Pasaron unos minutos en el más absoluto silencio. Artyom supuso que los habían dejado solos, y empezó a moverse de nuevo, para, por lo menos, poder sentarse con medio cuerpo erguido. Le habían atado las piernas y los brazos con tanta fuerza que se le habían hinchado y le dolían… Su padre adoptivo le había explicado una vez que, si se lleva un torniquete durante demasiado tiempo, los tejidos se pueden gangrenar. Pero ¿qué importaba eso en aquel momento?

—¡Enemigo, tú quieto! —dijo repentinamente una voz—. ¡Dron escupirá dardo paralizante!

Artyom permaneció inmóvil.

—¡No, por favor, no! —El muchacho albergaba una esperanza. Quizá pudiera tener una conversación con el vigilante y convencerlo para que los ayudara a escapar. Pero ¿sobre qué hablaría con un bárbaro que a duras penas debía de entender la mitad de sus palabras? Artyom le preguntó lo primero que le vino a la cabeza—: ¿Quién es el Gran Gusano?

—Gran Gusano hace la tierra. Hace el mundo, hace los hombres. Gran Gusano es todo. Es vida. Enemigos del Gran Gusano, hombres máquina, son muerte.

—Nunca había oído hablar de él —dijo Artyom con cierta cautela—. ¿Dónde vive?

—Gran Gusano vive aquí. Aquí al lado. Alrededor de nosotros. Excava todas las galerías. El hombre dice luego que excava él. No. Gran Gusano. Da vida, quita vida. Excava nuevas galerías, dentro viven hombres. Hombres buenos rezan a Gran Gusano. Enemigos quieren matar a Gran Gusano. Sacerdotes dicen esto.

—¿Quiénes son los sacerdotes?

—Hombres viejos con cabellos en la cabeza. Sólo ellos pueden. Ellos saben, oyen deseos de Gran Gusano, dicen a los hombres. Hombres buenos cumplen. Hombres malos no obedecen. Hombres malos, enemigos. Hombres buenos se los comen.

Artyom pensó en la conversación que había oído antes y empezó a comprenderlo: el viejo que había narrado la leyenda del Gran Gusano debía de ser uno de esos sacerdotes. Trató de formularlo de tal manera que el otro lo pudiera entender.

—El sacerdote dice: los hombres no pueden comer otros hombres. Dice: el Gran Gusano llora cuando un hombre se come a otro. Comer hombres va contra la voluntad del Gran Gusano. Si nos quedamos aquí, nos comerán. El Gran Gusano se lamentará y llorará.

—Pues claro que llorará el Gran Gusano —dijo una voz burlona en la oscuridad—. Pero los sentimientos no pueden reemplazar a las proteínas necesarias para la alimentación.

El que había hablado era el viejo de antes. Artyom había reconocido al instante su voz. ¿Habría estado todo el tiempo en la habitación, o más bien había vuelto a entrar sin que ellos se dieran cuenta? En cualquier caso, Artyom no tenía ya posibilidades de escapar.

Y entonces se le ocurrió algo que lo heló por dentro. Suerte que Antón no se había despertado… había tenido un pensamiento tan horrendo que miró la oscuridad con ojos desorbitados y preguntó con voz queda:

—¿Y el niño? ¿Los niños que robáis? ¿También os los coméis? ¿Los críos? ¿Oleg?

—Niños no comemos —replicó el bárbaro—. Pequeños no pueden ser malos. No pueden ser enemigos. Nos quedamos a los pequeños y enseñamos cómo tienen que vivir. Hablamos del Gran Gusano. Enseñamos a rezar al Gran Gusano.

—Muy bien, Dron —le alabó el sacerdote, y explicó—: Es mi pupilo favorito.

—¿Qué ha sido del niño que raptasteis la noche pasada? ¿Dónde está? Fue ese monstruo el que se lo llevó. Eso sí lo sé.

—¿Monstruo? —gritó el viejo—. ¿Y quién ha engendrado a ese monstruo? ¿Quién crió a todas estas criaturas mudas, de tres ojos, sin brazos, con seis dedos, muertas al nacer, incapaces de reproducirse? ¿Quién les deformó, quién les prometió el paraíso y luego los condenó al intestino ciego de esta ciudad para que murieran aquí? ¿Quién tiene la culpa de todo esto? Y, de acuerdo con eso, ¿quién es el monstruo de verdad?

Artyom calló. El viejo tampoco le dijo nada más. Respiraba con dificultad, pero trató de calmarse.

En ese instante, Antón recobró por fin la consciencia.

—¿Dónde está? —susurró con voz ronca, y luego, poco a poco, la fue elevando hasta gritar con fuerza—. ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está mi hijo? ¡Devolvedme a mi hijo! —Trató de liberarse, empezó a rodar de un lado para otro por el suelo. A veces chocaba contra la reja, a veces contra la pared de hormigón.

—Un ataque de delirio furioso —comentó el viejo, y luego añadió, con el tono burlón ya familiar—: Tranquilízalo, Dron.

Se oyó un ruido extraño, como si alguien tosiese o escupiera con fuerza. Se oyó como un siseo en el aire. Al cabo de unos segundos Antón se quedó quieto de nuevo.

—Muy instructivo —dijo el sacerdote—. Voy a traer al niño. Verá una vez más a su padre y se despedirá de él. A propósito, es listo el chaval. Su padre puede estar orgulloso de él. Cómo se resiste a la hipnosis… —Se alejó arrastrando los pies, y entonces se oyó el chirrido de la puerta que se abría.

—No tener miedo —dijo entonces el guardia con asombrosa dulzura—. Hombres buenos no matan, no comen niños del enemigo. Pequeños no culpables. Puede educarlos para vivir bien. Gran Gusano perdona enemigos pequeños.

—Santo cielo, ¿qué es eso del Gran Gusano? ¡Es todo absurdo! ¡Esto es peor que los Sectarios y los Satanistas juntos! ¿Cómo podéis creer en eso? ¿Alguno de vosotros ha visto al Gran Gusano? ¿Tú lo has visto alguna vez?

Artyom intentaba que esta tirada pareciese lo más sarcástica posible, pero con las manos atadas, y el cuerpo tendido en el suelo, no logró resultados muy convincentes. Y, de la misma manera que en el territorio de los fascistas había esperado la ejecución, también en este caso su destino le resultaba cada vez más indiferente. Dejo reposar la cabeza sobre el frío suelo y cerró los ojos. No aguardaba respuesta.

—Gran Gusano no podemos ver. ¡Prohibido! —dijo con vehemencia el bárbaro.

—Pues claro que no podéis verlo. ¡El Gran Gusano no existe! Los túneles fueron hechos por hombres. Están dibujados en todos los planos. Existe incluso un túnel circular, donde se encuentra la Hansa. Tan sólo puede ser obra humana. Pero probablemente no sabes lo que es un plano…

—Yo sé. Aprendo del sacerdote. Él enseña. En el plano muchas galerías no hay. Gran Gusano ha hecho nuevas galerías, en plano no están. Incluso aquí, entre nosotros, hay galerías nuevas, galerías sagradas. Sobre el plano no. Hombres máquina hacen planos, creen cavar galerías ellos solos. Tontos, pretenciosos. No saben nada. Gran Gusano castigará por ello.

—¿Por qué?

—Por engr… —El bárbaro llamado Dron buscó la palabra—: Engreimiento.

—Por su engreimiento —confirmó la voz del sacerdote—. El Gran Gusano creó al hombre en último lugar, y el hombre era su criatura favorita. Porque a las otras criaturas no les dio ninguna inteligencia, pero al hombre sí. Sabía que la razón es un juguete peligroso, y por ello le ordenó al hombre: Vive en paz contigo mismo, en paz con la Tierra, en paz con todas las criaturas, y rézame. Luego, el Gran Gusano se retiró a las entrañas de la tierra, pero antes dijo: llegará el día en el que yo regrese. Compórtate siempre como si estuviera a tu lado. Y los hombres obedecieron a su creador y vivieron en paz con la Tierra que él había creado, y en paz los unos con los otros, y en paz con las otras criaturas, y le rezaban al Gran Gusano. Y tenían niños, y sus niños tenían niños, y de padre a hijo, de madre a hija, se transmitieron las palabras del Gran Gusano. Pero murieron los que habían escuchado sus mandatos con sus propios oídos, y los hijos de estos murieron, y pasaron muchas generaciones, y el Gran Gusano no regresó. Entonces, los hombres, uno tras otro, empezaron a despreciar los mandamientos del Gran Gusano, e hicieron lo que más les placía. Y aparecieron algunos que decían: el Gran Gusano no ha existido nunca, y tampoco existe ahora. Y los demás esperaron que el Gran Gusano volviera y los castigara. Que los abrasara con la luz de sus ojos, que les desgarrara el cuerpo, y que derrumbase las galerías que habitaban. Pero el Gran Gusano no regresó, sino que lloró sobre los hombres. Y sus lágrimas emergieron de las profundidades e inundaron las galerías más hondas. Pero entonces, los mismos que habían negado a su creador dijeron: a nosotros no nos ha creado nadie, siempre habíamos estado aquí, el hombre es bello y poderoso, no puede ser obra de un gusano de tierra. Y dijeron: «La Tierra entera es nuestra, lo fue y lo será, y las galerías que contiene no son obra del Gran Gusano, sino obra nuestra, y de nuestros antepasados». Y encendieron el fuego y empezaron a matar a las criaturas que el Gran Gusano había creado, y dijeron: «todas las criaturas vivientes nos pertenecen, y todo lo que existe no tiene otra meta que saciar nuestra hambre». Y crearon máquinas para poder matar más rápido, para sembrar la muerte, para destruir la vida que había creado el Gran Gusano y someter el mundo a sus designios. Pero el Gran Gusano no emergió de las profundidades a las que se había retirado. Y ellos se rieron, y quebrantaron de nuevo sus mandamientos. Con tal de humillarle, resolvieron construir máquinas que imitaran su rostro. Y construyeron tales máquinas y se alojaron en su interior, y dijeron, riéndose: ahora podemos conducir al Gran Gusano, y no sólo uno, sino docenas. La luz brota de los ojos de estos Grandes Gusanos, y el trueno retumba cuando se arrastran, y los hombres emergen de su cuerpo. Somos nosotros quienes hemos creado al Gusano, y no el Gusano a nosotros. Pero ni siquiera esto les bastó. En su corazón creció el odio. Y así se decidieron a destruir la Tierra en la que vivían. Y construyeron miles de máquinas distintas que vomitaban llamas, escupían fuego y hacían pedazos la Tierra. Y se empeñaron en destruir la Tierra y todo lo que habitaba en ella. Y entonces el Gran Gusano no pudo soportarlo más y los maldijo. Y les arrebató su don más valioso: la razón. Y así se apoderó de ellos la locura, y emplearon sus máquinas los unos contra los otros y empezaron a matarse entre sí. No recordaban por qué lo hacían, pero tampoco podían parar. Así, el Gran Gusano castigó a los hombres por su engreimiento.

—¿Pero no a todos, verdad? —preguntó una voz infantil.

—No. Los hubo que rindieron siempre honores al Gran Gusano y siempre le rezaron. Se apartaron de las máquinas y de la luz, y vivieron en paz con la Tierra. Se salvaron, y el Gran Gusano no olvidó su fidelidad, y permitió que conservaran la razón, y les prometió que les entregaría el mundo entero tan pronto como sus enemigos cayeran. Y así será.

—Y así será —respondieron Dron y la voz infantil, ambos al unísono.

La voz le resultó familiar a Artyom.

—¿Oleg? —gritó.

No hubo respuesta.

—Hasta el día de hoy, los enemigos del Gran Gusano viven en las galerías que él abrió, porque si no, no sabrían dónde refugiarse. Y, con todo, no le tienen por un dios, sino que siguen divinizando a sus máquinas. La paciencia del Gran Gusano es enorme, y ha soportado muchos siglos de despropósitos. Pero no es infinita. La Profecía dice que, cuando se disponga a asestar su último golpe contra el oscuro corazón de la tierra enemiga, la voluntad de sus enemigos se quebrará, y el mundo pertenecerá a los buenos. La Profecía dice que ha de llegar la hora en que el Gran Gusano pedirá el socorro de las aguas, y de la tierra, y del aire. Y las masas terrestres se hundirán, ríos espumeantes se saldrán de su cauce, y el oscuro corazón del enemigo se hundirá en la nada. Y entonces, el justo triunfará por fin, y el honrado vivirá una vida feliz, sin enfermedades, y comerá setas hasta saciarse, y tendrá ganado en abundancia.

Una llama se encendió. Artyom había conseguido apoyar en parte la espalda contra la pared; así pues, no tenía ya que doblar dificultosamente el cuerpo para ver a los hombres que estaban al otro lado de la reja.

Un niño estaba sentado en el suelo, de espaldas a él. Tenía las piernas cruzadas. Frente al joven se erguía la delgada figura del sacerdote, alumbrada por el fulgor del mechero que éste tenía en la mano. El bárbaro se había arrimado al cerco de la puerta y empuñaba una cerbatana. Todos los ojos se habían vuelto hacia el viejo, que había terminado ya con su narración.

Artyom volvió fatigosamente la cabeza y contempló a Antón. Éste seguía agarrotado en la misma posición en que le había alcanzado el dardo paralizante. Miraba al techo, no podía ver a su hijo, pero presumiblemente lo oía todo.

—Ponte en pie, hijo mío, y mira a estos hombres —dijo el sacerdote.

El niño se levantó al instante y se volvió hacia Artyom. Era Oleg.

—Acércate más. ¿Reconoces a alguno de estos dos?

—Sí. —El joven asintió—. Ése es mi papá, y con este otro habíamos escuchado juntos vuestras canciones. En el túnel.

—Tu papá y su amigo son malas personas. Han construido máquinas para humillar al Gran Gusano. ¿Te acuerdas de lo que nos contaste a mí y a tío Vartan sobre el oficio de tu papá? —Sí.

El viejo sostuvo el mechero con la otra mano.

—Cuéntanoslo otra vez.

—Mi papá había trabajado con misiles en el ejército. Es experto en misiles. Yo quería ser como él cuando fuera mayor.

Artyom sintió que se le hacía un nudo en la garganta. ¿Cómo era posible que no lo hubiera adivinado él mismo? Por eso el niño tenía aquella insignia. Y por eso mismo había dicho con tanta presunción que él también era experto en misiles. Una coincidencia casi imposible: en todo el Metro quedaban tan sólo unos pocos que hubieran servido en las unidades encargadas de los misiles. Y dos de ellos habían aparecido a la vez en la Kievskaya. ¿Y si no era casualidad?

—Un experto en misiles… esos hombres hicieron más daño en el mundo que todos los demás juntos. Fueron ellos quienes dispararon las máquinas que abrasaron y casi aniquilaron la Tierra y todo lo que vivía en ella. El Gran Gusano perdona a muchos de los que se extravían. Pero los que dieron la orden de destruir el mundo y sembrar la muerte en él, y los que la cumplieron, no pueden esperar ningún tipo de clemencia. —Una vez más, la voz del viejo sonó metálica e implacable—. Tu padre le infligió al Gran Gusano un dolor insoportable. Tu padre destruyó nuestro mundo con sus propias manos. ¿Sabes qué es lo que merece por ello?

—¿La muerte? —preguntó el niño, inseguro. Su mirada titubeaba entre el sacerdote y su padre, que seguía paralizado dentro de la jaula.

—La muerte —confirmó el sacerdote—. Tiene que morir. Cuanto antes mueran los malvados que han hecho sufrir al Gran Gusano, antes se cumplirá su promesa, y el mundo resucitará y pertenecerá a los buenos.

—¡Entonces, papá tiene que morir!

—¡Bravo! —El viejo le acarició cariñosamente la cabeza al niño—. Y ahora vete, y sigue jugando con tío Vartan y con los otros niños. ¡Pero ten cuidado cuando estés a oscuras, no vayas a caerte! Acompáñale, Dron, yo me quedaré aquí un rato. Vuelve dentro de media hora con los otros, y traed los sacos, vamos a prepararlos.

La luz se apagó. Los pies que el bárbaro arrastraba por el suelo y el ligero correteo infantil se volvieron enseguida inaudibles. Entonces el sacerdote carraspeó y dijo:

—Querría hablar contigo un rato, si no tienes ningún inconveniente. Normalmente no hacemos prisioneros. Sólo los niños, porque los nuestros nacen débiles y enfermos. A los adultos suelen traerlos ya paralizados. A mí me gustaría hablar con ellos, de todos modos, y ellos mismos no tendrían ningún inconveniente, pero, por desgracia, se los comen antes.

—Pero usted les explica que está mal comerse a otros hombres —le dijo Artyom—. Que el Gusano se pone a llorar y todo eso.

—Bueno, cómo te lo diría yo… les imparto esas enseñanzas para el futuro. Vosotros, por supuesto, no viviréis ese momento, y yo tampoco. Pero estamos sentando las bases para la civilización del futuro, que vivirá en paz con la naturaleza. Para ellos, el canibalismo es un mal necesario. ¿Lo entiendes?, sin proteínas animales no aguantaríamos mucho tiempo. Pero la transmisión de esta doctrina continuará, y, tan pronto como ya no necesiten matar y devorar a sus semejantes, dejarán de hacerlo. Y el Gran Gusano se hará presente en su recuerdo. Cuánto me duele no poder llegar a vivir esos días de gloria… —El viejo se rió de nuevo de aquel modo tan desagradable.

—¿Sabe usted?, he vivido ya muchas cosas en el Metro. En una estación excavaban para llegar a la puerta del infierno, en otra decían que el último combate entre el Bien y el Mal ya había comenzado y que los supervivientes irían al reino de Dios. Después de todo esto, esa historia del Gusano no parece muy convincente. ¿Usted se lo cree de verdad?

El viejo frunció los labios.

—¿Qué te importa que yo, o los otros sacerdotes, creamos o no en ellos? De todos modos, te quedan un par de horas de vida. Te voy a contar una cosa. La mayor sinceridad es la que uno se puede permitir con el que enseguida se irá a la tumba con todos sus secretos… Lo que yo crea no importa. Lo que sí importa es lo que crean los hombres. No es fácil creer en un dios que uno mismo ha creado… —El sacerdote reflexionó brevemente, y luego prosiguió—: ¿Cómo te lo podría explicar? En mis tiempos, estudié filosofía y psicología. Aunque me imagino que a duras penas entenderás esos términos. Uno de mis profesores enseñaba psicología cognitiva. Era un hombre extremadamente inteligente. Sabía analizar los procesos mentales hasta sus más nimios detalles. Su curso era interesantísimo. Como todo el mundo a esa edad, yo me preguntaba si Dios existe. Leí libros diversos, me quedé a veces hasta la madrugada en la cocina, discutí sobre el tema… sí, lo habitual. Yo me decantaba más bien por creer que no existía. Y por algún motivo estaba convencido de que tan sólo ese profesor, un gran conocedor del alma humana, podría darme una respuesta exacta a la pregunta. Así que me presenté en su despacho para hablar de una exposición oral, y aproveché para preguntarle, como de pasada: «¿Qué opina usted, Iván Mikhalich? ¿Dios existe?» Y su respuesta me sorprendió mucho: «Yo —dijo— no me planteo en absoluto esa pregunta. Procedo de una familia de creyentes y me he acostumbrado a la idea de que Dios existe. No quiero analizar esa creencia desde un punto de vista psicológico. Para mí, no se trata tanto de una cuestión de saber fundamental, como de conducta diaria. Mi creencia no consiste en estar inequívocamente convencido de la existencia de un poder superior, sino en cumplir sus mandamientos, rezar antes de acostarme e ir a la iglesia. Con eso me siento mejor y estoy más sereno. Es así».

El viejo calló.

Al cabo de un minuto, Artyom exclamó:

—No es cuestión de ningún «y». El que yo crea o no en el Gran Gusano no tiene ninguna importancia. Pero los mandamientos formulados por los labios de un dios perduran a lo largo de los siglos. No se necesita mucho. Basta con inventarse un dios y predicarlo. Proclamar la palabra que es de justicia. Y, créeme, el Gran Gusano no es peor que otros dioses, y sobrevivirá a muchos de ellos.

Artyom cerró los ojos. Ni Dron, ni el líder de aquella extraña tribu, ni una criatura tan rara como Vartan habían dudado en ningún momento de la existencia del Gran Gusano. Para ellos se trataba de algo ya dado, de la única explicación de lo que veían en torno a sí, de la única orientación que guiaba sus actos, de la única medida para el Bien y el Mal. ¿En qué podía creer, si no, un hombre que en su vida entera no había visto nada más que la red de metro?

Pero había algo en el mito del Gran Gusano que Artyom no alcanzaba a comprender.

—¿Por qué habla usted contra las máquinas? Electricidad, luz, armas de fuego… ¿cómo va a poder sobrevivir su pueblo sin nada de eso?

—¿Que qué tienen de malo las máquinas? —La amabilidad y la paciencia que el viejo había afectado hasta entonces desaparecieron de su voz—. ¿Acaso pretendes hacerme prédicas sobre la utilidad de las máquinas en la última hora de tu vida? ¡Mira en torno a ti! Habría que estar ciego para no ver que la humanidad le debe su ruina a una única circunstancia: haber confiado demasiado en las máquinas. ¿Cómo te atreves a hablar sobre el significado de la tecnología, aquí, en mi estación? ¡Chusma!

Artyom no había pensado que aquella pregunta, relativamente inofensiva, pudiera desatar una reacción semejante en el viejo. Como no sabía qué responderle, calló.

El sacerdote, oculto en la penumbra, respiraba pesadamente y profería maldiciones incomprensibles. Pero trató de apaciguarse. Al cabo de unos minutos logró recuperar el control sobre sí mismo y dijo:

—Ya he perdido la costumbre de hablar con no creyentes. Simplemente estaba matando el tiempo contigo. ¿Por qué tardan tanto los jóvenes? Tendrían que haber llegado ya con los sacos…

—¿Qué sacos?

—Os van a preparar. Antes, cuando hablaba de tortura, no me he expresado bien. El Gran Gusano está en contra de toda crueldad gratuita. ¿Para qué torturar, si el cautivo ha contestado ya a todas las preguntas? Me refería a otra cosa. Cuando mis colegas y yo comprendimos que el fenómeno del canibalismo se había instalado en este lugar, y que no podríamos hacer nada contra él, decidimos que por lo menos cuidaríamos los aspectos culinarios de la cuestión. Y entonces nos acordamos de cómo preparaban la carne de perro en Corea: se metía vivo al animal dentro de un saco y se le golpeaba hasta matarlo. Así, la calidad de la carne mejora. Se vuelve suave y tierna. Lo que unos llamarían hematoma múltiple, otros lo consideran un delicioso escalope. No os lo toméis a mal, por favor. He valorado la posibilidad de matar primero y golpear después, pero, por desgracia, las hemorragias internas son un elemento indispensable del proceso. La receta es la receta. —El viejo encendió el mechero para ver qué efecto habían producido sus palabras. Luego se volvió—. Pero lo cierto es que el proceso se hace muy largo. Espero que no…

Un terrorífico chillido lo interrumpió a media frase. Artyom oyó gritos, carreras, niños que lloraban, y un siniestro silbido. Había ocurrido algo afuera. El sacerdote escuchó, nervioso, y luego apagó la llama y se quedó inmóvil.

Al cabo de unos minutos, unas pesadas botas pisaron con fuerza el umbral, y una voz profunda gritó:

—¿Hay alguien ahí?

—¡Sí! ¡Somos nosotros! ¡Artyom y Antón! —gritó el muchacho con todas sus fuerzas. Esperaba que el viejo no tuviera a mano ninguna cerbatana con dardos envenenados.

—¡Están aquí! —gritó alguien— ¡Cubridnos a mí y al crío!

Una luz refulgente entró por la puerta. El sacerdote corrió hacia la salida, pero alguien le cerró el paso y lo derribó de un puñetazo en el cuello. El viejo chilló con fuerza, pero se quedó tendido en el suelo.

—¡La puerta! ¡Controla la puerta!

Se oyó un estruendo, se desprendió cal del techo, y Artyom cerró con fuerza los ojos.

Cuando los abrió de nuevo, vio a dos hombres en el cuarto. Tenían un aspecto nada común. Nunca había visto un atuendo como aquél.

Vestían chalecos antibalas largos y pesados sobre unos uniformes negros muy ceñidos, y empuñaban unas inusuales armas automáticas cortas con mira láser y silenciador. El muchacho aún se extrañó más al ver que llevaban enormes cascos con visera, semejantes a los que empleaban las fuerzas especiales de asalto de la Hansa, y gruesos escudos de metal con rendijas para permitir la visión. Artyom no comprendía qué función podían tener. Uno de los hombres llevaba también un lanzallamas portátil sobre los hombros.

Primero exploraron la habitación con linternas largas, de alto rendimiento, que de lejos habrían podido parecer bastones, y luego uno de ellos preguntó:

—¿Están ahí?

—Sí —confirmó el otro.

El primero examinó brevemente el cerrojo de la jaula, retrocedió, tomó carrerilla y arreó una patada en la reja. Las herrumbrosas bisagras cedieron, y la puerta se salió ruidosamente de su quicio a medio paso de donde yacía Artyom. Uno de los dos hombres se arrodilló a su lado y levantó la visera. Por fin estaba todo claro: se trataba de Melnik. El Stalker le echó una rápida ojeada a Artyom. Luego sacó un cuchillo de hoja ancha, dentada, y cortó los alambres que sujetaban al muchacho por los brazos y las piernas. Finalmente, liberó a Antón de la misma manera.

—Sigues vivo —constató, satisfecho—. ¿Puedes andar?

Artyom asintió… pero no logró levantarse. Sus miembros entumecidos no le obedecían.

Otros hombres habían entrado corriendo en la habitación. Dos de estos se apostaron al instante en la puerta. El destacamento constaba de un total de ocho soldados. Todos ellos iban vestidos y equipados casi igual que Melnik. Algunos llevaban, además, largos abrigos de cuero, semejantes a los de Hunter. Había uno que sostenía a un niño bajo el brazo y lo protegía con su escudo. Una vez allí lo dejó en el suelo.

El crío entró corriendo en la celda y se inclinó sobre Antón.

—¡Papá! ¡Papá! ¡He mentido a propósito y he hecho como si estuviera a favor de ellos! ¡De verdad! ¡Le he dicho a este señor dónde estabas! ¡Perdóname, papá! ¡Papá, dime algo! —Oleg estaba a punto de romper a llorar.

Antón miraba al techo sin ninguna expresión en el rostro. Artyom tenía miedo de que el segundo dardo paralizante que le habían clavado en un solo día hubiera sido el último para el comandante de la guardia, pero Melnik le palpó el cuello con el dedo índice, y, al cabo de unos segundos, anunció:

—No es nada. Está vivo. ¡Preparad las andas!

Mientras Artyom le comentaba los efectos del dardo, dos de los soldados extendieron unas andas de tela y colocaron a Antón sobre estas.

Entonces, el viejo empezó a agitarse y a murmurar algo.

—¿Quién es ese? —preguntó Melnik. Tras escuchar la respuesta de Artyom, dijo—: Nos lo llevaremos como escudo humano. ¿Cuál es la situación?

—Todo está tranquilo —dijo uno de los soldados que estaban a la puerta.

—Nos retiraremos por el túnel por el que hemos venido —anunció el Stalker—. Tenemos que regresar a la base con el herido e interrogar al rehén. ¡Tú, toma! —le arrojó un Kalashnikov a Artyom—. Si no encontramos ningún obstáculo, no tendrás que utilizarlo. Como no llevas ninguna protección, te cubriremos. ¡Encárgate del pequeño!

Artyom asintió y tomó de la mano a Oleg. Le fue difícil separarlo de las andas donde llevaban a su padre.

—¡En formación de tortuga! —ordenó Melnik.

Al instante, los soldados trazaron un óvalo con los escudos vueltos hacia fuera. Tan sólo los cascos sobresalían. Cuatro de ellos sostenían a Antón con las manos que tenían libres. Artyom y el niño se encontraban dentro de la formación, protegidos por los escudos. Habían amordazado al viejo y le habían atado las manos a la espalda. Lo llevaban al frente de la formación. Al principio, el viejo trató de liberarse, pero, después de unos cuantos golpes que le arrearon con fuerza, desistió, y anduvo malhumorado, mirando al suelo.

Los dos soldados que iban en primera línea hacían de ojos de la «tortuga». Llevaban unos aparatos de visión nocturna incorporados en los cascos, para no tener las manos ocupadas.

En respuesta a una orden, se agacharon, hasta que los escudos les cubrieron las piernas. Luego, avanzaron a gran velocidad.

Artyom, encajonado entre los soldados, llevaba de la mano a Oleg, que apenas si podía seguirles el paso. Él mismo no veía nada. No sabía qué era lo que había más adelante. Lo adivinaba tan sólo, gracias a las breves indicaciones que circulaban entre los hombres.

—Tres a la derecha… Mujeres, un niño.

—¡Izquierda! ¡En arco, en arco! ¡Atención! ¡Ataque enemigo! —Varios dardos rebotaron contra uno de los escudos de metal.

—¡Eliminar! —a modo de respuesta, retumbó la sorda ráfaga de uno de los fusiles de asalto.

—Uno… dos… ¡más allá, más allá!

—¡Detrás! ¡Lomov! —Nuevos disparos.

—Eh, ¿adónde pensáis ir? ¡Por ahí no podremos!

—¡Adelante, he dicho! ¡Sujetad bien al rehén!

—Maldita sea, casi en el ojo…

—¡Alto! ¡Todos quietos!

—¿Qué sucede?

—Esto está bloqueado. Debe de haber unos cuarenta hombres. Y barricadas.

—¿Muy lejos de aquí?

—A unos veinte metros. No disparan.

—¡Cuidado! ¡Nos vienen por el flanco!

—¿Cómo han podido levantar las barricadas con tanta rapidez?

Entonces les cayó encima una verdadera lluvia de dardos. En respuesta a una señal, se pusieron todos de rodillas, para quedar totalmente ocultos detrás de los escudos. Artyom cubrió al niño con su propio cuerpo. Los cuatro soldados que llevaban a Antón lo dejaron en el suelo. Así tendrían doble defensa.

—¡No respondáis! ¡No respondáis! Esperamos…

—Le han dado a mi bota.

—Preparad la iluminación… a la de tres, linternas y fuego. Quien tenga visión nocturna, que elija ahora a su blanco… uno…

—Aguantan en sus puestos…

—¡…dos…tres!

Al instante se encendieron varias linternas de gran potencia, y los fusiles empezaron a traquetear. Más adelante se oyeron los chillidos y sollozos de los heridos de muerte. Entonces, los disparos se interumpieron de pronto. Artyom escuchaba.

—Mirad, ese de ahí, con una bandera blanca… ¿ahora se rinden?

—¡Alto el fuego! Vamos a negociar. ¡Poned delante al rehén!

—Eh, tú, haragán, ¿qué pasa…? Ya lo tengo, no os preocupéis. Camina muy rápido para su edad.

—¡Tenemos a vuestro sacerdote! ¡Dejadnos marchar! —gritó Melnik—. ¡Dejadnos regresar al túnel! Os lo repito: ¡dejadnos marchar!

—¿Qué hacen ahora? ¿Qué hacen?

—No reaccionan.

—¿Nos están entendiendo?

—Iluminadlos un poco mejor.

—Vamos a ver…

Entonces se interrumpieron todas las conversaciones. Pareció que los hombres de Melnik se encerraran en un reflexivo silencio. Primero callaron los que se encontraban al frente, y luego el resto. Se hizo un silencio tenso, de mal agüero.

—¿Qué sucede? —preguntó el intranquilo Artyom.

Nadie le respondió. Los hombres no se movían. Artyom se dio cuenta de que el niño le sujetaba la mano con los dedos cubiertos de sudor por culpa de su propia agitación. Sintió un escalofrío.

—Percibo que está aquí… —susurró—. Les está mirando.

Y, al instante, Artyom oyó que Melnik decía:

—Soltad al rehén.

—Soltad al rehén —repitió un segundo soldado.

Artyom no lo resistió más. Asomó la cabeza por encima de los escudos y los cascos y miró lo que había más adelante. Allí, a diez pasos de ellos, en el lugar donde se cruzaban los rayos de luz de tres linternas, se encontraba, con los ojos muy abiertos, un hombre alto, encorvado, que sostenía un paño blanco con su mano huesuda. Desde aquella distancia era fácil reconocerle. Demasiado fácil. Era una de aquellas criaturas, igual que Vartan, que le había interrogado dos horas antes. Artyom se agachó una vez más detrás de los escudos y le quitó el seguro al arma.

Le pareció estar contemplando de nuevo cierta escena. Se acordó del libro Los mitos de la Grecia antigua, con un recuerdo que era a la vez siniestro y fascinante. Una de las leyendas hablaba de un monstruo en forma humana, cuya mirada había transformado en piedra a muchos guerreros valientes…

Artyom respiró hondo, se concentró en un punto, se prohibió mirar a la cara al hipnotizador, se levantó como un muelle por encima del muro de escudos y disparó. Después de la extraña y callada lucha que unos y otros habían sostenido con los fusiles provistos de silenciador y las cerbatanas, pareció que la ráfaga de su Kalashnikov fuera a hundir la bóveda de la estación.

Aun cuando estuviera convencido de que a tan poca distancia no podría fallar, ocurrió lo que más había temido: por medios inimaginables, la criatura se había adelantado a su movimiento, y, en el mismo momento en el que la cabeza de Artyom había emergido entre los escudos, la mirada del muchacho había sido presa de los ojos muertos de su antagonista. Había llegado a disparar la ráfaga, pero una mano insegura desvió el cañón hacia un lado. Había fallado casi por completo. Una única bala se había hundido en el hombro de su oponente. Este profirió un sonido espantoso, gutural, y, con imperceptible movimiento, desapareció en la oscuridad.

«Con esto habremos ganado unos segundos», pensó Artyom. Tan sólo unos segundos. Al asaltar la estación, la unidad de Melnik había contado con el factor sorpresa. Pero en aquel momento los bárbaros habían organizado ya la defensa, y habían enviado a sus demonios. La posibilidad de superar la barrera era prácticamente nula. Sólo les quedaba una posibilidad: buscar otra salida. Artyom se acordó de las palabras de su carcelero, que le había hablado de la existencia de túneles en aquella estación que no figuraban en los planos.

—¿Hay algún otro túnel? —le preguntó a Oleg.

—Allí, por aquel pasillo, se llega a otra estación igual que ésta, como una imagen en un espejo. —El niño señaló en aquella dirección—. Habíamos ido a jugar allí. También tiene túneles, pero nos han prohibido que entremos por ellos.

—¡Retirada! ¡Al pasillo! —gritó Artyom, en un intento de reproducir la voz de bajo de Melnik.

—¿Qué diablos…? —gritó de repente el Stalker. Era evidente que había vuelto en sí.

Artyom lo agarró por el hombro.

—Rápido, tienen a un hipnotizador. No podremos atravesar la barrera. ¡Pero al otro lado hay una salida distinta!

—Sí, es cierto, esta estación está duplicada… —Melnik se volvió hacia sus hombres—. ¡Nos vamos a retirar! ¡No perdáis de vista la barricada! ¡Todos atrás! ¡En marcha, en marcha!

Los demás se pusieron en movimiento muy lentamente, casi con renuencia. Melnik los bombardeó sin cesar con sus órdenes, hasta que hubieron cambiado de formación y empezaron a retirarse. Tenían que hacerlo antes de que nuevos dardos surgieran de la oscuridad. Se encontraban ya sobre la escalera que llevaba al corredor, cuando, de pronto, el soldado que cerraba la marcha dio un grito y se llevó la mano a la pantorrilla. Entonces, en cuestión de segundos, Artyom vio a la luz de la linterna que el herido caminaba con las piernas cada vez más rígidas, y luego que un terrible espasmo lo sacudía, que el cuerpo se le retorcía como cuando alguien retuerce un trapo para escurrirlo, y se desplomaba estrepitosamente. Los hombres se quedaron quietos. Dos de ellos, protegiéndose con sus escudos, volvieron atrás para recoger a su camarada. Pero llegaron demasiado tarde: el cadáver estaba lívido y le salía espuma por la boca. Artyom sabía muy bien lo que significaba aquello, y Melnik, evidentemente, también.

—Quítale el escudo, el casco y el arma —le ordenó este último a Artyom. Y gritó a los demás—: ¡Seguid adelante! ¡Seguid adelante!

El enorme casco estaba lleno de repugnantes espumarajos, y Artyom no consiguió sacarlo de la cabeza del muerto. Así, se contentó con el fusil de asalto y el escudo. Disparó una ráfaga tras de sí, con la esperanza de asustar a los asesinos que se ocultaban en la oscuridad. Luego ocupó el puesto del difunto al final de la formación, se protegió con el escudo y siguió a los demás.

Casi corrían. Uno de los soldados arrojó una bomba de humo, y, ocultándose en la niebla resultante, descendieron a las vías. De repente, otro de los miembros del grupo gritó y cayó al suelo. Disparó un par de ráfagas al azar. Al fin, se adueñó de él una extraña quietud. No volaron más dardos, aunque el ruido de pisadas y el tumulto de voces sólo podían significar que los bárbaros les pisaban los talones. Artyom hizo acopio de valor y echó una ojeada.

Los hombres de Melnik se hallaban a unos diez metros de la entrada del túnel. Los primeros soldados habían entrado ya. Dos de ellos daban vueltas e iluminaban los alrededores con las linternas, para cubrir a los demás. Pero no era necesario: no parecía que los bárbaros quisieran seguirlos por allí. Les rodearon en formación de semicírculo, con las cerbatanas apuntando hacia el suelo, se protegieron con las manos de los cegadores rayos de las linternas, y aguardaron.

—¡Enemigos del Gran Gusano, escuchar! —De entre la muchedumbre emergió el barbudo cabecilla que había dirigido el interrogatorio—. Enemigos entran en galerías sagradas del Gran Gusano. Los hombres buenos no seguirán. Ir allí prohibido. Gran peligro. Muerte. Condenación. ¡Enemigos soltar a viejo sacerdote y marcharse!

—No lo soltéis. No escuchéis a ése —ordenó al instante Melnik—. Prosigamos con la retirada.

Siguieron adelante con gran precaución. Artyom y los otros dos soldados que se hallaban al final de la formación caminaban de espaldas y no perdían de vista la estación. Al principio no les siguió nadie. Pero les llegaban a los oídos algunas voces. Alguien estaba discutiendo, primero en voz baja, pero luego oyeron un grito:

—¡Dron no puede! ¡Dron tiene que ir! ¡Con el Maestro!

—¡Prohibido ir! ¡Quedarte!

Entonces, de pronto, una silueta oscura emergió de las tinieblas, y apareció a la luz de sus linternas a tal velocidad que los otros apenas si pudieron verla bien. Detrás de ésta aparecieron más.

Uno de los soldados trató, en vano, de contener a los bárbaros, y finalmente gritó una advertencia:

—¡Al suelo! ¡Granada!

Artyom se arrojó sobre las traviesas, se cubrió la cabeza con las manos y abrió la boca, como le había enseñado su padre adoptivo. Un inimaginable trueno retumbó en sus oídos, y una abrumadora onda de choque lo aplastó contra el suelo. Así, no pudo moverse durante unos minutos. Algo le zumbaba dentro de la cabeza. Manchas de colores bailaban ante sus ojos. Los primeros sonidos que distinguió fueron unas palabras torpes, que se repetían una y otra vez:

—¡No, no, no disparar, no disparar, no disparar, Dron sin armas, no disparar!

Artyom levantó la cabeza y miró en torno a sí. A la luz de las linternas vio con los brazos en alto al bárbaro que les había vigilado cuando los metieron en la jaula. Dos soldados lo tenían controlado, y aguardaban nuevas órdenes. Los otros se estaban levantando y se sacudían el cuerpo. El polvo resultante de las explosiones estaba por todas partes, y desde el trecho de túnel que conducía hasta la estación emergía un humo asfixiante.

Alguien preguntó:

—Cómo… ¿se ha hundido por completo?

—Por unas pocas granadas… yo ya te lo decía: el Metro se aguanta con mierda de mosca.

—Bueno, por lo menos nos hemos librado de ellos. Hasta que hayan apartado todas las piedras…

—Atad al bárbaro y llevémonoslo —ordenó Melnik, que se había acercado a ellos—. Seguiremos hasta más allá. El tiempo se nos acaba. Quién sabe cuándo volverán en sí.

No descansaron hasta una hora más tarde. En su camino encontraron varias bifurcaciones, y el Stalker, que iba en cabeza, decidía en cada caso cuál era el ramal por el que seguirían adelante. En cierto lugar, hallaron unas enormes bisagras de hierro en la pared, que en otro tiempo habían sostenido una gigantesca puerta. Al lado de éstas se hallaban las ruinas de una compuerta hermética. Pero no descubrieron nada interesante. El túnel estaba oscuro, vacío y carente de vida.

Avanzaban con lentitud, porque el viejo cautivo apenas si se sostenía sobre las piernas. En varias ocasiones tropezó y se cayó. Dron también caminaba con mucha dificultad, y no pasaba de mascullar algo sobre prohibiciones y maldiciones, hasta que por fin le pusieron una mordaza.

Melnik, por fin, autorizó una pausa, y envió a dos hombres con aparatos de visión nocturna a montar guardia, cada uno de ellos en una dirección distinta, a cincuenta metros del grupo principal. En ese momento, el sacerdote, exhausto, cayó al suelo. El bárbaro amordazado hacía unos ruidos tan molestos que, al fin, sus vigilantes lo llevaron al lado del viejo. Dron se puso de rodillas al lado del sacerdote y empezó a acariciarle la cabeza con las manos atadas.

El pequeño Oleg corrió hacia las andas sobre las que llevaban a su padre y se puso a llorar. La parálisis de Antón se había suavizado, pero de todos modos aún se veía impotente, como después de recibir el primer dardo.

Entretanto, Artyom le había hecho una señal a Melnik para que hablaran aparte de los demás, y le preguntó, casi por curiosidad:

—¿Cómo nos habéis encontrado? Yo estaba convencido de que íbamos a morir. Se disponían a devorarnos.

—No necesitamos mucho tiempo para encontraros. Habíais dejado la dresina bajo la compuerta. Antón no regresó a la hora del té, y los guardias dieron con ella en media hora. No se atrevieron a entrar solos, sino que dejaron a un centinela e informaron al director. Yo llegué a la estación poco después de que tú desaparecieras. Tuve que esperar la llegada de refuerzos desde nuestra base en la Smolenskaya. Nos apresuramos a venir, pero todo requiere su tiempo, y entretanto teníamos que armarnos… en cualquier caso, mientras me hallaba en la Mayakovskaya comprendí por primera vez lo que está ocurriendo. Allí también hay un túnel lateral cegado. Tretyak y yo nos separamos para buscar el acceso a la D-6. Debían de haber pasado como mucho tres minutos desde que nos separamos, cuando le grité algo. Pero no me respondió. La distancia entre los dos no podía ser de más de cincuenta metros. Volví sobre mis pasos, y lo encontré con el cuerpo lívido e hinchado, y los labios llenos de esa porquería. Por supuesto, lo más urgente ya no era seguir buscando. Lo agarré por las piernas y lo arrastré hasta la estación. Durante el camino me acordé de la historia que contaba Arkady Semyonovich sobre el centinela envenenado. Iluminé a Tretyak, y, como suponía, tenía un dardo clavado en la pierna. Quedó claro que un asunto estaba conectado con el otro. Entonces, te mandé enseguida un mensajero, para que me esperaras. Pero, cuando regresé, ya te habías marchado.

—¿Esos bárbaros se encuentran también en la Mayakovskaya? —preguntó Artyom, pasmado—. ¿Cómo pueden ir hasta allí desde la Park Pobedy?

—Eso es lo que quería explicarte. —El Stalker se quitó el casco y lo dejó en el suelo—. No te lo tomes a mal, pero no hemos venido tan sólo por ti, sino para informarnos. Pienso que aquí tiene que haber también un acceso al Metro-2, por el que tus devoradores de hombres llegaron hasta la Mayakovskaya. La situación en la que se encuentran allí es la misma: los niños desaparecen de noche. El diablo sabrá por cuántos lugares se pasean esos sujetos sin que nosotros tengamos ni la más remota idea.

—Eso significa… quiere usted decir… —la misma idea le pareció a Artyom tan increíble que al principio no se atrevió a formularla en voz alta—. ¿Usted cree que la entrada al Metro-2 se encuentra por aquí?

¿Acaso la puerta de la D-6, la enigmática sombra del Metro, podía encontrarse cerca de ellos? Artyom se acordó de todos los rumores, cuentos, leyendas y teorías que circulaban en torno al Metro-2. Aunque sólo fuera la historia de los Observadores Invisibles que le habían contado los dos tíos raros de la Polyanka… miraba sin cesar en todas las direcciones, con la esperanza de ver lo invisible.

—Te voy a decir otra cosa. —El Stalker le guiñó un ojo—. Creo que ya estamos dentro.

¡Eso sí que era totalmente imposible! Artyom le tomó prestada la linterna a uno de los soldados y se puso a examinar las paredes del túnel. Se fijó en que los demás le miraban con asombro, y se dio cuenta de lo estúpido que debía de parecerles, pero no se sentía capaz de hacer otra cosa. ¿Vías de oro? ¿Hombres que vivían como antes, en la abundancia que Artyom solo conocía por los cuentos, sin noticia de los terrores habituales en la vida de los seres humanos de su tiempo? ¿Dioses? Recorrió de un extremo a otro el trecho que se encontraba entre los dos centinelas, pero no descubrió nada extraordinario, y volvió con Melnik. El Stalker estaba hablando con el hombre que vigilaba a los dos cautivos. Éste le preguntó prosaicamente:

—¿Qué hacemos con los rehenes? ¿Los liquidamos?

—Antes hablaremos con ellos —le respondió el Stalker. Se inclinó y le quitó la mordaza primero al viejo, y luego al segundo prisionero.

—¡Maestro! ¡Maestro! —se lamentó al instante el bárbaro—. ¡Dron está contigo! Dron rompe la prohibición. Va por galerías sagradas. ¡Listo para morir a manos de los enemigos del Gran Gusano, por ir contigo hasta el final!

—¿Qué es todo eso? ¿Qué dice de un gusano? ¿Y esas galerías sagradas? —preguntó Melnik.

El viejo callaba. Dron, en cambio, miró angustiado al hombre que lo vigilaba, y dijo precipitadamente:

—Galerías sagradas del Gran Gusano prohibidas a los hombres buenos. El Gran Gusano puede aparecer el hombre puede ver. ¡Ver lo prohibido! ¡Solo los sacerdotes! Dron tiene miedo, pero viene. Dron con el Maestro.

El Stalker arrugó la frente.

—¿Qué gusano es ése?

—Gran Gusano es creador de la vida. Hay más galerías sagradas. No puedes ir cada día. Hay días prohibidos. Hoy día prohibido. Si ves Gran Gusano, te vuelves ceniza. Si oyes, estás maldito, mueres pronto. Todos saben. Los más viejos dicen.

Melnik se volvió hacia Artyom.

—¿Todos los de esa estación están igual?

—No. Hable con el sacerdote.

—Dignísima Eminencia —le dijo Melnik al viejo en tono burlón—: me perdonará usted, no soy más que un soldado viejo, y, cómo se lo diría yo, no domino el lenguaje de los cultos. Pero en su reino se encuentra cierto lugar que nosotros estamos buscando. Allí se esconden, más concretamente… flechas de fuego… frutos de la ira… —Melnik miró inquisitivamente al rostro del viejo, para ver si este reaccionaba a sus metáforas, pero el sacerdote se empecinaba en callar. Artyom y los demás oyeron con sorpresa cómo el Stalker seguía buscando nuevas formulaciones—: Las cálidas lágrimas de los dioses… los rayos de Zeus…

—Déjese de payasadas —le interrumpió por fin el viejo con desprecio—. Es intolerable que pisotee lo metafísico con sus sucias botas de soldado.

Entonces, Melnik fue directo al grano.

—Misiles. La base de misiles se encuentra cerca de Moscú. Se puede llegar desde uno de los túneles de la Mayakovskaya. Sabe muy bien de qué le hablo. Tenemos que ir hasta allí con la máxima urgencia, y yo le recomiendo a usted que nos ayude.

—Misiles… —El sacerdote dijo la palabra pausadamente, como si hubiera tenido que habituarse a su sabor—. Misiles… usted debe de tener unos cincuenta años. Debe de acordarse. Los SS-18. En Occidente los llamaban «Satán». Este nombre fue el único momento de iluminación en una civilización humana que nació ciega. ¿Es que nunca tendrán suficiente? El mundo entero yace en ruinas, ¿y aún no han tenido suficiente?

—Escúcheme, Santidad —le interrumpió Melnik—, ahora no tenemos tiempo para esto. Le doy cinco minutos. —Se frotó la mano e hizo que crujieran los nudillos.

El viejo esbozó una mueca. No pareció que el uniforme de combate del Stalker, ni la amenaza apenas velada le impresionaran especialmente.

—¿Qué piensa hacer usted? ¿Torturarme? ¿Matarme? Hágalo, por favor, de todas maneras ya estoy viejo, y a nuestra fe le faltan mártires. ¡Máteme, igual que mataron ya a cientos de millones de hombres! ¡Ustedes destruyeron mi mundo! ¡Nuestro mundo! ¡Venga, tire del gatillo de su maquinita del infierno, igual que pulsaron los botones de cien mil artefactos portadores de muerte! —La voz débil y ronca del viejo estaba recobrando sus ecos metálicos. A pesar de sus desgreñados cabellos grises, sus manos atadas y su poca estatura, no parecía ya digno de lástima: una extraña fuerza irradiaba de su cuerpo, y cada nueva palabra que decía era más convincente y amenazadora que la anterior—. No hace falta que me estranguléis con vuestras manos, ni que presenciéis mi agonía. ¡Malditos seáis todos vosotros con vuestras máquinas! Habéis privado de todo valor a la vida y a la muerte. ¿Pensáis que estoy loco? ¡Vosotros sí que estáis locos, vosotros, vuestros padres y vuestros hijos! ¿Acaso no es una locura querer someter a la Tierra entera, uncir a la Naturaleza bajo el yugo, desollarla, hasta que sea presa de espasmos y los labios se le cubran de espumarajos? ¿Para luego pasar cuentas con ella, por odio contra vosotros mismos y contra vuestros semejantes? ¿Dónde estabais cuando el mundo se vino abajo? ¿Acaso no visteis cómo fue? ¿Habéis visto lo que yo vi? ¿Cómo primero se derritió el cielo, y luego lo cubrieron nubes de hierro? ¿Cómo los ríos y los mares empezaron a hervir, cómo las criaturas abrasadas escupían en la orilla, y luego se transformaban en gelatina helada? ¿Cómo el sol desapareció del horizonte para muchos años? ¿Cómo las casas se redujeron a polvo en unas pocas fracciones de segundo, y los hombres que vivían dentro de ellas se convirtieron en cenizas? ¿Oísteis cómo pedían auxilio? ¿Cómo morían por culpa de las epidemias y quedaban tullidos por culpa de la radiación? ¿Oísteis cómo os maldecían? ¡Miradle! —Señaló a Dron—. ¡Mirad bien a esas criaturas, sin brazos, sin ojos, o con seis dedos! ¡Incluso los que gracias a ello han conseguido nuevas habilidades os acusan!

El bárbaro había caído sobre sus rodillas y escuchaba con temor reverencial las palabras de su sacerdote. También Artyom sentía que en su interior crecía un sentimiento parejo. Incluso los soldados que vigilaban al viejo dieron un paso atrás. Tan sólo Melnik le miraba a los ojos, con la frente arrugada.

—¿Presenciasteis la muerte de vuestro mundo? —siguió diciendo el sacerdote—. ¿Comprendéis quién fue el culpable? ¿Quién sabe el nombre de los hombres que al pulsar un botón extinguieron la vida de cientos de millares de seres humanos? ¿Que transformaron bosques llenos de verdor en desiertos abrasados? ¿Qué habéis hecho con este mundo? ¿Con mi mundo? ¿Cómo osasteis haceros responsables de su aniquilación? ¡La Tierra no ha conocido jamás un mal tan grande como el de vuestra maldita civilización de las máquinas, una civilización que opuso mecanismos sin vida a la naturaleza! Esa civilización lo intentó todo por someter para siempre a la naturaleza, por devorarla y digerirla, pero quiso ir demasiado lejos y al fin se destruyó a sí misma. Vuestra civilización es un tumor canceroso, una gigantesca ameba que devora todo lo que haya de útil y sustancioso a su alrededor, y deja tras de sí residuos hediondos y ponzoñosos. ¡Y ahora queréis emplear de nuevo los misiles! ¡Queréis tener las armas más terribles que la civilización haya concebido! ¿Para qué? ¿Para llevar hasta el fin lo que vosotros mismos empezasteis? ¿Para extorsionar a los últimos supervivientes? ¿Para haceros con el poder? ¡Asesinos! ¡Os odio, os odio a todos vosotros! —Los gritos enloquecidos del viejo terminaron en un terrible ataque de tos. Nadie dijo nada hasta que por fin hubo recuperado el aliento y siguió chillando—: Pero vuestro tiempo se acaba… y, aunque yo mismo no vaya a verlo, vendrán otros después de vosotros, otros, que serán conscientes de los fatídicos peligros de la tecnología y vivirán sin ella. Sois criaturas degeneradas, no os queda mucho tiempo. Qué lástima que no pueda presenciar vuestra agonía. ¡Pero vuestros hijos, los que os hemos arrebatado, lo verán! El hombre se lamentará de haber aniquilado en su orgullo todo lo que le era valioso y amado. ¡Al cabo de centurias de engaños e ilusiones, el hombre aprenderá a diferenciar por fin entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira! Estamos criando a los que poblarán la Tierra después de vosotros. Y para que vuestra agonía no dure mucho tiempo, os clavaremos dentro de poco la daga de la misericordia en medio del corazón. En el corazón fláccido de vuestra civilización putrefacta… ¡El día se acerca!

Le escupió a Melnik a los pies.

El Stalker se tomó su tiempo para responderle. Contempló al sacerdote que temblaba pero de la ira. Luego cruzó ambos brazos delante del pecho y preguntó, atónito:

—¿Y por eso se ha inventado usted un gusano y unas cuantas historias sobre él? ¿Tan sólo para poder enseñarles a sus caníbales a odiar la tecnología y el progreso?

—¡Cállese! ¿Qué vais a saber vosotros sobre mi odio contra vuestra maldita, vuestra diabólica tecnología? ¿Qué vais a saber vosotros sobre los hombres, sobre sus esperanzas, sus metas, sus necesidades? ¡La humanidad necesitaba desde hacía mucho tiempo un dios como ése… un dios como el que hemos creado! Las viejas divinidades le permitieron al hombre que se precipitara en el abismo, y ellas mismas se derrumbaron. No tiene ningún sentido tratar de revivirlas. En vuestras palabras oigo ese diabólico sentido de superioridad, ese desprecio, ese orgullo que fueron los que llevaron al hombre hasta el borde del abismo. Sí, aunque el Gran Gusano no exista. Aunque lo hayamos inventado. ¡Pero, dentro de muy poco, vosotros mismos os convenceréis de que este dios subterráneo, inventado, es más poderoso que vuestro pueblo celeste, esos ídolos que saltaron de sus tronos y se rompieron en mil pedazos! ¿Os reís del Gran Gusano? ¡Reíos, pues! ¡Pero no seréis vosotros quienes os riáis al final!

—Ya basta. ¡Amordazadlo! —gritó Melnik— Y dejadlo durante un rato. Puede que luego todavía nos sea de utilidad.

Aun cuando el viejo se resistiera, y profiriese salvajes maldiciones, volvieron a meterle el trapo en la boca. Y, en esta ocasión, el bárbaro, al que todavía sujetaban dos de los soldados, no mostró ninguna piedad por su Maestro. Estuvo callado, de brazos caídos. Sus apagados ojos miraban al sacerdote.

—Maestro… —logró decir al final, con gran dificultad—. ¿Qué quiere decir: «el Gran Gusano no existe»?

El viejo no se dignó a mirarle.

—¿Qué significa: el Maestro ha inventado al Gran Gusano? —farfullaba Dron con voz sorda, y negaba con la cabeza.

El sacerdote no le respondió. A Artyom le dio la impresión de que el viejo había consumido todas sus energías vitales y su fuerza de voluntad en el curso de su monólogo. Tras derramar en abundancia el veneno de su odio, había caído en el más absoluto agotamiento.

—Maestro… Maestro… Gran Gusano existe… ¡tú mientes! ¿Por qué? Dices no verdad… confundir enemigos… existe… ¡existe! —Entonces, Dron empezó a proferir sordos y atroces aullidos.

Había tanta desesperación en aquella voz, medio aullante y medio llorosa, que Artyom sintió de pronto el deseo de acercarse a él y consolarlo. Pero se veía a las claras que el viejo, por su parte, se había despedido ya de la vida y había perdido todo interés por su pupilo.

—¡Existe! ¡Existe! ¡Nosotros hijos suyos! ¡Todos nosotros hijos suyos! ¡Existe, siempre existió, siempre existirá! Si el Gran Gusano no existe… estamos… totalmente solos…

Entonces le ocurrió algo pavoroso al bárbaro, que se había quedado sin ningún sostén. Cayó en trance, movió la cabeza de un lado a otro como si hubiese querido olvidar lo que acababa de oír, y sus lágrimas se mezclaron con la saliva que le brotaba incesantemente de los labios. Se clavó sus propias uñas en el cráneo rapado. Los guardias lo dejaron y se cayó al suelo, se cubrió los oídos, se golpeó la cabeza, se dejó llevar cada vez más por la ira, hasta que su cuerpo empezó a girar sin control de un lado para otro y sus chillidos resonaron por todo el túnel. Algunos de los hombres trataron de tranquilizarlo, pero sus leves pisotones y golpes lo apaciguaban, a lo sumo, durante unos segundos, y luego volvía a estallar.

Melnik lanzó una mirada de desprecio al frenético caníbal, desenfundó la Stechkin que colgaba de su cadera, apuntó a Dron y disparó.

Un ligero «plop» y el cuerpo del bárbaro que se retorcía en el suelo quedó inerte. El grito inarticulado, que no se había interrumpido en ningún momento, cesó, pero el eco reprodujo durante algunos segundos su último alarido, como para prolongar un poco la vida de Dron: «Iiihhhh…».

Y sólo entonces comprendió Artyom lo que el bárbaro había gritado poco antes de morir: «¡Solo!»

El Stalker enfundó de nuevo la pistola. Artyom no tuvo estómago para mirarle a los ojos. En cambio, contempló a Dron, que estaba tendido en el suelo, inmóvil, y al sacerdote sentado no muy lejos de él. Este último no había reaccionado de ninguna manera ante la muerte de su pupilo. Al disparar Melnik, el viejo se había estremecido ligeramente, después había echado una ojeada al cadáver del bárbaro y había vuelto a girarse con indiferencia.

—Sigamos adelante —ordenó Melnik—. Con tanto tumulto habremos conseguido que media red de metro salga a perseguirnos.

Al instante, la unidad de combate formó de nuevo. A Artyom le tocó cerrar la marcha, y le entregaron una linterna potente, así como el chaleco antibalas de uno de los soldados que transportaban a Antón. Al cabo de un minuto se pusieron en marcha y siguieron adelante por el túnel.

De todos modos, Artyom no se encontraba en las mejores condiciones para ocupar aquella posición. Movía las piernas con gran esfuerzo, tropezaba una y otra vez con las traviesas, contemplaba con impotencia a los soldados que le precedían. En todo momento resonaba dentro de él la queja final de Dron. Su desesperación, su decepción, su incapacidad para creer que el hombre estuviera solo en este mundo espantoso y lleno de tinieblas se le habían contagiado a Artyom. Por extraño que parezca, fue el grito de aquel bárbaro, preñado de impotente nostalgia por una divinidad fea e inventada, lo que le hizo empezar a comprender el cósmico sentimiento de soledad que alimentaba las creencias de los hombres.

Mientras caminaba por el túnel vacío y sin vida, sintió algo muy parecido. Si el Stalker tenía razón, y desde hacía más de una hora se encontraban en el interior del Metro-2, se revelaba al fin que aquella enigmática construcción no era más que una simple red de túneles de abastecimiento abandonada por sus anteriores propietarios, poblada tan sólo por caníbales discapacitados y sacerdotes fanáticos.

Los hombres empezaron a susurrar entre sí. Habían llegado a una estación vacía que no se asemejaba en nada a las demás. El andén corto, el techo bajo, las gruesas columnas de hormigón de acero y las paredes cubiertas de azulejos les persuadieron de que aquello no se había concebido para agradar a los ojos, sino que su único sentido había consistido en proteger lo mejor posible a quienes lo usaban.

Unas oscuras letras de bronce incrustadas en la pared formaban la incomprensible palabra SOVMIN.[64] En otro lugar se leía SEDE DEL GOBIERNO DE LA FR. Artyom sabía muy bien que en la red de metro no había ninguna estación con ese nombre, y eso sólo podía significar que se hallaban fuera de sus fronteras.

No parecía que Melnik quisiera detenerse allí durante mucho tiempo. Echó una rápida mirada, deliberó en voz baja con uno de sus soldados, y la unidad de combate siguió adelante.

Un sentimiento extraño y difícil de describir se había adueñado de Artyom. Como si su padre adoptivo le hubiera regalado en el día de su cumpleaños un paquete muy vistoso, en cuyo interior sólo hubiera habido papel de periódico. Los Observadores Invisibles morían ante sus ojos. Habían sido una fuerza amenazadora, sabia e incomprensible, y se transformaban en fantasmagóricas esculturas, esculturas que representaban mitos, y que por culpa de la humedad y del viento que soplaba siempre en los túneles se iban deshaciendo. El resto de supersticiones que había conocido a lo largo de su viaje estallaban también como otras tantas pompas de jabón… Se había revelado ante sus ojos uno de los mayores enigmas del Metro: había llegado a la D-6, el «mito dorado» de la red de metro, como alguien lo había llamado en cierta ocasión. Pero, en vez de alegría, sentía tan sólo una extraña amargura. Se daba cuenta de que la única maravilla que albergan ciertos secretos es que nadie ha logrado descifrar su verdad, y que existen preguntas cuya respuesta nadie debería conocer.

Sintió como una frialdad en la mejilla, en el lugar donde el aliento del túnel acariciaba el rastro de una lágrima. Movió la cabeza de un lado para otro, igual que lo había hecho el bárbaro muerto. Luego empezó a helarse, fuera por el gélido viento que arrastraba el olor de la humedad y la desolación, fuera porque la soledad y el vacío le habían llegado hasta lo más hondo. Por un instante creyó que todo lo que existía en el mundo había perdido todo su sentido: su misión, los intentos de los hombres por sobrevivir en un mundo transformado, y, sobre todo, la vida en todas sus formas. En todo ello no había nada, tan sólo el túnel vacío y oscuro del tiempo que sobrevivía a todo. Todo ser humano tenía que andar a tientas por ese túnel, desde la estación Nacimiento hasta la estación Muerte. Quien buscara la fe, buscaba corredores laterales en ese túnel. Pero lo único que existía eran esas dos estaciones, y el túnel se había construido tan sólo para unirlas…

Al volver en sí, Artyom se dio cuenta de que los demás se le habían adelantado varias docenas de pasos. No entendía muy bien qué era lo que le había hecho recobrar el sentido. Al mirar en todas direcciones, percibió un extraño ruido, cada vez más fuerte, que provenía de una puerta ligeramente abierta que se hallaba en el túnel. Un sordo murmullo. Seguramente aún no había empezado a oírse en el momento en el que los demás pasaron por delante de la puerta. Pero se había vuelto casi imposible no prestarle atención.

La unidad de combate debía de hallarse unos cien metros más adelante. Artyom reprimió el deseo de correr tras ellos, contuvo el aliento, se acercó a la puerta, la abrió e iluminó el interior con la linterna. Se encontró con un pasillo bastante largo y amplio, que terminaba en un negro rectángulo: una salida al otro extremo. De ahí provenía el murmullo que empezaba a sonar como el grito de un gigantesco animal.

Artyom no se atrevió a entrar en el corredor. Se quedó allí, como en trance, con los ojos clavados en el negro vacío que se hallaba al final, y escuchó… hasta que el grito sonó con mucha más fuerza, y a la luz de la linterna vio algo increíblemente grande que pasaba por detrás de la otra salida.

Artyom retrocedió, cerró la puerta de golpe y se marchó corriendo a reunirse con los demás.