido, por eso no hay nadie en el túnel. Pero quién sabe cuánto durará. ¡Ponedlo en pie!

—¡No! ¡Yo no voy allí! ¡No quiero! —chilló el viejo, totalmente fuera de sí. Cuando uno de los hombres se acercó a él, movió los dedos de manera casi imperceptible. Entonces, cuando los soldados le apuntaron con sus armas, se puso en pie con fingida obediencia. De súbito, sus manos atadas a la espalda se contrajeron convulsivamente, y chilló—: ¡Sí, caminad hasta el infierno! —Su carcajada triunfal se transformó, en unos segundos, en algo a medio camino entre grito y gorgoteo, su cuerpo fue presa de espasmos, y sobre sus labios aparecieron gruesos espumarajos. Los espasmos sacudieron los músculos de su rostro e hicieron que éste se transformara en una fea máscara, todavía más horrible porque las comisuras de sus labios apuntaban hacia arriba. Era la sonrisa más espantosa que Artyom hubiera visto jamás.

—Éste se ha despedido —les informó Melnik. Se acercó al cadáver del viejo y le dio la vuelta con la punta de la bota. El cuerpo rígido, casi como de piedra, cedió lentamente y giró hasta quedar de bruces en el suelo.

Al principio, Artyom pensó que el Stalker solo había querido ocultar el rostro del muerto, pero entonces comprendió el verdadero motivo de su acción: Melnik alumbró con la linterna las muñecas atadas del viejo. Con el puño derecho sostenía un dardo que él mismo se había clavado en el antebrazo izquierdo. Artyom no entendía cómo había logrado ocultar el dardo envenenado durante tanto tiempo, y por qué no lo había utilizado antes. Se apartó del cadáver y le tapó los ojos a Oleg.

Los hombres no se movían. Aun cuando Melnik les hubiera dado la orden de ponerse en marcha, parecía que hubieran echado raíces en tierra. El Stalker les dirigió una mirada inquisitiva. Estaba muy claro lo que tenían en la cabeza: ¿Qué les podía aguardar en el Kremlin, si el viejo había preferido suicidarse para no tener que ir hasta allí?

Pero no tenían tiempo para discutir. Melnik se acercó a las andas donde se encontraba Antón, que exhalaba leves gemidos, se agachó y sujetó uno de los agarres.

—¡Ulman! —gritó.

El explorador de anchos hombros titubeó brevemente, y luego ocupó su puesto al lado de Melnik. Siguiendo un repentino impulso, Artyom se acercó también a las andas. Finalmente, se les añadió un cuarto. Sin malgastar palabras, el Stalker se incorporó, y empezaron a caminar. Los demás les siguieron, y la unidad de combate avanzó de nuevo en formación.

—No queda mucho —dijo Melnik en voz baja—. Unos doscientos metros. Lo más importante es que encontremos el paso que nos lleve a la siguiente línea. Desde allí podremos ir hasta la Mayakovskaya, y luego ya veremos. Tretyak ha muerto. Tendremos que pensar en lo que haremos. Ahora no tenemos otro camino que éste.

Al oír estas palabras, Artyom sintió que algo se agitaba en su interior. El muchacho tenía que pensar en su propio camino. Por ello, al principio no prestó mucha atención a las otras palabras de Melnik. Pero luego, de pronto, cayó en la cuenta de lo que le había dicho, y le susurró:

—Antón… el herido… había estado con las Tropas de Misiles. ¡Él también sabrá cómo manejarlos! Todavía nos queda una posibilidad.

Melnik volvió la cabeza y miró, incrédulo, al comandante del turno de guardia, que yacía sobre las andas y, visiblemente, se encontraba cada vez peor. La parálisis había estado disminuyendo desde hacía rato, pero tenía fiebre. Sus gemidos se interrumpían repetidamente con medias frases, luego con órdenes incomprensibles pero airadas, con súplicas desesperadas, lloriqueos y murmullos. Cuanto más se acercaban al Kremlin, más fuertes se oían sus gritos, y más violentamente se agitaba sobre las andas.

—¡He dicho! ¡Que ninguna discusión! —gritaba en sueños a sus cantaradas—. ¡Ya vienen… cuerpo a tierra! Cobardes… pero qué… ¿qué ha sucedido con los otros? ¡Nadie puede hacer eso, nadie!

Antón tenía la frente húmeda, y Oleg, que caminaba al lado de las andas, aprovechaba todas las pausas —mientras los hombres cambiaban de posiciones— para limpiarle la cara con un paño. Melnik le iluminó con la linterna: vieron que Antón apretaba con fuerza las mandíbulas, que movía las pupilas de un lado para otro. Cerraba los puños con fuerza, y su cuerpo se movía, ora hacia un lado, ora hacia el otro. Las correas de lona impedían que se cayera, pero cada vez era más difícil transportarle.

Al cabo de otros cincuenta metros, Melnik levantó la mano, y el grupo entero se detuvo. Iluminó un signo pintado toscamente en el suelo: la ya conocida línea-serpiente, que chocaba con la cabeza contra una gruesa línea roja. Ulman emitió un débil silbido, y uno de los que iban atrás bromeó, nervioso:

—Cuando está la luz roja no se puede pasar.

—Esa norma se aplica a los gusanos, pero no a nosotros —dijo secamente Melnik—. ¡Adelante!

Siguieron avanzando más lentamente todavía. El Stalker se había puesto el aparato de visión nocturna e iba en cabeza. Pero no habían aminorado la marcha tan sólo por precaución. Desde la estación Estado Mayor, el túnel descendía, con una pendiente cada vez más pronunciada, y, aun cuando estuviera totalmente vacío, se arrastraba hasta ellos, desde el Kremlin, el invisible, pero igualmente perceptible soplo de una extraña presencia. Envolvía a los hombres, y estos, al fin, se convencieron de que allí, en las negras, impenetrables profundidades, se ocultaba algo inexplicable, gigantesco, malvado.

Esta sensación no podía compararse con las otras que Artyom ya conocía: ni con el oscuro torbellino que le había perseguido en la Sukharevskaya, ni con las voces de los tubos, ni con el temor supersticioso que inspiraban los túneles que iban a la Park Pobedy. Sentía cada vez con mayor fuerza que, en esta ocasión, había algo que verdaderamente subyacía a su inquietud, algo que no tenía alma, pero que, sin embargo, vivía.

Contempló al robusto soldado que caminaba al otro lado de las andas. El Stalker lo había llamado Ulman. Sintió la irreprimible necesidad de hablar con alguien, sobre lo que fuera. Lo importante era oír de nuevo una voz humana. De repente, se le ocurrió una pregunta, que ya le había preocupado en otra ocasión.

—¿Por qué brillan las estrellas del Kremlin?

—¿Y a ti quién te ha dicho que brillan? —le replicó Ulman, sorprendido—. Eso no es cierto. Lo que ocurre con el Kremlin es lo siguiente: al mirar hacia él, cada uno ve lo que quiere ver. Hay quien dice que el Kremlin dejó de existir hace tiempo, y que todo el mundo se imagina que lo está viendo. Porque tienen la esperanza de que su santo de los santos esté intacto.

—¿Pero qué le pasó exactamente?

—Eso no lo sabe nadie, con la posible excepción de tus caníbales. Yo todavía soy joven. En aquella época tenía unos diez años. Pero los que participaron en la guerra dicen que el enemigo no quiso destruir el Kremlin, y por ello emplearon allí un arma secreta. Un arma biológica. Al comienzo de la guerra. Los nuestros no la descubrieron, no dieron la alarma, y cuando se dieron cuenta de lo que ocurría, ya era demasiado tarde, porque lo que se había desarrollado allí lo devoraba todo, y atrajo incluso a los hombres que se hallaban en su entorno. Hoy día aún vive tras los muros del Kremlin, y está floreciente.

Artyom recordó las estrellas de las torres del Kremlin. Recordó su luz ultraterrena.

—¿Y cómo atrae a los hombres?

—¿Sabes?, antiguamente existía un insecto que se llamaba hormiga león. Excavaba como pequeños embudos en la tierra, se ponía en el fondo y abría las fauces. Cuando una hormiga pasaba por arriba y pisaba accidentalmente los bordes del hoyo, era su fin. La estación final. La hormiga león se movía un poco, la arena de los bordes caía hacia abajo y con ella la hormiga, directa hacia sus fauces. Con el Kremlin ocurre algo parecido. Basta con pisar el borde del abismo… y el abismo te engulle. —Ulman sonrió.

—¿Y por qué los hombres van hacia allí por sí mismos?

—¿Y yo cómo voy a saberlo? Hipnosis, seguramente… acuérdate de tus brujos comecerebros. De cómo nos han paralizado el seso. Antes de vivirlo tú mismo, no te lo habrías creído. Hemos estado a punto de no salir de allí.

—¿Y por qué vamos ahora de cabeza hacia la cueva del león?

—Esa pregunta será mejor que se la hagas al jefe. Pero, si lo he entendido bien, hay que subir arriba y mirar a las torres para que esa cosa te capture. Nosotros ya estamos dentro. Y aquí no hay nada a lo que podamos mirar…

Melnik se volvió, enfadado, y les silbó para que se callaran. Ulman dejó de hablar al instante. Y entonces oyeron lo que sus voces, hasta entonces, habían ocultado: un débil y siniestro… ¿borboteo? ¿gruñido? Desde el mismo momento en el que oyeron aquel sonido ciertamente inofensivo, pero, al mismo tiempo, cargante y desagradable, no pudieron sacárselo de la cabeza.

Entonces pasaron por tres puestas herméticas, tres puertas grandes, una detrás de otra. Las tres estaban abiertas, y una pesada cortina de hierro estaba subida hasta el techo.

«Las puertas», pensó Artyom. «Estamos en el umbral.»

El túnel se ensanchó, y entraron en una sala marmórea, tan grande que las linternas más potentes a duras penas llegaban hasta la pared opuesta. A diferencia de las otras estaciones secretas, esta tenía el techo muy alto, y reposaba sobre columnas enormes y muy adornadas. De arriba colgaban enormes arañas, en otro tiempo bañadas en oro, y luego recubiertas de pátina negra. Pero aún respondían con coquetos destellos a la luz de las linternas.

Varios mosaicos gigantescos adornaban las paredes. En ellos aparecía un individuo entrado en años, con chaqueta, perilla y una calva, así como hombres en uniforme de trabajo, mujeres jóvenes con atuendo discreto y pañuelos blancos anudados en torno a la cabeza, soldados con gorras de plato pasadas de moda. Y todos sonreían al individuo. También había escuadrillas de bombarderos que volaban por los cielos, tanques en formación, y, finalmente, el propio Kremlin.

No vieron escrito por ninguna parte el nombre de aquella maravillosa estación, pero esa misma circunstancia no les permitía dudar de dónde se encontraban.

Las columnas y las paredes estaban cubiertas de una capa de polvo de color gris, de casi un centímetro de grosor. Indudablemente, nadie había puesto un pie allí desde hacía décadas. La idea de que incluso los temerarios bárbaros evitaran aquel lugar resultaba inquietante.

Más allá, sobre las vías, se encontraba un extraño convoy. Constaba tan sólo de dos vagones, protegidos por un pesado blindaje, de color camuflaje verde oscuro. En lugar de ventanas tenía unas rendijas estrechas, semejantes a aspilleras, con cristales opacos. Las puertas —una por vagón— estaban cerradas. ¿Acaso los señores del Kremlin, al fin, no habían empleado su camino de fuga secreto?

Treparon al andén y se detuvieron allí.

—Así que era esto… —el Stalker levantó la mirada hasta donde se lo permitía el casco—. Me habían hablado tanto de este sitio… y no se parece en nada a lo que me habían contado.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Ulman.

—No tengo ni idea —confesó Melnik—. Primero vamos a ver lo que hay por aquí.

En esta ocasión, la unidad no se disolvió, y los hombres avanzaron todos juntos. La estructura de aquella estación recordaba la de las otras: un andén central, con vías a ambos lados que limitaban el espacio a derecha e izquierda. En los extremos había escaleras mecánicas, que se encontraban bajo formidables arcos. La más cercana subía, mientras que la otra se adentraba en las profundidades. Seguramente también debía de haber un ascensor, porque ninguno de los antiguos inquilinos del Kremlin debía de haberse tomado el tiempo de bajar hasta el andén por una escalera mecánica, como el resto de los mortales.

El embrujo que sentía Melnik contagió también a los demás. Iluminaron las altas bóvedas con las linternas, contemplaron las esculturas de bronce que se encontraban en la sala, los majestuosos murales. Constataron, estupefactos, la magnificencia de aquella estación, un verdadero palacio subterráneo, y hablaron en susurros, para no perturbar aquella sagrada quietud. Artyom también miraba de un lado para otro, entusiasmado. Había olvidado por completo los peligros, el suicidio del sacerdote y la hipnótica luz de las estrellas del Kremlin. Un único pensamiento le absorbía: ¡Qué maravilloso habría sido contemplar la estación bajo el resplandor de las arañas!

Se acercaron poco a poco al otro extremo de la sala, donde empezaban las escaleras mecánicas que descendían. Artyom trató de imaginarse lo que se ocultaría abajo. ¿Una estación suplementaria, cuyos trenes viajaban directamente hasta los búnkeres secretos de los Urales? ¿O tal vez había otras vías que conducían hasta los innumerables corredores de las criptas subterráneas y las mazmorras que se habían construido allí en tiempos remotos? ¿Una fortaleza en el subsuelo? ¿Una provisión estratégica de armas, medicinas y alimentos? ¿O simplemente una escalera interminable que se perdería de vista en la lejanía? ¿Acaso no se encontraban cerca del punto más profundo de la red de metro, del que le había hablado Kan?

Artyom se estaba entreteniendo deliberadamente con aquellas fantasías, y por ello tuvo un momento de vacilación al llegar al extremo de la escalera mecánica y encontrarse en posición de ver lo que de verdad se escondía allí. Por ese mismo motivo, el primero en llegar no fue él, sino el soldado que le había hablado de la hormiga león. Pero este, de repente, gritó y retrocedió de un salto. Al instante, Artyom comprendió lo que había ocurrido.

Poco a poco, como los personajes de un cuento que hubieran dormido durante cientos de años, y luego volvieran a la vida y estiraran sus miembros entumecidos, las dos escaleras mecánicas se habían puesto en movimiento. Los escalones descendían con un chirrido tenso, fatigoso, y esa imagen, por sí misma, inspiraba un terror indescriptible.

Allí había algo que no era como había de ser, algo que no encajaba con lo que Artyom había aprendido sobre las escaleras mecánicas, y que aún recordaba. Lo intuía, pero no era capaz de decir exactamente el qué.

Tuvo que ser Ulman quien le ayudara.

—¿Has notado el silencio? No hay ningún motor que las haga funcionar… la máquina está parada.

¡Por supuesto! ¡De eso se trataba! El chirrido de los escalones y el crujido de las ruedas dentadas sin engrasar eran el único sonido que emitía aquel ingenio. ¿El único? Entonces, Artyom escuchó de nuevo: el repugnante borboteo y ruido de masticación que habían oído ya en el túnel. Los ruidos venían de abajo, del lugar a donde conducían las escaleras. El muchacho hizo acopio de todo su valor, se acercó de nuevo a la escalera e iluminó el túnel por el que los escalones de color entre marrón y negro descendían a una velocidad cada vez mayor.

Por un instante creyó que el misterio del Kremlin se revelaba ante sus ojos. Vio que por las rendijas que quedaban entre los escalones salía una sustancia de un asqueroso color marrón, una sustancia aceitosa, fluida, e, indudablemente, viva. Emergía con un leve chapoteo y formaba pequeñas olas que se erguían y descendían de nuevo sobre los escalones acompasadamente en todos ellos, a lo largo de todo el trecho que quedaba a la vista de Artyom. Pero no se trataba de simples palpitaciones desprovistas de todo sentido: aquellas ondulaciones formaban parte, sin duda alguna de una gigantesca totalidad que movía los escalones con una fuerza poderosa. Abajo, en algún lugar, a docenas de metros de profundidad, aquella cosa sucia y aceitosa debía de extenderse sobre el suelo, espumear y henchirse, fluir y palpitar de un lado para otro, y era de ahí de donde surgían los extraños y repugnantes ruidos. El arco por el que se llegaba a la escalera se transmutó, a ojos de Artyom, en las fauces de un monstruo; la bóveda del pasillo era el esófago; y los escalones, la lengua de una deidad primigenia, terrorífica, a la que los intrusos habían despertado en su ignorancia.

Y entonces sintió como si una mano hubiera tocado suavemente su conciencia. De golpe, su cabeza quedó tan vacía como el túnel por el que había llegado hasta allí. Y entonces quiso hacer una sola cosa: pisar los escalones y, sin prisa, descender hasta el lugar donde finalmente hallaría la paz, y la respuesta a todas sus preguntas. Una vez más vio brillar las estrellas del Kremlin.

Un guante le golpeó en la mejilla. Sintió que la piel le ardía.

—¡Artyom! ¡Corre!

Se sobresaltó, y su mismo miedo lo paralizó: el caldo marrón estaba subiendo pasillo arriba. Se henchía sin cesar, crecía y espumeaba cual leche de cerda que llevara demasiado tiempo sobre el fogón. Las piernas de Artyom no obedecían a su dueño. Por un instante, los invisibles tentáculos se desasieron de su mente, pero luego la agarraron de nuevo y lo arrastraron hacia la oscuridad.

—¡Tira de él!

—Primero el crío. Deja de llorar…

—Cómo pesa esto, tío. Y además el herido…

—¡Deja las andas! ¿Qué piensas hacer con las andas?

—Espera, voy para ahí, si somos dos será más fácil.

—¡La mano, dame la mano! ¡Ahora!

—Santa Madre de Dios… ya ha salido…

—Sujeta bien fuerte… ¡no mires, no mires para allá! ¿Me oyes?

—¡Qué asco! ¡Qué asco!

—¡A mí! ¡Es una orden! ¡Si no obedecéis, disparo!

Extrañas imágenes le pasaban por el lado a Artyom: el costado verde y cubierto de remaches de un vagón, el techo que se hallaba en lo alto, luego la porquería del suelo… la oscuridad… una vez más, el blindaje de color verde… luego el mundo dejó de dar vueltas, se apaciguó y se detuvo. Artyom se puso en pie y miró en torno a sí. Estaban sentados en círculo, en lo alto del tren blindado. Todas las linternas se habían apagado, tan sólo quedaba una pequeña, en medio de todos ellos, que les alumbraba. La luz no era suficiente para saber lo que ocurría en la sala, pero Artyom oía por todas partes borboteos, gorgoteos y ruidos.

Y, una vez más, alguien extendió sus tentáculos hasta la conciencia del muchacho, los extendió con precaución, como a tientas, pero, esta vez, Artyom meneó la cabeza y la ilusión desapareció.

Miró alrededor, contó mecánicamente a los hombres acurrucados sobre el tren. Eran cinco, sin contar a Antón, que aún no había vuelto en sí, y al hijo de éste. Artyom constató, en su confusión, que faltaba uno de los soldados, y luego sus pensamientos se detuvieron de nuevo. Pero, tan pronto como su mente se quedó en blanco, empezó a hundirse una vez más en el oscuro torbellino. Le resultaba muy difícil defenderse solo. En un instante en que tomó conciencia de ello, se agarró a ese pensamiento y pugnó por no soltarlo. Lo importante era pensar en algo, para que su mente estuviera ocupada en todo momento. Parecía que a los demás les ocurriera lo mismo.

—Esto es lo que nació de toda aquella radiación —decía Melnik—. ¡Y era cierto que se trataba de un arma biológica! Pero, indudablemente, no contaron con este efecto acumulativo. Es una suerte que se encuentre detrás de una muralla y no se extienda por toda la ciudad.

Nadie le respondió. Los soldados callaban y le escuchaban.

—¡Hablad conmigo! ¡No os calléis! Si no, esta cochinada os agarrará por el cerebelo. ¡Eh, Oganessyan! ¡Oganessyan! ¿En qué estás pensando? —El Stalker sacudía a uno de su grupo—. ¡Maldita sea, Ulman! ¿Qué estás mirando? ¡Mírame a mí! ¡Y di algo!

Ulman parpadeó y dijo:

—Me llama… tan dulcemente…

—¿Cómo que dulcemente? ¿No has visto lo que le ha pasado a Delyagin? —Melnik le arreó una sonora bofetada. Su mirada fija e inexpresiva volvió a la normalidad.

—¡Agarraos de las manos! ¡De las manos! —gritaba Melnik— ¡No calléis! ¡Artyom! ¡Sergey! ¡Mirad aquí, miradme a mí!

Entretanto, un metro más abajo, gorgoteaba y burbujeaba la terrible masa. Debía de haber inundado ya todo el andén. Les asaltaba con una fuerza cada vez mayor, y era casi imposible resistirse a su influjo.

Pero Melnik no cedió: sacudía a los soldados, les abofeteaba, o les hacía volver a sí palpándolos de manera casi cariñosa.

—¡Muchachos! ¡Gente! ¡No os rindáis! ¡Venga… vamos a cantar en coro! ¡Cantemos! —Y en estridente falsete empezó la canción—: «En pie, tierra grande y anchurosa…[65] ¡en pie, a la lucha final!… a luchar contra los fascistas… contra el poder del mal…».

—«Nuestra ira, nuestra justa ira» —añadió Ulman— «sin duda nos hará triunfar»…

La masa borboteante que rodeaba el tren pareció ascender con redobladas fuerzas. Artyom no cantaba, porque no se sabía la letra. Pero estaba seguro de que los hombres no cantaban por casualidad sobre el poder del mal.

Todos los soldados se sabían la primera estrofa y el estribillo, pero luego Melnik se quedó solo. El Stalker los amenazó con la mirada y se preocupó de que nadie se descolgara:

Somos como dos polos opuestos,

es grande nuestra enemistad:

luchamos por la luz y la vida,

y ellos por la oscuridad.

En esta ocasión, todos ellos cantaron el estribillo. Incluso el pequeño Oleg lo intentó. Un patético coro de voces masculinas bastas y enronquecidas por el tabaco que resonaban en la inacabable y tenebrosa sala. Su cántico llegaba a las bóvedas altas, las bóvedas cubiertas de mosaicos, y descendía de nuevo, se precipitaba hasta el fondo y se hundía en la palpitante masa viva. Y, aun cuando Artyom habría considerado esa imagen absurda y cómica en cualquier otra situación —siete hombres adultos y un niño sobre un vagón de metro, con las manos unidas, cantando canciones sin sentido—, en aquel momento le parecía una escena salida de una pesadilla nocturna. Y no había nada que deseara tanto como despertar por fin.

Nuestra ira, nuestra justa ira

sin duda nos hará triunfar,

luchamos por el pueblo entero,

¡una guerra santa, en verdad!

Aun cuando no cantara, Artyom se afanaba en mover los labios y se mecía al ritmo de la melodía. Como no había entendido bien la letra de la primera estrofa, pensaba que debía de tratarse de una canción sobre la supervivencia de los hombres en el Metro, o quizá sobre la lucha contra los Negros, que no tardarían en abatirse sobre la estación del muchacho. Pero entonces se fijó en que en una de las estrofas aparecía la palabra «fascistas», y en ese momento Artyom tuvo muy claro que su tema era la lucha de las Brigadas Rojas contra los habitantes de la Pushkinskaya.

Cuando por fin emergió de sus pensamientos, se dio cuenta de que el coro había enmudecido. Podía ser que Melnik tampoco se supiera más estrofas, o que simplemente los otros hubieran dejado de cantar.

—¡Venga, muchachos! Por lo menos, cantemos «Comandante»[66] —El Stalker trataba de convencer a los suyos, y otra vez empezó—: «Comandante, mi viejo comandante, nunca te escondiste, tu corazón es muy grande…». —Pero, después de unas pocas palabras, calló.

Todos ellos se quedaron paralizados. Los hombres se soltaron las manos, el círculo se deshizo. Todos callaron, incluso Antón, que, presa de su delirio febril, había murmurado hasta el último momento.

Artyom sintió que el vacío de su mente se llenaba de un caldo cálido, turbio, de indiferencia y fatiga. Enseguida se esforzó por salir a flote, pensó en su misión, se recitó a sí mismo todos los poemas infantiles de los que se acordaba, y, al final, repetía tan sólo:

—Yo pienso, yo pienso, yo pienso, no vas a entrar en mí…

De repente se levantó el soldado que el Stalker había llamado Oganessyan. Se irguió cuan alto era. Artyom levantó los ojos con indiferencia.

—Tengo que irme. Hasta luego —dijo Oganessyan.

Todos los demás miraron a su camarada sin prestarle atención y no le respondieron nada. Tan sólo el Stalker asintió con la cabeza. Oganessyan se acercó al borde y, sin vacilar, dio un paso adelante. No se oyó ningún grito, pero los ruidos que llegaron desde abajo fueron repulsivos: una mezcla de gorgoteo y de hambriento gruñido.

—Ella me llama… me llama… —cantó Ulman, y empezó también a levantarse.

Dentro de la cabeza de Artyom, el conjunto «yo pienso, yo pienso, yo pienso» se había reducido a la palabra «yo», y en aquel momento la repetía en voz alta sin darse cuenta él mismo: «Yo, yo, yo, yo, yo». Y en un momento dado sintió el fuerte, es más, el irresistible deseo de asomarse y ver si la burbujeante masa era tan repugnante como al principio. Quizá se hubiera equivocado. Se acordó de las estrellas que brillaban sobre las torres del Kremlin, tan lejanas, pero tan seductoras…

Entonces el pequeño Oleg se puso en pie, tomó carrerilla y saltó con una sonrisa alegre. Al recibir el cuerpo del crío, el fango viviente hizo un ruido como de mandíbulas al masticar. Artyom sintió envidia por Oleg, y se dispuso a seguirle. Pero al cabo de unos segundos, cuando la masa se hubo cerrado de nuevo sobre la cabeza de Oleg —quizás en el mismo momento en el que le quitó la vida—, el padre del niño chilló y despertó.

Antón se levantó, sin poder apenas respirar, mirando afanosamente en todas direcciones, y empezó a sacudir a los otros hasta despertarlos también. Y mientras tanto preguntaba:

—¿Dónde está? ¿Qué le ha sucedido? ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está Oleg? ¡Oleg! ¡Oleshek!

La conciencia regresó a los rostros de los soldados, uno tras otro. Artyom también volvió gradualmente en sí. Ya no sabía bien si de verdad había visto saltar a Oleg. Por ello, no respondió, trató de calmar a Antón, que visiblemente, no se sabía cómo, había presentido que acababa de suceder algo terrible, y estaba cada vez más alterado. Su pánico tuvo como consecuencia que Artyom, Melnik y el resto de los hombres salieran por fin de su ensimismamiento. Les contagió su agitación, su furiosa desesperación, y la mano invisible que se había adueñado con fuerza de la conciencia de todos ellos retrocedió, como si se hubiera quemado con el odio que en aquel momento ardía. Artyom y los demás habían recobrado por fin la capacidad de pensar, que habían empezado a perder —se dieron cuenta en aquel momento— nada más entrar en la estación.

El Stalker disparó varias veces a la masa de fango, pero sin resultado. Entonces le ordenó al hombre que llevaba el lanzallamas que desacoplara el contenedor de combustible. Luego se apostó con otros dos soldados a lado y lado, con linternas potentes, y se preparó para disparar. Cuando Melnik dio la señal, el soldado del lanzallamas giró sobre sí mismo y arrojó el contenedor hacia el centro de la estación. Él mismo se habría caído, si en el último momento no hubiera logrado sujetarse al borde del techo del vagón.

El contenedor voló por el aire y cayó a unos quince metros de ellos. Los otros dos soldados iluminaron con sus linternas el lugar donde tocaría la superficie brillante y aceitosa. Entonces, Melnik gritó: «¡Cuerpo a tierra!», apuntó y tiró del gatillo.

Artyom se tendió a lo largo sobre el techo. Al oír el seco «plop» de la Stechkin de Melnik, escondió el rostro debajo del codo y apretó el cuerpo con todas sus fuerzas sobre el frío blindaje. La explosión fue potente. Artyom estuvo a punto de caerse del techo. El tren se tambaleó. Una luz de turbio color anaranjado le atravesó los párpados cerrados mientras la llama se extendía por la masa líquida y la quemaba.

Durante un minuto, no sucedió nada. Los borboteos y los ruidos como de masticación que se oían en el cenagal no cesaron, y Artyom llegó a la conclusión de que la masa se había recuperado de aquella desagradable sorpresa y volvería a arrebatarle la conciencia.

Pero entonces el ruido empezó a alejarse gradualmente.

—¡Mirad! ¡Está retrocediendo! —gritó Ulman.

Artyom levantó la cabeza. A la luz de las linternas se veía claramente que la masa, que poco antes había llenado la totalidad de la gigantesca sala, se encogía y retrocedía hacia las escaleras mecánicas.

Melnik se puso en pie.

—¡Rápido! ¡En cuanto se haya marchado hacia abajo, seguidme todos hasta el otro túnel!

Artyom se preguntó cómo era posible que Melnik hubiese adquirido de repente tanta seguridad, pero no preguntó, y atribuyó su previa irresolución a la confusión espiritual que había reinado poco antes. El Stalker se había transformado: se había convertido de nuevo en el sobrio y resuelto comandante de la unidad de combate.

Pero Artyom no tuvo tiempo ni ganas para pensar en ello durante mucho tiempo. Lo más importante era abandonar lo antes posible la estación maldita para que la extraña criatura que moraba en los sótanos del Kremlin no los devorase. Aquella estación no le parecía ya sorprendente ni maravillosa, sino, únicamente, hostil y repulsiva. Incluso los trabajadores y las campesinas les miraban con rabia desde los murales, y los que sonreían lo hacían con una sonrisa falsa y afectada.

Se apresuraron a saltar al andén y corrieron hacia el otro extremo de la estación. Antón había recobrado totalmente el sentido y corría junto a ellos para que no tuvieran que retrasarse por él.

Y, al cabo de veinte minutos de furiosa carrera por la negrura del túnel, Artyom se quedó sin aliento, y también los otros empezaron a cansarse. Al fin, el Stalker les autorizó a seguir adelante a paso ligero.

Artyom se acercó a Melnik y le preguntó:

—¿A dónde vamos?

—Creo que estamos debajo de la calle Tverskaya. No podemos tardar mucho en llegar a la Mayakovskaya. Una vez allí veremos lo que hacemos.

—¿Cómo ha sabido usted por qué túnel teníamos que ir?

—Aparecía en el plano que hemos visto en el Estado Mayor. Pero sólo me he acordado en el último momento. No sé si te lo vas a creer, pero… tan pronto como hemos llegado al Kremlin, mi cabeza se ha quedado en blanco.

Artyom pensó en ello. ¿Acaso el entusiasmo que había sentido por la estación del Kremlin, por sus mosaicos y esculturas, por su grandeza y su grandiosidad, tampoco había nacido de él? ¿Había sido todo una ilusión, provocada por aquella misma criatura?

Luego se acordó de la repugnancia y el miedo que le había inspirado aquella estación, una vez la ilusión había terminado. Y empezó a dudar también que aquellos sentimientos fueran suyos. Podía ser que la «hormiga león» hubiera inspirado en ellos el pánico y el impulso de huir, una vez le hubieron hecho daño.

¿Cuáles eran los sentimientos que propiamente pertenecían a Artyom, cuáles habían nacido dentro de su cerebro? ¿Era verdad que el monstruo había dejado libre su mente? ¿O quizá seguía dirigiendo sus sentimientos y emociones? ¿En qué momento había caído bajo su influjo hipnótico? ¿Había sido dueño alguna vez en sus decisiones? Artyom se acordó una vez más de su conversación con los extraños habitantes de la Polyanka…

Miró en torno a sí. Antón caminaba dos pasos más allá. Había dejado de preguntar por lo que le había ocurrido a su hijo… sin duda, alguien se lo había dicho. Las facciones de su rostro estaban rígidas como las de un muerto, y su mirada, totalmente inexpresiva. ¿Comprendía que habían estado a punto de salvar a su hijo? ¿Que su muerte había sido un desgraciado accidente, pero que con ello había salvado la vida a todos los demás? ¿O quizá no había sido un accidente, sino un sacrificio?

—¿Sabe usted?, Oleg nos ha salvado la vida a todos. Ha sido gracias a él que… hemos despertado —le dijo Artyom a Antón.

—Sí —le replicó el otro con indiferencia.

—Nos había contado que usted trabajó con las Tropas de Misiles. Con misiles estratégicos.

—Misiles tácticos. Tochka e Iskander.

El Stalker había oído su conversación y se había retrasado un poco. En ese momento intervino.

—¿Y módulos de lanzamiento? ¿Smertsch, Urgan?[67]

—También los conozco. Hice el servicio de larga duración. A nosotros también nos explicaban esas máquinas. Por otra parte, ese tema siempre me había interesado. Quería probarlo todo. Hasta que vi cuáles eran los resultados. —Antón hablaba con absoluta apatía. No parecía preocuparse en lo más mínimo de que el secreto que tan celosamente había guardado se hiciera público. Respondía con monosílabos, casi mecánicamente.

Melnik asintió y se unió de nuevo a los que iban en primera línea.

Artyom miró una vez más a Antón.

—Necesitamos su ayuda con urgencia. Están ocurriendo cosas terribles en la VDNKh… —Se calló al instante. A la vista de lo que habían vivido durante las últimas veinticuatro horas, los sucesos de la VDNKh no parecían tan tremendos. No se trataba ya de una situación excepcional que amenazase a la red de metro entera, y, en último término, a la humanidad como especie biológica. Pero Artyom se apartó de tales pensamientos, porque se le ocurrió que quizá no fueran suyos, sino que se los estuvieran imponiendo desde fuera. Así que hizo un esfuerzo y prosiguió—: Criaturas de la superficie descienden a nuestra estación…

Antón le interrumpió con un gesto.

—Dime lo que tengo que hacer, y yo lo haré —dijo con voz apagada—. Tengo tiempo de sobra. ¿Cómo voy a volver a casa sin mi hijo?

Artyom asintió, fatigado, y dejó al centinela solo consigo mismo. Se sentía desgraciado: estaba obligando a un hombre que acababa de perder a su hijo a que le ayudara. Y lo había perdido por culpa suya.

Se unió de nuevo al Stalker. El humor de este había mejorado visiblemente. Caminaba a solas, canturreaba en voz baja, y, al ver a Artyom, le sonrió.

Al cabo de un rato, Artyom reconoció la melodía: era aquella canción sobre la guerra santa que habían cantado sobre el vagón.

—¿Sabe usted?, al principio he pensado que esa canción trataba de la guerra contra los Negros. Pero luego me he dado cuenta de que se refería a los fascistas. ¿La han escrito los de la Línea Roja?

Melnik negó con la cabeza.

—Esta canción debe de tener cien años, o incluso ciento cincuenta. La escribieron para una guerra, y luego la reescribieron para otra. Eso es lo bueno que tiene: que vale para cualquier guerra. Mientras el hombre viva, se identificará a sí mismo con el poder de la luz, y a sus enemigos con el de la oscuridad.

«Y eso ocurre siempre en los dos bandos», pensó Artyom. ¿Acaso significaba que…? Volvió a pensar en los Negros. ¿No podía significar que, a ojos de los Negros, los habitantes de la VDNKh encarnaban la maldad y las tinieblas? Pero Artyom se negaba a clasificar a los Negros como enemigos ordinarios. Si se les abría la puerta de la compasión, no habría manera de detenerlos.

Al cabo de un rato le dijo Melnik:

—¿Sabes?, en esta tierra en la que vivimos todas las épocas son iguales. Y también lo son los hombres… no los vas a cambiar. Siempre son igual de necios. Piensa en nuestra situación: el fin del mundo ha empezado, no podemos salir a la calle sin traje aislante, y encima tenemos que enfrentarnos a todos los bichos que antes solo veíamos en el cine… pero no importa: ¡El efecto es igual a cero! Los hombres siguen siendo los mismos de siempre. A veces tengo la impresión de que nada ha cambiado. Mira, hoy, por ejemplo, he estado en el Kremlin —una sonrisa maliciosa afloró al rostro del Stalker—, pero no he descubierto nada nuevo con ello. Se repite el mismo número de siempre. Yo ya no estoy seguro de cuándo cayó sobre nosotros esa peste: si hace treinta años, o trescientos.

—Entonces, ¿hace trescientos años existían armas como esas? —preguntó Artyom, dubitativo, pero Melnik no le respondió.

Volvieron a encontrar en dos o tres ocasiones la imagen del Gran Gusano, pero no vieron a ningún bárbaro, ni indicios de su presencia reciente. Y, aun cuando los soldados mostraran cierta prevención ante el primero de los signos, estaban ya bastante relajados cuando llegaron al tercero, y Ulman dijo con alivio:

—No nos habían mentido. El día de hoy es sagrado para ellos. Se quedan en las estaciones y evitan los túneles.

Melnik estaba ocupado en otra cuestión. De acuerdo con sus cálculos, la salida del Metro, así como el túnel que llevaba a la base de los misiles, tenían que estar cerca. Cada minuto echaba una nueva ojeada a un plano que se había dibujado para sí mismo, y hablaba solo, distraídamente.

—Más o menos por aquí… ¿no? No, un ángulo equivocado… ¿y dónde está la puerta hermética? Pero ya no puede faltar mucho…

Al fin, se detuvieron en una bifurcación: a la izquierda, un callejón sin salida cerrado con una reja, en cuyo final se veían los restos de una puerta hermética; a la derecha, un túnel recto. La luz de las linternas no llegaba a su otro extremo.

—Es aquí —afirmó Melnik—. Hemos llegado. Esto coincide con el plano. Detrás de la reja debe de haber un túnel cegado como el de Park Pobedy. Éste debe de ser el pasillo desde el que mataron a Tretyak. Así pues… —Iluminó el plano—. Desde la bifurcación, el túnel se prolonga hasta la base, y este otro hasta el Kremlin, de donde venimos. Todo correcto.

Melnik y Ulman treparon hasta el otro lado de la reja y, durante unos minutos, inspeccionaron las paredes y el techo del pasillo corto. Cuando hubieron vuelto, el Stalker anunció:

—¡Todo está en orden! Hay una salida, esta vez en el suelo. Una tapa redonda, como en las canalizaciones. Eso quiere decir que estamos en el lugar adecuado. Pero antes haremos una pausa.

Apenas hubieron dejado las mochilas y se hubieron sentado en el suelo, le sucedió algo extraño a Artyom: aun cuando se sentara en un lugar incómodo, se sumió enseguida en un sueño profundo. Quizá se debiera a la fatiga del día anterior, pero quizá también al dardo paralizante. Tal vez sus efectos aún no hubieran desaparecido del todo.

Volvió a soñar que despertaba en una tienda de la VDNKh. Y, al igual que en los sueños anteriores, la estación estaba desolada y sus habitantes la habían abandonado. Aun cuando no fuera plenamente consciente de que aquello solo era un sueño, Artyom sabía por anticipado lo que iba a suceder. Como de costumbre, saludaba a la niñita que estaba jugando, pero en esta ocasión no le preguntaba nada, sino que iba directamente hacia las vías. Los gritos y súplicas que se oían a lo lejos no le producían ya ninguna angustia. Sabía que no era ése el motivo por el que soñaba por enésima vez aquel tedioso sueño. La verdadera razón se ocultaba en el túnel. Tenía que descubrir la naturaleza de aquel peligro, informarse de la situación e informar a los aliados del sur. Pero, tan pronto como las tinieblas del túnel lo hubieron envuelto, se desvaneció toda su resolución.

Tenía miedo, como el día en el que había traspasado por primera vez las fronteras de su estación. E, igual que en ese día, no tenía miedo de la oscuridad, ni de los ruidos del túnel, sino de la incertidumbre, de la imposibilidad de pronosticar cuál sería el peligro que le acecharía en los cien metros siguientes.

Oscuramente, como si se hubiera tratado de acontecimientos de otra vida, se acordó de lo que había hecho en sus sueños anteriores, y se decidió a no dejarse dominar una vez más por la angustia, y seguir adelante, hasta que sus ojos miraran a los ojos de la criatura que se ocultaba en la oscuridad y que lo esperaba.

Alguien le salía al paso. Sin prisas, al mismo ritmo con el que caminaba Artyom, pero sin ocultarse, sin miedo, sino con pisadas fuertes y confiadas. Artyom se detuvo, y contuvo el aliento. También el otro se había detenido. Artyom se lo juró a sí mismo: esta vez no se le escaparía como en las otras. En el momento en el que, a juzgar por lo que se oía, llegó a unos tres metros de su doble oculto en las tinieblas, las rodillas le empezaron, no solo a temblar, sino a tambalearse de un lado para otro. Pero encontró fuerzas dentro de sí para dar otro paso. Sin embargo, al sentir en el rostro el leve soplo que le decía que el otro estaba ya muy cerca, no lo pudo aguantar más. Retrocedió, le dio un empujón a la invisible criatura y se echó a correr. Esta vez no tropezó, y la carrera se le hizo insoportablemente larga, de una hora o dos, pero no conseguía llegar a la estación. No había ya estaciones, sino tan sólo el inacabable, oscuro, terrible túnel.

—Eh, deja de roncar. Ahora no te quedes dormido mientras discutimos nuestra situación. —Ulman le sacudió el hombro y añadió con envidia—: ¿Cómo has podido dormir tanto?

Artyom se frotó los ojos y miró a los demás con cierto sentimiento de culpa. Estaba claro que había dormido tan sólo unos breves minutos. Los hombres se habían sentado en círculo. En el centro, Melnik les explicaba el plano. Les decía:

—Debemos de encontrarnos a unos veinte kilómetros de nuestro objetivo. Eso no es nada. A marchas forzadas, si no encontramos obstáculos imprevistos, deberíamos llegar en medio día. La base militar se encuentra en la superficie, pero allí hay un búnker, y el túnel conduce hasta él. Da igual, ahora no tenemos tiempo para pensar en eso. Nos vamos a separar. —Se volvió hacia Artyom—. ¿Has dormido bien? Tú volverás al Metro. Ulman te acompañará. Nosotros seguiremos hasta la base de los misiles.

Artyom quiso protestar, pero el Stalker le acalló con un gesto de impaciencia, se agachó y empezó a repartir las mochilas amontonadas en el suelo.

—Tomaréis dos de los trajes aislantes, y nosotros nos quedaremos los otros cuatro. Quién sabe lo que nos aguarda allí. Tenemos también un aparato de radio para vosotros, y otro para nosotros. Y ahora las instrucciones: tendréis que ir hasta la Prospekt Mira. Os esperan allí. He enviado mensajeros. —Melnik miró su reloj de pulsera—. Dentro de, exactamente, doce horas, tendréis que salir a la superficie y aguardar nuestra señal. Si todo está en orden y tenemos conexión, empezará la fase dos. Vuestra misión consistirá en acercaros tanto como podáis al Jardín Botánico y trepar al lugar más alto que encontréis, para que nosotros podamos preparar el módulo de lanzamiento y corregir su orientación. El Smertsch cubre tan sólo una superficie pequeña, y no sabemos cuántos misiles podremos utilizar. El parque no es en absoluto pequeño. —Miró a Artyom—. No te acongojes. Todo lo hará Ulman. Tú te limitarás a acompañarlo. Por supuesto que también puedes ayudarnos. Tú sabes qué aspecto tienen los Negros. —Luego se volvió hacia los hombres—. Creo que la antena de televisión de Ostankino[68] será el punto ideal para orientar el lanzamiento. Tiene una esfera en su centro. Hace tiempo había un restaurante dentro de ella. Recuerdo que te daban raciones de caviar a unos precios imposibles. Pero los clientes no iban por la comida, sino por las vistas sobre Moscú. En cualquier caso, el Jardín Botánico se encuentra delante de allí. Tratad de subir a la torre. Si no podéis, allí al lado se encuentran unos edificios muy altos dispuestos en herradura. Por lo que sabemos, están prácticamente deshabitados. Tomad, un plano de la ciudad. Nosotros nos llevaremos otro. Veréis que el terreno está dividido en recuadros. Solo tenéis que mirar y transmitirnos la información. Nosotros nos encargaremos del resto. Está chupado. ¿Tenéis alguna pregunta?

—¿Qué sucederá si no se crían allí? —preguntó Artyom.

—Un «no» a tiempo ahorra muchas complicaciones —le respondió el Stalker, y dio un manotazo sobre el plano—. Ah, por cierto, me queda una sorpresa para ti. —Le guiñó el ojo a Artyom, metió la mano en su mochila y sacó una bolsa de plástico blanca con una ilustración de colores ya medio borrada.

En su interior, Artyom encontró un pasaporte a su nombre, así como el libro infantil con la foto que había encontrado en el apartamento de la Kalinin Prospekt. Artyom se había dado tantas prisas en buscar a Oleg que se había dejado todas sus cosas en la Kievskaya. Melnik, en cambio, no había tenido problema en llevárselas, y las había llevado encima durante todo el tiempo. Ulman, que se sentaba al lado de Artyom, miró a este, desconcertado, y luego al Stalker.

—Efectos personales —explicó el sonriente Melnik, y luego abrió los brazos.

Artyom quiso expresarle su amistad, pero el Stalker se había levantado ya. Estaba dando las últimas instrucciones a los suyos.

Entonces, Artyom se acercó a Antón, que estaba sumido en sus pensamientos, y le tendió la mano.

—¡Mucha suerte!

Antón asintió en silencio y cargó a hombros con la mochila. Sus ojos no expresaban absolutamente nada.

—¡Bueno, pues ya está! —gritó Melnik—. Esto no es una despedida. ¡Y estad pendientes del reloj! —Se volvió y se marchó sin decir palabra.